Foto: Miguel San Cristóbal
Irune, la protagonista de Los últimos románticos, es una mujer de cuarenta años que vive apática, resignada, solitaria. Un día empieza a sentir cosas: un bulto en el pecho, noticias cada vez más feas de la fábrica de papel donde trabaja, ruidos violentos en el piso de los vecinos. Entonces empieza a moverse por un paisaje de ausencias, derrotas y montes colonizados por plantaciones de eucaliptos, a través de una realidad que ella interpreta con reflexiones tan estrafalarias como reveladoras. Es la cuarta novela de Txani Rodríguez (Llodio, 1977), también autora de cuentos y aforismos deslumbrantes en las redes sociales. En este libro de capítulos breves se le nota esa mano con el relato, con la pincelada que muestra un mundo, con las escenas de apariencia insulsa en las que se ocultan frases como minas. O como una geoda de cuarzo: “Una roca esférica aparentemente fea y sin interés, que en su interior esconde inesperadas formaciones de cristal”.
—Presentas a una protagonista apagada, abandonada de sí misma, que aparentemente no promete grandes emociones.
—Sí, porque quería mostrar su reacción. Decidí que Irune trabajara en una fábrica, produciendo rollos de papel higiénico, porque me parece que se escribe muy poco sobre las personas que trabajan en la industria, en cadenas de producción, y justo es un entorno en el que se ve cómo funciona nuestra sociedad. La idea de la novela nació cuando vi una imagen muy concreta: una gran bolsa de plástico llena de rollos de papel higiénico. La llevaba una persona cercana a mí, que trabaja en una fábrica cerca de Llodio, de mi pueblo. Era uno de los lotes que la empresa da a los trabajadores. Producen rollos de papel industrial para gasolineras, servilletas para una cadena de comida rápida y el papel con el que cubren las camillas de los hospitales. Me pareció que ahí se resumía nuestra vida: comemos rápido, nos movemos mucho de un lado para otro, y eso nos acaba llevando al hospital, por enfermedades físicas o mentales. Ese triángulo hamburguesa-gasolinera-hospital me dio rabia; bueno, rabia no sé: me puso nerviosa. Me pareció que revelaba cómo es nuestra vida, dirigida a producir, a consumir, a movernos frenéticos. Quería que Irune reaccionara, que se opusiera a ciertas actitudes.
—Irune está apegada a los recuerdos de una vida anterior, menos individualista que la actual.
—Antes se hacía vida de vecindario, se preocupaban unos por otros, había solidaridad entre los trabajadores si venían despidos o cierres… Tenían más sentido de comunidad. Y la soledad no era tan lacerante. Ese mundo existía hasta antes de ayer, pero dejamos que se extinguiera casi sin quejarnos, sin hacer ruido. Irune me sirve como testigo de ese mundo anterior, que ya no existe, pero que a ella todavía la condiciona, la constituye.
—Vive en un piso desde el que ve el cementerio donde yacen sus padres, y esa es la razón por la que no quiere mudarse.
—Ese es el riesgo: la nostalgia. El pasado tenía cosas buenas, pero no podemos vivir anclados en él. Nos quedaríamos paralizados, como Irune en el principio de la novela. Tenemos que actuar.
—Y hace flores con papel higiénico para llevarlas a la tumba.
—Ahí está la dignidad de su trabajo. Ella fabrica rollos de papel higiénico y de ahí también se puede extraer belleza. Quería reivindicar la importancia de esos empleos que en apariencia son intrascendentes, anodinos, pero ahora ya sabemos que si se paran esas cadenas de producción nos vamos a la porra. Lo hemos visto con la pandemia. Irune está orgullosa de su trabajo, dice que ellos son soldados del papel, y a mí me parece que el papel también es algo como de los últimos románticos: se ha anunciado su muerte mil veces, y ahí sigue: es frágil pero resistente, se recicla, tiene muchas vidas. Irune explica que el papel es un invento muy antiguo, y que por eso le parece adecuado dejar flores de papel a sus padres, porque algo que lleva haciéndose toda la vida no puede ser extravagante, y a ella las extravagancias no le gustan.
—Pero la voz de Irune sí que es extravagante, o al menos peculiar.
