Setúbal, abril del 2012
La mañana era soleada y templada, típicamente primaveral; una de ésas que delatan el avance de las estaciones. Apenas soplaba brisa y se respiraba tranquilidad tanto en los muelles como en la ciudad, donde la jornada y la vida discurrían a ritmo pausado, meridional.
Disponía de la mañana libre y salté a tierra a dar un último paseo por Setúbal; esa misma tarde, o noche a lo más tardar, zarparíamos rumbo al norte de Galicia en la que sería mi última travesía a bordo del Cabo Cee.
Descendí por la pasarela; los estibadores, bajitos, morenos y pausados, meridionales, estaban sentados en silencio sobre los troncos de madera mientras una grúa perezosa continuaba con la descarga de las trozas de eucalipto, ese árbol originario de nuestras antípodas que ahora infesta los montes de la vieja Galicia, tras haber desplazado a nuestras especies autóctonas de inmensas extensiones. Mientras caminaba despacio por el muelle reflexionaba un poco acerca de ello. Siempre sentí al eucalipto como un intruso desagradable, plagador de los montes de mi vieja y querida Galicia. Una especie que prolifera con facilidad, de rápida expansión y crecimiento, que va desplazando, como decía, a otras especies de nuestra flora autóctona como son el carballo —roble—, el castaño o el abedul. Sin embargo, si no fuera por los eucaliptos y los pinos —especie también alóctona, aunque lleva ya siglos aquí—, quizás Galicia ofreciera un paisaje un tanto desolado, desprovisto de árboles, pues las especies endémicas necesitan muchísimo tiempo para crecer y desarrollarse y el Hombre no acostumbra ya a otorgar tales plazos.
De modo que el pino, que se importó a Galicia masivamente en la Baja Edad Media y Renacimiento para suministrar madera a la pujante y exigente industria naval, y el eucalipto, que se importó a mediados del siglo pasado principalmente para abastecer a la industria papelera de Pontevedra —y que ahora se exporta a otras
papeleras como la de Setúbal, la más grande de Europa, según tengo entendido—, tanto el pino como el eucalipto, decía, aportan arboledas a unas tierras y parajes que quizás, de no ser por ellos, estarían ya despoblados de forestas por la avara, desmedida y frecuentemente estúpida acción del Hombre.
Dejé atrás las montañas de troncos y con ellas mis arbóreas reflexiones, saliendo del recinto portuario. La mañana era, en verdad, espléndida. Callejeé por el casco antiguo, recorriendo las freguesias de Santa Maria da Graça y São Julião, adentrándome por sus estrechas callejuelas salpicadas de comercios, desembocando en pequeñas plazuelas solitarias, con sus minúsculas terrazas de tranquilos cafés.
Recorrí los callejones adoquinados, deteniéndome a veces cuando algún escaparate llamaba mi atención, o para sentarme un rato en una pequeña plazoleta, en un banco de piedra bajo un viejo olivo —que me recordó a cierto olivo en otra plazoleta del casco antiguo de Valencia— para tomar algunas notas en mi cuaderno. En ésas estaba
cuando una contera muy próxima a mi mano izquierda me hizo alzar la mirada del papel; al otro extremo del bastón que enfilaba mi mano había un encorvado anciano de barba blanca, arrugado como una pasa, con grueso chaquetón tres cuartos de lana y gorra de paño azul. Me preguntó si era marinheiro. Asentí.
Se sentó a mi lado sin mediar más palabras y, tras compartir unos minutos de cómodo silencio, me contó parte de su historia, desde los fríos caladeros de Terranova hasta las exóticas colonias portuguesas del África, las Américas o el lejano Oriente: Macao, Damán, Goa, Mozambique, Santo Tomé, Guinea, Cabo Verde, Timor… Enlazaba unas historias con otras, a menudo sin finalizarlas, con frecuentes digresiones y un constante velo de nostalgia, añoranza que empañaba sus palabras y su mirada. De vez en cuando me observaba muy fijamente, con aquellos ojillos tan penetrantes, y me daba algún consejo, escueto y lapidario, acerca de los hombres o de la Mar, cuya rotundidad reafirmaba golpeando repetidas veces con la contera de su viejo bastón sobre los adoquines, sus dedos nudosos como el olivo que nos asombraba crispados sobre el puño de madera. Sucedió otro largo silencio durante el cual nuestras miradas se perdieron en el vacío, abstraídos en nuestros pensamientos o surcando nuestros respectivos recuerdos. Luego el anciano se levantó súbitamente, como si todo estuviera ya dicho o no hubiera necesidad de más y, sin mediar más palabras, se fue.
