Una vez me fui de Twitter. Quiero decir que borré la cuenta y perdí todo y, cuando volví, empecé de nuevo. Fue hacia 2008, mi marcha. Mi cuenta actual nació en 2011. Mi renuncia a Twitter se debió a la sobrexposición, creo. De pronto, no quise estar ahí con mi nombre y mi cara, sabiendo que muchos conocidos también estaban. No fue nada más que eso.
Mi impresión sincera (subrayo lo de sincera porque luego nos pondremos más arbitrarios) es que no hay una gran diferencia entre X y Twitter. Esto es fácil de comprobar, pues decenas de famosos han salido en prensa en la última década porque “dejaban Twitter”. Siempre ha habido insultos, linchamientos, zumbados. Como toda adicción, la cosa puede sobrepasarte. Hay decenas de motivos para dejar Twitter (rupturas de pareja, por ejemplo; despidos; o simplemente no necesitarlo: Javier Marías no estaba en Twitter), y siguen vigentes.
Twitter (así lo llamaremos, porque Elon Musk ha hecho cosas muy bien, pero no precisamente ponerle X a esta red social), Twitter, decimos, es mucho más importante de lo que creemos. Basta pensar dónde estábamos todos los que teníamos cuenta en Twitter durante los días de la DANA. Estábamos en Twitter. Pedro Sánchez publicó su Carta a la Ciudadanía únicamente en Twitter; Errejón dijo adiós desde Twitter. Eurovisión (según compruebo cada año) se sigue con fervor a través de Twitter. Lo esencial es comprender que Twitter es un espacio de ocio que, por ráfagas, se pone serio. Los usuarios que ahora la abandonan hablan de “debate”, de que buscan “debate”, uno sano y respetuoso. Es mentira. Twitter no está hecho para debatir. Nadie ha cambiado de opinión en Twitter, y nadie sale contento de un intercambio de tuits con otra persona. Lo que define Twitter no es el toma y daca de tuits “en un debate”, sino los hilos. Sobre arquitectura alemana, películas de Keanu Reeves o historias secretas del siglo XX.
No se entra en Twitter a debatir, sino a pontificar. Ya en este verbo encontramos el humor que pide Twitter. Nadie resulta en persona como es en Twitter. Todo esto se supone que lo sabían los mayores de edad: no pasas horas en una red social para agotarte debatiendo, sino para relajarte y recibir validación.
La marcha a BlueSky es muy interesante. Como toda mudanza, se pierden un poco las formas, se notan las amistades y los odios, se nota el arribismo, se deja cierto rastro íntimo. Hay gente que se va y gente que no quiere quedarse sola, y por eso se une a los que se van. He explorado durante algunos ratos BlueSky y he notado lo primero de todo el liderazgo, una élite, con nombres y apellidos, que además enseguida ha formado un grupo: los que molan. Eso ya me ha dado algo de grimilla, a qué negarlo.
El motivo para irse de Twitter es que abunda el mal, por resumir. Esto es absurdo. Yo paso ocho horas al día en Twitter, es un obstáculo para leer, eso sí, para ver entera una película, pero ya no me llevo ningún disgusto. Basta con no buscarte en Twitter, si eres una figura (o figurilla, mi caso) pública. Basta con no atender otras notificaciones que las que proceden de las personas a las que sigues. Vivo en Twitter balsámicamente. A veces, por aburrimiento, me encuentro un comentario desafortunado, pero ya ni me afecta.
Lo que no hago es ir buscando la ponzoña. No entiendo a esa presentadora de televisión que repone tuits de tipos con 34 seguidores donde la amenazan de muerte. Ella tiene como un millón de seguidores. Esa amenaza sólo toma cuerpo porque ella la retuitea. Si ni siquiera la leyera, no existiría. Cualquier famoso (incluso figurillas como yo) puede encontrar en media hora una decena de amenazas de muerte, comentarios groseros, apelaciones estomagantes… No digamos cualquier político. No creo que sea tan difícil practicar la indolencia con estos comentarios.
Twitter es tan inteligente (y esto ni siquiera es de Elon Musk) que no sólo te permite silenciar y bloquear a otro (nada más fácil y definitivo), sino que te permite la cuquería de silenciar sólo los retuits de otro. Hay gente que me gusta leer, pero que casualmente retuitean a alguien que me pone nervioso. Pues hasta ahí llega la capacidad de Twitter para hacerte sentir cómodo.
