Cuando recibas esta misiva quizá estaré pagando la moneda acordada al barquero Caronte o cruzada ya la laguna Estigia, dando cuenta de mi vida a los Dioses Infernales. Quizá me pregunte por ti la dulce Perséfone, movida por la curiosidad de mi fama o quizá ya sepan que fuiste tú, ingrato amante, el causante de mi muerte.
El dolor de tu partida hundió como un cuchillo sus funestas raíces en mí, partió mi corazón en mil pedazos como un ánfora caída de torpes manos e inundó mi pecho de quejumbrosas lágrimas. Decías que tu destino era heroico, que estaban movidos los hilos de tu vida por los propios Inmortales, decías que no había lugar en ella para una mujer. Y hoy, mis navíos traen tristes noticias a mis oídos. Te has casado, oh ingrato, has fundado tu propia patria, consagrándola con matrimonios sagrados, y te has olvidado de la pobre Elisa.
Yo, que soy una reina, una mujer orgullosa, valiente y astuta, lloro como una chiquilla enamorada por tu causa. Ya no puedo más, he sufrido, he luchado cual valiente guerrera, he sido incluso más aguerrida que la mítica Hipólita, he conseguido crear un vasto imperio, he huido de la miseria, de la muerte y del incesto traicionero. He sobrevivido a mis padres y a mi marido, he llorado las muertes de tantos y de todo he salido fortalecida. Pero hoy declaro mi derrota, mi corazón se ha petrificado y la vida que tan injusta ha sido conmigo se cobra esta nueva víctima.
¡Oh, muerte! Recíbeme entre tus consoladoras manos. Tánatos, envuélveme con tus amorosos brazos y deposítame junto a la pira. Y allí que el alado Hermes conduzca con su cayado mi cansada alma hacia la barca, y cruzada ya la Laguna, me reciba mi amado Siqueo.
Mientras te escribo estas letras, llegan a mi mente los recuerdos de mi pasado. Mi amado Siqueo, del que tanto te hablé. Quizás te amé más a ti que a él, pero los dos sois caras de una misma moneda llamada amor. A Siqueo me vi obligada a amarlo y a ti te amé en libertad. Mi obligación con él nació en mi regia cuna, pues ambos estábamos unidos por la tradición con los indisolubles lazos de un matrimonio sagrado, yo como reina de Tiro, él como sacerdote del dios Melqart. Contigo fue diferente, quizá fue tu madre la que compadecida por mi aciago pasado mandó a tu hermanastro lanzarme las flechas de la pasión, quizá fui simplemente cebo de otra broma de los macabros Inmortales.
Aún recuerdo el día que recalaste en mis costas y te vi por primera vez. Cuando llegaste a mi presencia en el salón del trono, parecías un vagabundo, un pobre hombre, un exiliado cualquiera, nadie podría decir entonces que eras un príncipe. Ahora me río aciagamente y grito desconsolada ante la efigie de Astarté: ¡ojalá no te hubiera conocido nunca, Eneas, príncipe troyano, ¡ojalá no hubieras inoculado en mi corazón este veneno!
Príncipe Troyano, ni más ni menos. Me contabas tu huida de Troya junto a tu padre Anquises y tu hijo Ascanio, mientras yo recorría nerviosa el salón de una a otra esquina. Disimulé bien el rubor de mis mejillas, que se encendían ante tu presencia. Os hablé con aplomo, como mi posición requería, pero tú, desvergonzado, te saltaste pronto todas las convenciones de mi privilegio y me hablaste de mi hermosura, de mi bondad, de mi fama, ablandaste mi corazón, soltaste mis reticencias y me hiciste caer en una espiral de perdición que me traen hoy ante esta daga fiel. Sí, has leído bien: daga fiel. Te escribo mientras hundida en mi vientre va haciendo efecto su tortura. Mil aguijones siento y un dolor insoportable me inunda las entrañas, pero es un dolor llevadero, casi placentero, más que aquel que me produjo tu partida.
Eneas, soy reina y fui una mujer fuerte y decidida, capaz de hacer tambalear los cimientos de uno de los reinos más importantes del Mediterráneo. Cuando nada tenía, fundé esta ciudad que mañana llorará mi muerte. Con sólo una piel de toro, tributo del Consejo, como escarnio a mi condición de mujer. Pero ¡ay de aquellos ancianos!, que creyeron que de mi sexo no eran propias las más astutas tretas, ¡qué habrá sido de ellos! Seguro, muertos me esperan ya en el Hades, para recordar eternamente el precio que pagaron por su afrenta. Con una piel de toro fundarás tu ciudad, me dijeron, a mí, a la reina Dido, Elisa de Tiro. La reina que pudo escapar de las despiadadas garras de un hermano homicida, incestuoso, ávaro y cruel. La reina que vació las arcas de la ciudad y se llevó consigo los más valiosos navíos y conjuró para partir a los nobles. La reina que, sin un plan ni un destino definido, como el tuyo, surcó los mares en pos de una nueva patria. Y sí, de la piel de toro fundé mi ciudad, ésta que huele a mirra y a sal. Construí este palacio y este puerto donde pronto se celebrarán mis exequias.