Aún me quedé un buen rato meditando, tomando más notas en mi cuaderno antes de que el olvido las difuminara; y concluí que los jóvenes deberíamos escuchar más a los ancianos y navegar menos por la perniciosa Internet, pues es en ellos en donde se acumula la verdadera sabiduría de la vida. En ellos y en los buenos libros.
Quizás un anciano no sepa abrir una cuenta de correo electrónico o configurarse el Whatsapp en un smartphone —que los hay que sí—; pero alguien que lleva en este mundo ochenta o noventa años —casi un siglo—, o aunque solo sean sesenta, desde luego sabe unas cuantas cosas acerca de la vida, del mundo y de las personas. Son auténticas fuentes de sabiduría que a menudo nos darían gustosos de beber, si quisiésemos escucharlos. Luego recordé que esto, el desdeño hacia los ancianos, era algo que ya criticaba Plinio en su época. O quizás fuera el anterior Heródoto, no lo recuerdo; pero lo he leído hace tiempo en algún clásico. O sea que la cosa viene de largo. Y así nos va. Continué el paseo por las estrechas callejuelas y no pude evitar detenerme para tomar un segundo desayuno. Lo hice en la amplia Praça do Bocage, en la terraza de un café con pastelería propia situado al lado de la iglesia de São Julião. Tres soberbios bollos pasteleros rellenos, un platito de trufas de chocolate, zumo natural y café con Baileys.
La plaza era amplia y soleada, adoquinada, presidida por la vieja iglesia de São Julião, limpia y cuidada, y por el monumento que se alza en su centro. «Cuando me levante miraré en su leyenda a la memoria de quién está dedicado», me dije; pero luego, en mi huida precipitada, olvidé hacerlo. La explanada estaba salpicada de diversos cafés que la animaban, con gente sentada en sus terrazas charlando o leyendo periódicos. Los edificios de alrededor eran casas, bajas y antiguas aunque de buen aspecto, entre las que se abrían las callejuelas que venían a desembocar a la plaza.
La verdad es que podría parecer cualquier plaza de cualquier puerto mediterráneo, pero esta vez se trata de un puerto atlántico. Eso sí, del sur de la vieja Europa, la Europa latina. Y cómo no, con sus inevitables palomas insolentes. Éstas, con su desfachatado atrevimiento, me cercaban como los Pájaros de Hitchcock, llegando a posarse en la silla vacía a mi lado, o incluso sobre la mesa, prestas a intentar acercarse a mi desayuno o a pugnar entre ellas por cualquier resto que pudiera caerme en un descuido.
Lancé un señuelo: dejé caer una miga de pastel entre mis piernas y aguardé inmóvil, paciente como un cazador al acecho. Cuando una paloma se acercó, la atrapé con ambas manos en el momento en que cogía la migaja. La zarandeé un poco y luego la arrojé contra la bandada de sus congéneres que me asediaba, todas alzaron el vuelo alborotadamente.
No sirvió de mucho, apenas tardaron segundos en volver a cercarnos a mi desayuno y a mí; pero resultó divertido. Se acercó a mi mesa una pedigüeña —especie tan inevitable como las palomas— y aunque mi situación financiera está lejos de ser boyante, no pude evitar sentirme un poco culpable por estar estibando semejante desayuno —segundo desayuno, además— y no dar una pequeña limosna. No acostumbro a darla a pedigüeños a menos que hagan algo —tocar la flauta, malabarismos, recitar a Lope de Vega…—; sin embargo esta vez hice una excepción. Saqué el monedero y di a la mujer unas monedas y una sonrisa —confieso que por un momento estuve tentado de darle una paloma—, deseándole Suerte.