—Yo quería una narradora en primera persona para filtrar la realidad a través de una mirada un poco extraña sobre la vida. Irune es muy solitaria, no tiene una relación muy normal con la realidad, así que suelta todo tipo de reflexiones estrafalarias porque no tiene nadie con quien contrastarlas, nadie se las va a cuestionar. Eso me permitía abrir una rendija para colar un poco de humor, involuntario por parte de la protagonista, pero muy voluntario por mi parte. Un ejemplo es cuando dice que no puede conciliar el sueño pensando en las fosas comunes o en las personas enterradas en las cunetas [“ningún país moderno debería tener muertos sin sepultura”], porque ella es muy ordenada y no le gusta nada ese desorden. Parece que eso es lo que le importa, que los muertos estén desordenados, no el meollo del asunto. Hace reflexiones involuntariamente cómicas, pero en el fondo su discurso es acertado: repara en cosas que no están nada bien.
—Hay muchas cosas que no están bien. La novela habla de la soledad, la enfermedad, la vejez…
—Son temas que siempre me han interesado. Creo que escribo de cosas que me dan miedo, para conjurarlas. Hay lectores que me dicen: «Parece que has escrito la novela durante el confinamiento por el coronavirus». Me lo dicen por el arrebato ese que hubo de comprar papel higiénico, un elemento que aparece todo el rato en la novela, pero también por esos temas que ahora de pronto nos preocupan: las residencias de los ancianos, la soledad, los cuidados entre vecinos, la vida tan frenética que llevamos… Esos asuntos han aflorado con la pandemia, pero ya estaban quebrados desde antes, o yo al menos ya los detectaba antes.
—La protagonista tiene una percepción aguda y temprana de la vejez. Recuerda que cuando le vino la primera regla, debajo de su casa abrieron una residencia y por las noches oía los quejidos angustiosos de un anciano.
—Me da mucho miedo la soledad no escogida, sobre todo la de los mayores que se sienten muy solos, eso me parece una pesadilla. Aquella Irune muy joven oye los lamentos nocturnos, se pone muy nerviosa, y su padre la lleva a la residencia para que conozca al anciano, para que vea que es una persona normal, una persona mayor, asustada, cansada, con dolores, pero una persona normal. Así Irune le pone cara a ese lamento. Yo estoy muy convencida de que la realidad es un disolvente de los dramas. De lejos todo te parece mucho peor, los horrores parecen insoportables, pero cuando estás dentro de esa realidad, no te queda otra que asumirla y ser práctica. Cuando confinaron a los de Wuhan, yo veía a todos aquellos chinos encerrados en sus pisos, saliendo a cantar por las noches, y me parecía una película de terror, una distopía, una pesadilla. Luego, cuando nos pasó a nosotros, yo me dedicaba a mirar la mesa del vecino de enfrente y a pensar que a mí también me vendría bien una mesa así… La realidad no permite que el dramatismo se luzca demasiado. Da menos miedo conocer de cerca a la persona que se lamenta de noche que oír sus lamentos desde lejos. Y este asunto me parece urgente: hay muchas personas solas que lo pasan muy mal.
—¿Crees que la pandemia servirá para cambiar nuestra relación con esos asuntos que antes preferíamos ignorar y que de repente nos preocupan tanto? Las residencias de ancianos, la soledad…
—Yo creo que no va a servir para nada. Si sirve de algo, será por egoísmo, porque pensamos que pasado mañana nos tocará a nosotros estar allí y deberíamos empezar a preocuparnos. Pero no soy nada optimista.
—A la vejez preferimos ni mirarla.
—Bueno, se han escrito novelas sobre la vejez, está Philip Roth… No sé si es porque nos da miedo o porque cuando ya podemos dar un testimonio, una crónica de la vejez, quizá ya somos demasiado viejos y no tenemos energía ni ganas.
—Me he acordado de una frase de John Berger: “Tal vez una de las razones por las que casi nunca se obedece a los viejos es que ellos insisten muy poco en la verdad de sus observaciones, y esto se deba a que todas esas verdades particulares son para ellos pequeñeces, comparadas con la verdad única e inmensa de la que nunca pueden hablar”.
—Pues sí, por ahí va la cosa.
—La preocupación medioambiental también está muy presente en la novela.