¡Ay de mí, pobre desdichada! Sí, me compadezco y no debería, yo una mujer tan grande decido morir por un amor imposible. Por la sombra de una pasión consumida, por el miedo a nuevos matrimonios y por el recuerdo de un hombre ingrato. Cuántos me advirtieron de tus intenciones, a cuántos no hice caso, consumida por las ascuas incandescentes de un amor tan salvaje.
Aún siento en mis manos la suavidad de tu piel curtida por el sol y por la sal. Tu mirada penetrante y del mismo color que aquel mar que te trajo a mis murallas. Tu pelo ensortijado y del color del trigo y las sensuales palabras que profería tu boca falaz. Cuánto amor nos brindamos recostados frente al vasto Mediterráneo, cuántos besos nos dimos, cuántas falsas promesas nos hicimos, cuántas noches dormidas el uno en los brazos del otro, cuánta ternura en tus ademanes y cuánta pasión en tus ojos. Esos recuerdos me azuzan, me pinchan, se clavan en mi alma y lloro. Las lágrimas recorren mis mejillas, espero que leyendo esta carta sientas el dolor que me invade, los quejidos que imperceptibles ya salen de mi pecho. La sangre comienza a brotar, me queda poco. Espero que mi muerte te ronde, que no puedas apartar de tu cabeza el dolor que me has provocado, dejas huérfana a mi patria, su madre se marchita consumida por tu inconsciente huida.
Sí, huida, cobarde, que no partida, porque lo hiciste agazapado en el negro manto de la noche, mientras Morfeo me mecía en sus tiernos brazos, susurrándome preciosas historias de amor. Mientras el palacio dormitaba, tú malvado aprovechaste para robar un barco y partir de las costas que tanto te habían ofrecido, dejando sin mirar atrás a esta pobre desdichada.
Ya no hay vuelta atrás, nos veremos en el Hades, querido. Allí podré acariciar tu alma eternamente. Hoy eres de otra mujer, hueles otros perfumes, acaricias otros pechos y besas otros labios, pero pronto la muerte te acogerá también a ti entre sus brazos. La diosa, que se compadece de amores no correspondidos, te llevará junto a mí, para que yo pueda cobrar las promesas que me hiciste. Pero aun teniendo mi prometida venganza donde los dioses infernales habitan, debo maldecir tu estirpe.
Mientras escribo estas últimas palabras, cojo con nueva pluma un poco de la sangre que brota de mi vientre. Las artes mágicas, como sabes, no me son desconocidas. Mi venganza será cruel Eneas, espero que tus huesos sientan escalofríos cuando leas esta carta, cuando tus ojos recorran las últimas grafías de mi misiva, escrita con la sangre de mis entrañas. En mi tumba meterán una tablilla escrita con esta misma sangre y con éstas, mis últimas palabras:
Yo te maldigo, Eneas, a ti y a tu funesta estirpe. Y juro por mi regio linaje, por mi casa y por este cuerpo casi exánime que mi alma no descansará hasta que tu raza vea tambalear sus pilares. No seré yo quien se vengue, pues las fuerzas comienzan a abandonarme. La descendencia de mi sangre traerá la destrucción a los tuyos, mis barcos surcarán el mediterráneo y fundarán colonias, aunando las fuerzas necesarias para borrar las huellas de tu nombre. Desaparecerás, Eneas, te abandonará la fama, aquella inmortalidad prometida por los dioses, causa por la que dejaste a la triste y ya moribunda Elisa.
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Escipión estaba de pie en medio de su tienda, mientras leía el manuscrito que había pasado generación tras generación en su familia, y un escalofrío recorría su cuerpo. Pensaba en cómo iba a enfrentar la arenga a sus tropas, cómo se iba a presentar ante ellas, sabiendo la maldición que pendía sobre su pueblo. Comenzó a armar su discurso, mientras el escriba redactaba pulcramente un pergamino recién pulido. Él era el único conocedor de la maldición de Elisa, pero no iba a dejarse influir por una superstición irracional, un miedo infantil derivado de las palabras ensangrentadas de una mujer despechada.
No, la batalla estaba a punto de comenzar y él era el único que podía cambiar la historia de Roma, él era el único que podía romper con esa maldición. Se irguió, sacó pecho, llamó a su esclavo, le pidió que lo armara y una vez presto, salió altivo de su tienda, montó a caballo y se presentó ante sus topas.
Allí en Zama, Escipión, ante la primera línea de batalla, comenzó un discurso que cambiaría un futuro escrito con sangre de mujer, elevando la fama de Roma y haciendo perecer al ejército Cartaginés y a los descendientes consanguíneos de la reina Elisa.
Todo esto me contó el lugarteniente de Escipión Cayo Lelio y me dio el manuscrito que yo transcribo aquí, para que el tiempo no borre las huellas de las hazañas de Escipión, que fue capaz de deshacer una maldición escrita con sangre de mujer. Y es sabido que todavía hoy el alma de Elisa sigue vagando por las yermas tierras de Cartago, hundidas bajo la cal que nosotros los romanos sembramos para que nunca nada volviera a florecer de aquellos fructíferos campos. Y aún en las noches serenas sus desconsolados llantos se escuchan, y sigue profiriendo palabras contra el ingrato Eneas. Tal vez nunca vea cumplidos sus deseos y su alma eternamente errante vague pidiendo una venganza que ya nunca llegará….
Cayo Mucio Papirio
SPQR Annalista
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