Lamentablemente el tintineo de monedas tuvo el mismo efecto de llamada que unas migajas arrojadas a una paloma y poco después me veía obligado a levantarme de la mesa y huir, abriéndome paso entre el enjambre de mendigos que me acosaban con ruegos y plañidos y que sólo Dios sabe de dónde demonios habían salido en un abrir y cerrar de ojos. Fue algo realmente asombroso.
* * *
A bordo del Cabo Cee, en la Mar, en los 43º 48’N 007º57’W
A 16 de abril del 2012. Lunes.
Estoy haciendo mi última guardia a bordo del Cabo Cee. Empezó con algo de actividad; salí a baldear todos los portillos del puente, que estaban llenos de salitre, huella del temporal de estos días pasados. Al acabar de arranchar la manguera me ocupé haciendo un par de cosas más, no del todo necesarias, hasta que ya no hubo nada más que hacer, excepto vigilar el horizonte y las pantallas. Estaba de pie, inmóvil, en el puente, mirando al horizonte, y me sentí algo triste. Por la mañana abandonaré este barco en el que llevo navegando casi medio año, un buen barco al que cogí cariño y en el que fragüé buenas amistades que echaré de menos. Me vine a mi rincón, junto a los portillos del alerón de estribor, y escribo estas notas en mi cuaderno con las últimas luces de este día gris. El cielo es gris, la Mar es gris, la costa es gris. Diversas tonalidades de grises superpuestas, pero todo en completa calma a nuestro alrededor; nada que ver con el temporal de los últimos días, que nos hizo navegar con dificultades a lo largo de la costa lusa, enfrentados a fuertes vientos contrarios entre balances, cabeceos y pantocazos, golpes de mar que levantaban espuma sobre las amuras y olas barriendo las cubiertas. Hubo que moderar máquina y avanzamos trabajosamente a unos escasos cinco nudos de media. Fue como una agradable y entrañable despedida para mí, el único temporal que disfruté durante los meses que navegué el Océano Atlántico a bordo del Cabo Cee. Embarqué el pasado otoño, a éste sucedió el invierno, entró de nuevo la primavera; y durante todo este tiempo navegamos en un océano inusitadamente calmo, pocas veces pasó de fuerza seis en la escala de Beaufort y ni una vez, hasta esta última travesía, nos vimos cogidos por un temporal en estas aguas que tan agitadas y embravecidas suelen estar durante los meses invernales.
Hoy ya no hay viento y las olas, suaves y moduladas, son de mar de fondo. Atardece. Algunos arrastreros regresan a toda máquina a sus puertos. Por el través de estribor va desfilando mi costa favorita, la mía, la que me vio nacer; desde Cabo Prioriño hasta Cabo Ortegal. Agreste, dura, vieja. El verde pincela aquí y allá las escarpadas rocas obscuras, cimando los altos acantilados en cuyo arranque se ve la blanca espuma de las largas olas que baten contra las piedras. Por la amura comienza a destellar el faro del Cabo Ortegal —un solitario destello blanco cada ocho segundos—; más allá, el de la Estaca de Bares —dos destellos cada siete segundos—. Aunque pocos marinos los usamos ya como referencia y guía, sigue habiendo algo especial en los faros. Observarlos me causa una atávica sensación de serenidad y seguridad similar a la que me producen las estrellas. Los faros guían a los navegantes hacia el refugio, les advierten de los peligros que acechan en tierra. Sus sólidas estructuras resisten con firmeza los embates de la Mar embravecida, de esa misma Mar que he visto retorcer aceros de dos pulgadas (cinco centímetros) de espesor, de esa misma Mar que lleva siglos y milenios enviando a barcos y hombres al descanso eterno en el lecho marino.
A medianoche atracaremos en puerto y mañana por la mañana desembarcaré, regresando a ese otro mundo, el de secano, más incierto e irregular, más inhóspito y hostil; intranquilizadoramente impredecible.
Aquí puede visitarse el álbum de fotografías tomadas durante mi embarque en el Cabo Cee.
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