En el lienzo utilizado para la cubierta, pero también en las palabras de su amigo Vicente Gallego, en cuyo prólogo aparece esa imagen-retrato, se refuerza el hecho de que una acuarela se hermane con la figura del poeta José Mateos. Resulta natural e indiscutible. Si se conocía de antemano su obra literaria, se sabrá a qué me refiero. Pero si no es el caso, hay que reiterarse en esa delicadeza que consigue que sus versos tengan la misma liviandad, sin impedir la hondura, que el pincel mojado al dibujar un paisaje sobre la tela con pocos trazos. Una orilla nublada donde se anda o se permanece quieto. Los árboles o los tejados, aguardando los sucesos del día… Como las mañanas o las noches —ordinarias si las pensamos tal cual— atienden pacientemente a la finísima variación que puedan sentir sobre sí. Entonces, a quien ha esperado descubrir notas diferentes, se le revelan todas las posibilidades que encuentran un justo resumen u homenaje en el acto de escribirlas, aunque ‘nuestra torpe pasión’ corra el riesgo de estropearlas.
Personalmente, ha sido una noticia estupenda, por necesaria y bien llevada a cabo respecto a su edición, la publicación de los cuarenta años de curso poético del autor jerezano.
Los nombres que te he dado comprende las ediciones entre 1990, desde su libro Una extraña ciudad —aunque se fechan en 1983 por ser el inicio de escritura de los mismos—, hasta 2023, con el inédito hasta ahora Tratamiento y delirio. Son los datos pertinentes que van ligados a todo volumen que recoge una dedicación literaria, pero en el caso de Mateos, lo que verdaderamente interesa es el porqué de su desconocimiento por cierta parte del público poético. Por qué su poesía parece reservada para los entendidos. Su lugar en la colección Vandalia puede ayudar a que nuevos lectores se deslicen por sus canciones del mismo modo que la niebla por los bancales. Pero no falto a la verdad cuando pienso la poesía de Mateos como una serie de piezas que requieren una apreciación, paciencia y ánimo distintos a los que pudiera merecer otro compañero suyo de generación o de las siguientes.
Su lírica es desposeída. Nada tiene, nada pide. La austeridad conforma los poemas como si fueran tallas que no precisaran de esmerados retoques. El deje de las coplillas o los romances ayudan a renovar un saber pasajero. Traen a la memoria visiones que perdurarán con más alegría o penuria. «Marcado estoy a fuego, condenado/ a decirte, a decir de Ti tan sólo/ los signos que derramas en tu huida/ (ese árbol blanco que, a primera hora,/ miré en la niebla del jardín de otro/ y esa ventana sobre el emparrado…),/ Poder que me escogiste desde niño,/ no sé por qué necesidad oscura,/ no sé con qué propósito de darte/ sin darte nunca a conocer, sin nunca/ darte luego del todo, para siempre/ volver a darte./ Luz de tiniebla, niebla/ por el jardín que encarna en lo que existe/ sin coincidir con nada exactamente/ de lo que existe. (Y que ese árbol blanco,/ esta mañana en el jardín del otro,/ volvió a llamar —qué extraño— por mi nombre)», dice en Niebla en el jardín de otro, uno de los que más me han cautivado gracias a esta relectura.
La niebla, de vital importancia en la lírica de Mateos, su mejor protagonista. Los emparrados. El blanco calimoso del sur. Una mesa digna de Zurbarán para frenar a la muerte con su deleite y observación. Una ventana a un palmeral y camino polvorientos, dejando entrar un aroma de salitre, digna también de un cuadro, de Pedro Serna en este caso. Unas palabras dedicadas a los amigos, tantos poemas para ese cometido. Un deseo que lo aferra a la vida sin descuidar la vigilancia perpetua de la muerte. ¿Cuál es su secreto para no dejarse abatir por el pesimismo? Siendo la muerte recordada de continuo, desde los versos juveniles, en efecto se podría presuponer una gravedad difícil de compartir o hacer nuestra. Sin embargo sus imágenes brillan. No miran igual dos veces. Dudar les agrada. En ellas está dormido un amor o un secreto. Y esto no son sino evidencias de la poesía, de la de cualquiera, por supuesto. Pero la de José Mateos, con tan poco, consigue habitarnos en el momento de ser leída o recitada, haciendo temblar desde su lugar escondido, sin libranza del alcance de la belleza.
«Ya sólo sé decir palabras sin sentido./ Ya sólo sé decir:/ panal, brote, vilano,/ agua de abril, muero porque no muero./ Ya sólo sé decir lo que me pierde,/ lo que me hiere/ al borde del camino, entre la brisa/ de esas hojas de un álamo./ Ya sólo sé decir/ lo que no sé decir:/ cómo las mueve el aire», dice en De los álamos vengo. Hablar así sólo cuando se está en silencio, desnudo ante las ruinas y las glorias de la vida.
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Autor: José Mateos. Título: Los nombres que te he dado. Poesía reunida (1983-2023). Editorial: Fundación José Manuel Lara. Venta: Todostuslibros.
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