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Un actor es una cosa muy rara

Un actor es una cosa muy rara

Un actor es un representante. Uno que representa y que hace como qué. Uno que no es él.

En España, los más nombrados siempre han sido chicas. Y mundo adelante, pues también. La Redgrave y la Bernhardt, la Rivelles y la Montes, la Velasco y la Belén, la Ponte y la Morgan. O la Penélope y la pequeñita de los Gutiérrez-Caba-Alba, una joven nada envarada que escucha y que deja (como pocos) que su personaje reaccione.

Irene Escolar se llama.

Esta tontería de escuchar y reaccionar es una de las primeras lecciones del libro de actuar, pero actores y actrices pueden muy bien olvidarla y acabar perdidos por el escenario soltando sus trozos de texto como si estuvieran sembrando calabazas: o sea, a troche y moche. Sea texto, pepitas o lo que suelte cada uno. Asistir a una representación en la que los actores, en cambio, se escuchan —y sus personajes reaccionan— es una maravilla.

"Cannes en todo caso dejó fuera a Juan Diego y su infame señorito Iván, uno de los malos mejores y más odiosos, es decir, más entrañables, de toda la Historia del Cine Patrio"

La segunda lección del libro de actuar dice que para hacer un “bueno” basta una cara bonita, pero que para un “malo” se necesita un actor. Por ejemplo, Juan Diego, que levantó al señorito Iván en la peli sobre Los santos inocentes, de Miguel Delibes, hoy mítica. En su día, Los santos inocentes valió a Landa y Rabal la Palma de Oro en Cannes, poca broma. A Rabal, su interpretación le valió también un estruendoso aplauso en el (inmenso) cine Coliseum, de Madrid, lleno hasta la bandera y con todo el público puesto en pie una tarde de sábado cuando, ya al final de la película, pasa lo que pasa y su personaje, el Azarias, hace lo que hace.

Fue fuerte.

Cannes en todo caso dejó fuera a Juan Diego y su infame señorito Iván, uno de los malos mejores y más odiosos, es decir, más entrañables, de toda la Historia del Cine Patrio. En el cine internacional hay un rosario de malos míticos. Jack Nicholson, Christopher Lee, Arnold Schwarzenegger (que después se hizo bueno y ha sido hasta poli de guardería), Lon Chaney, Lino Ventura (un francés que bastaba ponerlo a mirar a la cámara para que a la sala entera se le helara la sangre), Boris Karloff, Mercedes McCambridge (la Emma de Johnny Guitar, una mala más mala que el agua de fregar el piso), Judith Anderson (la señora Danvers de Rebecca, otra mala que te cortaba el resuello), George Sanders (tan malo que al final de su vida sirvió a Walt Disney en persona de modelo para el tigre Shere Khan, nada menos, al que incluso prestó después la voz) y Jack Palance (el malvado y cruel pistolero de negro en Raíces profundas, Shane en inglés). Bueno, y Bette Davis, pero esa es otra historia.

"A ellos (y ellas, como no) debo momentos de una intensidad inusual y tan poco frecuente como los que me han proporcionado las novelas de Robert Louis o las del polaco Korzeniowski"

En fin, que los actores son imprescindibles. A ellos (y ellas, como no) debo momentos de una intensidad inusual y tan poco frecuente como los que me han proporcionado las novelas de Robert Louis, las del polaco Korzeniowski (en realidad, un lituano-ucraniano de Berdichev) o las del genio de Verne, el mejor novelista del XIX (ni Tolstoi ni Flaubert ni Dumas ni Dickens ni nada: todos unos flojos) y con cuya obra, la de Verne, ha cometido el Cine unos desmanes que ni Dios podrá perdonar.

Cuando se inventó el cinematógrafo se decía que el nuevo invento libraría a los actores de la tiranía presencial. O eso cuenta Chaplin en sus (imprescindibles) Memorias: que lo primero que pensó cuando supo de aquel raro invento, aún mucho antes de ver una película, fue que en lo sucesivo bastaría con una sola actuación memorable para echarse a dormir sin la esclavitud de tener que repetir funciones una tras otra, incluso varias en una misma noche.

Pero no.

"Los actores son sacerdotes. Y las actrices, sacerdotisas. Ungidos todos por los dioses, nos ponen a sus fieles en contacto con las fuerzas primigenias"

Lo que hizo el Cine fue desvelar el instante. La magia del instante, es decir, que no hay dos representaciones iguales (afortunadamente). Y que para captar los matices de un montaje teatral es preciso asistir a varios pases. Y no hablo a humo de pajas: yo he visto a Richard Burton diciendo Beckett en el East London. Yo sé de que hablo. Bueno, y a Patrick Stewart, ojo, diciendo Shakespeare en Stratford-upon-Avon. Cierto que yo no era más que un enano cabezón, un chiquillo cuellicorto y orejudo medio British medio Spaniard y que no se enteraba de casi nada, pero la convicción de aquellas legendarias bestias de la interpretación se me clavó en el alma con una intensidad que aún hoy, miles de años después, me conmueve y, en los momentos malos, me consuela.

Los actores son sacerdotes. Y las actrices, sacerdotisas. Ungidos todos por los dioses, nos ponen a sus fieles en contacto con las fuerzas primigenias que originaron la Naturaleza y, en resumidas cuentas, la Eternidad.

Si no hubiera actores habría que inventarlos.

Y no sé si seríamos capaces.

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