Cuando en junio de 1889 abandonó la ciudad de San Francisco, adonde había llegado desde Nueva York, Robert Louis Stevenson ya había escrito las que con el tiempo se revelarían como sus obras paradigmáticas. El viaje en el que se embarcó junto a su mujer Fanny —con la que había contraído matrimonio en 1880, después de que ella se divorciase de su primer marido—, la hija de ésta y su propia madre era, en realidad, un último intento de alejarse de la enfermedad que llevaba más de una década reconcomiendo sus pulmones. El periplo los condujo hacia el Pacífico Sur. En un primer momento recalaron en las islas Marquesas, pero a principios de 1889 se trasladaron a Honolulu y aún se embarcarían en otros dos viajes que iban a concluir con el asentamiento definitivo en Samoa. Allí compraron un terreno y edificaron una mansión, Villa Vailima, que acoge hoy un museo dedicado a la memoria del novelista. Su larga mudanza no cumplió el objetivo deseado: lejos de mejorar de sus achaques, es más que probable que la humedad de aquellas latitudes contribuyera a agravarlos. Stevenson falleció a consecuencia de una hemorragia cerebral en 1894, cuatro años después de instalarse en el que fue su último hogar. No mucho antes, en una carta, había dado detallada y triste cuenta de sus padecimientos: «Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos». La última etapa de su vida fue, pese a todo, bastante prolífica. Terminó dos novelas escritas a medias con su hijastro Lloyd Osbourne (El muerto vivo y Los traficantes de sueños) y dio por concluida Catriona, segunda parte de su narración Secuestrado, que había visto la luz en 1886. También remató algunos cuentos, poemas y los textos que compondrían el libro de viajes En los mares del Sur, tan importante para aproximarse a los pormenores de su último trance vital. Tuvo, además, tiempo para involucrarse en la política local y defender los intereses de los aborígenes, a los que se maltrataba como fruto de las prácticas coloniales imperantes en la época.
Hay, sin embargo, quienes dudan de que realmente Stevenson se instalase en los mares del Sur para hallar allí el remedio de sus males. En su libro La otra isla (Lumen, 2005), Alex Capus lanzaba una teoría que resulta lo suficientemente sugestiva como para no dejarla pasar por alto, dado que atañe no sólo a los últimos días del novelista, sino también a uno de sus títulos más emblemáticos. Según su tesis, La isla del tesoro no sería únicamente la portentosa novela de aventuras que todos conocemos, sino una especie de declaración según la cual Stevenson se comprometía a no descansar hasta dar con uno de los enigmas históricos que le habrían obsesionado durante toda su vida. Se trataba del paradero del tesoro de la iglesia de Lima, que el capitán inglés William Thompson debió trasladar en 1820 desde Perú hasta México. La colección —englobaba monedas de oro, estatuas, joyas y piedras preciosas por valor de unos 269 millones de dólares actuales— nunca llegó a su destino y se cree que el marino británico la escondió en algún lugar de las islas Coco, ubicadas a unos 560 kilómetros de Costa Rica. Según Capus, en su día Stevenson habría caído en la cuenta de que existía en pleno Pacífico otra isla llamada Coco. Es la actual Tafahi, que antiguamente se denominaba Cocos Eylandt, y se encuentra no demasiado alejada de Samoa. Stevenson, pues, habría instalado en Villa Vailima una especie de cuartel general desde el que organizaba sucesivas expediciones hacia aquella ínsula a la que nunca llegó a referirse en sus escritos, lo que sería una prueba de su interés por mantener oculto aquel lugar y sus verdaderas intenciones. ¿Tuvo éxito en sus pesquisas? En su libro, Capus apunta esa posibilidad. La defiende aseverando que, cuando Stevenson exhaló el último suspiro, sus deudos regresaron a los Estados Unidos y se instalaron en un tren de vida que no podía sostenerse con el ingreso de los correspondientes derechos de autor.
¿Realidad o leyenda? Es lo de menos. El verdadero tesoro de Stevenson en los mares del Sur son los escritos que él mismo pergeñó describiendo aquellos parajes de ensueño. Es sabido que se integró en ellos de tal forma que hasta los aborígenes le adoptaron y le pusieron un hermoso apelativo, Tusitala, que en su lengua significaba «el contador de historias». Él correspondió con unos textos que dan buena fe de su deslumbramiento y su afecto hacia las tierras que acogieron los últimos compases de su existencia. «Hay en el mundo unas islas que ejercen sobre los viajeros una irresistible y misteriosa fascinación», escribió, como si se tratara de una profecía autocumplida, en uno de los pasajes que componen En los mares del Sur. «Pocos son los hombres que las abandonan después de haberlas conocido. La mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron. Hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán. Esas islas son las islas del sur. Cuentan que en ellas estuvo en tiempos el paraíso».
Y queda, sobre todo, el bellísimo epitafio que él mismo ideó y que continúa fijado en letras de bronce sobre la lápida de su sepulcro, esa última morada que él quiso que dejaran instalada en Samoa, en la cima del monte Vaea, para contemplar desde sus alturas, y por toda la eternidad, el azul interminable del Pacífico recortándose ante las puertas de su Villa Vailima:
Bajo el inmenso y estrellado cielo,
cavad mi fosa y dejadme yacer.
Alegre he vivido y alegre muero,
pero al caer quiero haceros un ruego.
Que pongáis sobre mi tumba este verso:
«Aquí yace donde quiso yacer;
de vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador.»
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