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Umbral, enterrado y contagioso

Francisco Umbral en 1992. Foto: Elisa Cabot

Fue nuestra primera novia juanramoniana en la cosa de los libros y periódicos, vestida de blanco y rosa, de tipografía y verbo, de contraportada y tiempo. Hablo de Francisco Umbral. Más tarde adivinamos su historia, trágica, que lo convirtió en un ser peligrosamente lírico, de lejanías a veces, y siempre tierno a pesar de esa coraza que le vino a prestar Camilo José Cela, su maestro de fuerza. Sus libros de la conquista de Madrid fueron nuestra biblia y nuestro mapa primero en la ciudad donde el DNI se empeña en decir que no fuimos paridos. Su vaivén de reportero todoterreno, su sueldo magro que le mandaba Delibes, su vocación de genialidad entre los elefantes del Gijón, supusieron la mejor forma de conocer un Madrid que dicen que se ha ido pero que, quizá, fuese el más nuestro.

De Umbral se ha escrito hasta la saciedad, y más que escribirán este año, a los diez agostos de su muerte. Los filólogos sesudos aprecian en secreto su aportación al castellano; los novelistas repudian que sea un escritor plenipotenciario en el buen sentido de la palabra escritor. Los poetas lo adoraban, los pintores lo admiraban; siquiera sea porque la música y la imagen debe ir delante de la cosa. Sobre Paco Umbral, insisto, hay mucha literatura pero pocos lectores sagaces. En cualquier caso fue un prosista cuya escritura, y él lo confesaba, consistía en «cortarse lonchas de sí mismo» y en escribir para hallar ese calor negado por su propia biografía. La mayoría se queda en sus columnas, donde se dejó media vida, pero no se atreve a entrar al borbotón de sus libros. Sus libros son retazos de vida y un modo de calmarse el frío entre los ropajes de la prosa. Su teta primera fueron los versos de Juan Ramón, las greguerías de Ramón, los hallazgos de Valle, los periódicos que con retraso llegaban a nuestra Valladolid. Y más tarde, sin formación reglada, Umbral descubriría la maravilla de la tipografía, su nombre entintado –incorrectamente– en los periódicos de la capital de provincia. Se cortó lonchas de sí mismo en su escritura, elevó el yo a una categoría periodística irrenunciable. Por sus vaqueros y sus patillas, por sus gatos, por los ventanales de sus gafas, pasó todo un siglo XX problemático y febril como escribió el gran Santos Discépolo.

"La mayoría se queda en sus columnas, donde se dejó media vida, pero no se atreve a entrar al borbotón de sus libros. Sus libros son retazos de vida y un modo de calmarse el frío entre los ropajes de la prosa."

Mas qué decir del «Nuevo Periodismo» que Umbral encabezó en España. Un tipo de periodismo hecho por un miope confeso y un sordo a su pesar. Lo mismo Paco con la folclórica que Paco en las Fiestas del PCE. Lo mismo Paco en las pastas que daban en el Palacio de Liria que Paco de verbeneo con Ramoncín en los desmontes de Madrid, allá donde crujen las chicharras y dicen los lingüistas que empiezan los acentos del Sur.

Umbral le tomó al cheli el ritmo, y los piernas de Vallecas le dieron lo que nunca le dio la maldita Academia. Y qué más da, pienso, pues a veces la Historia de la Literatura está a las puertas del casón. En los palacios y en las cabañas, que dirían en ‘El Tenorio’.

Umbral, insisto, fue nuestra primera novia y acaso quizá la última. Yo investigué su Madrid concéntrico, sentí su miedo en las pensiones y el florecer del día a la búsqueda del libro y del artículo. Su creación es remembranza de aldea (los libros del pequeño Valladolid) y aprecio de Corte (entendiendo sus libros de Madrid como la escritura sobre la capital, y la capital ese «meollo del cogollo del bollo» que tan bien glosaría cuando se trataba de perfilar la transición y sus gentes).

"Este 28 de agosto se cumplen diez años de la muerte de Umbral, que se fue literalmente dictando su columna a España, su mujer. Con lo que la escena tiene de fervor escritor ante el purgatorio."

Pero hay otro Umbral, que es el Umbral de la crítica literaria. Lector de gran intuición empática, llegó a las entrañas mismas del misterio de Federico García Lorca, casi como si viese el alma del granadí reflejada, clara, en la Fuente del Avellano. Sus aseveraciones sobre escritores pueden resultar gruesas, contundentes, pero nunca les falta razón y nos sirven a muchos como guía exhaustiva de a quiénes -sean o no clásicos- no hay que leer. Que ná, ay, es eterno. Decía Raúl del Pozo que «inventó el idioma de toda una generación» y que «elevó la literatura de encargo a una de las bellas artes». Raúl del Pozo heredaría el ático noble de la contraportada, esa zona del periódico donde el escritor muere y nace diariamente en 400 palabras.

Este 28 de agosto se cumplen diez años de la muerte de Umbral, que se fue literalmente dictando su columna a España, su mujer. Con lo que la escena tiene de fervor escritor ante el purgatorio. Hoy el columnismo viene a ser vertebral de nuevo en los pocos periódicos que van quedando. Y el prestigio de la Literatura en prensa le debe mucho a Umbral.

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