Los emigrados a BlueSky creen que en Twitter hay mucha gentuza. Curiosamente yo creo que en Twitter está lo más granado del país. Hay muchísima inteligencia ahí metida. No ser capaz de viajar por la inteligencia ajena, evitando la miseria de los menos educados (en ambos sentidos) resulta inquietante. No diría que es tan díficil, salvo que quieras en realidad hozar en los peores charcos.
Elon Musk compró Twitter hace dos años y se puso del lado de Trump hace tres meses. Sin embargo, el banderazo de salida se ha producido después de la victoria de Trump en las elecciones. Esto es curioso. En España, además, ha coincidido con dos noticias bastante desestabilizadoras (siendo una mucho menos dramática que la otra, por supuesto): Errejón y DANA. En los tres casos, Twitter ha mostrado efusiones claramente marcadas en un bando: la derecha, los conservadores, los anti-woke y los anti-aliados (más que anti-feministas).
Creo que la fuga de genios a BlueSky es sobre todo una pataleta. Como cuando en un Real Madrid-Barcelona en el Bernabéu van 0-3 y los madridistas se marchan sin esperar a que acabe el partido. Es un desalojo por humillación.
La explicación oficial es inverosímil. Mucha gente de la que se ha ido pagaba a Elon Musk su visé azul, no tenían ningún problema con eso. Elon Musk es el demonio desde antes de comprar Twitter. La marcha cabal debería haberse producido el primer día, cuando Elon entró en las oficinas de la empresa con el lavabo en las manos.
Como las matemáticas no deben de ser su fuerte, algunos usuarios aún en Twitter piensan que Elon Musk, que tiene poco que hacer en la Casa Blanca, anda quitándoles seguidores por ser progresistas españoles. “Me faltan 600”, leo. “2000 seguidores menos”, clama otro. Es curioso que conozcan con tanta precisión su número de seguidores, y también que le den tantísima importancia, como si fuera su valor de cotización en el mercado (en BlueSky hay ya gente supuestamente seria sorteando libros si alcanza los 10.000 seguidores). El caso: te faltan seguidores porque la gente se va a Bluesky y borra su cuenta. En matemáticas es una operación que se llama restar.
Otra cosa que me ha impresionado es notar en los andantes una suerte de épica digna de figurar en los libros de Historia. Ahí, qué quieren que les diga, percibo un infantilismo un poco sonrojante. Has abierto una cuenta en Bluesky (yo también: me llevó veinte segundos), y ya consideras que has cruzado la alambrada de espinos y te diriges a derrotar al ejército de las tinieblas. No: has abierto una cuenta en BlueSky. No has fundado Israel (vaya ejemplo); no has marchado sobre Washington; no has renunciado a ir a una guerra y huido a Canadá dejando atrás familia y amigos.
Esta congratulación colectiva en cambiar de red social encaja diría que muy precisamente con su visión del mundo: todo es simbólico. Nada mancha. Toda esta gente no se fue a Valencia a sacar cubos de barro, por ejemplo. Se fue a BlueSky.
En realidad, ahí se cifra la batalla, en un mero guerrear desde el salón, con un iPhone si es posible, desde una casa en el centro, con sueldo público muchas veces, elevado en cualquier caso, la vida resuelta y un blindaje burgués ante cualquier contratiempo real, gobierne quien gobierne y pase lo que pase. Todos ellos están huyendo de la gente. Quieren una vida VIP, incluso en un servicio público de propiedad privada que se denomina “red social”.
Pero una cosa se les escapa. Cuando sucede algo en el mundo real, es la gente la que te informa. Ahí le doy la razón a Elon Musk. Es un tipo de Valencia el que sube el vídeo de la riada, del coche volcado, de la mujer subida a un aparato de aire acondicionado. Todo el que no es nadie en Twitter será mañana testigo de algo increíble, a veces muy dramático; otras, puras chorradas, y otras más carne de meme. Pero todos juntos trazan sobre el territorio una red de informadores descomunal. No sólo dan noticias, bien que a su manera; también cuentan un país.
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