—El paisaje es político, no es una cuestión estética. Tendemos a creer que solo los grandes temas son política, pero los bosques también lo son. Los incendios forestales intencionados, por ejemplo, me dan mucha, mucha, mucha rabia. Causan un daño inmenso al bien común que ni el autor sabe hasta dónde puede alcanzar, y lo hace por motivos absolutamente miserables. Yo veo una misma pulsión detrás de los incendios, la degradación ambiental, las plantaciones de eucaliptos, el cierre de una fábrica, las vidas solitarias y aisladas. Creo que todo se explica por la pérdida del sentido de comunidad, de la preocupación por el otro, de los valores compartidos, de las satisfacciones colectivas…
—El libro está formado por capítulos breves. No sé si tiene que ver tu faceta de cuentista, si es el formato que te pedía esta historia…
—De lo fragmentario se ha hablado mucho, ya es antiguo. La posmodernidad ya es antigua. Pero tal y como funciona Irune, que se mueve por impulsos, casi sin fuerza, que avanza un poco y se para, me parecía que era la forma de transmitir esa sensación de cansancio vital, de falta de empuje. No veo a Irune con una capacidad de acción larga o de pensamiento larga. Es una persona exhausta.
—Se enfrenta a problemas graves, pero no hay nada épico en el relato.
—No, en la novela no sucede nada extraordinario. Ahora vivimos a golpe de titular, de gran acontecimiento, pero ese ritmo es un poco artificial: las vidas se construyen día a día, con actos cotidianos, con pequeñas decisiones. Eso es lo importante, nuestros pequeños actos. Quizá seamos la generación que más se reivindica como solidaria, comprometida, pero luego en los actos somos los menos implicados. Yo me he enterado de quién era mi vecino durante el confinamiento, cuando he salido a aplaudir. Esos somos nosotros.
—La novela muestra a varios personajes hipócritas, pone el dedo en la llaga de la incoherencia entre las palabras y los hechos.
—Sí, está la historia de Paulina, la vecina de Irune, una señora que vive con un hijo que la maltrata. Irune se enfrenta al hijo y pide ayuda a otros vecinos, hay uno que parece de muy buena onda, sindicalista, que viste camisetas de apoyo al Kurdistán, pero le dice a Irune que sus líos son sus líos, que no cree molestias. Me solivianta esa hipocresía de quienes defienden grandes causas remotas pero prefieren no complicarse con lo que pasa en su vecindario. Por eso me da apuro escribir grandes discursos comprometidos; por mí misma, ¿eh?, porque yo caigo en contradicciones, así que procuro bajar ese tono moral tan elevado que prospera en nuestro entorno y que a mí me descuadra. Mira por ejemplo todo este rollo épico que nos hemos montado con el confinamiento, todo ese discurso de unidad, del cuidado, de la salud, saldremos mejores, saldremos unidos, y en cuanto volvemos a la calle ya estamos tirando las mascarillas al suelo. Para mí, una pequeña acción hecha de verdad ya casi tiene épica por lo extraño. Prefiero menos discursos y más acciones pequeñas.
—Rechazas la épica y el discurso moralista, prefieres la mirada extravagante, el absurdo, el humor.
—Creo que toda novela debería tener al menos un poco de humor. Es que no podemos analizar la realidad sin humor, nos hundiríamos. O somos unas personas muy cínicas o tenemos que usar el parapeto del humor para mirar de frente a ciertas realidades, porque son realmente insoportables. Y en la vida… en la vida hay situaciones que me resultan muy cómicas. La vida tiene una coreografía humorística, incluso en los momentos más incómodos, que pone a las personas en situaciones de comedia.
—Algún lector te ha pedido en las redes que sigas escribiendo la historia de amor que se insinúa durante el libro: Irune llama a menudo a la atención telefónica de Renfe porque la reconforta la voz de Miguel María, el hombre amable que le da los horarios de los trenes.
—Irune pasa por un punto de inflexión, reacciona, sale de su apatía, así que yo sí le imagino un camino más abierto y luminoso. Lo del teléfono parece extravagante, pero a mí me han reconfortado mucho por teléfono, me he desahogado, me han ayudado a distancia. Yo sí creo en ese tipo de conexiones, solo con la voz y con el silencio. Miguel María es amable con Irune, y como ella no disfruta demasiado de la amabilidad, se engancha. Una periodista me contó que un compañero suyo salía de trabajar siempre a la misma hora, llamaba a los taxis y siempre le atendía la misma voz de mujer: pues ahora, después de varios años, son marido y mujer. Esta novela parece un poco loca, pero todo puede ser.
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