Alrededores de Burdeos, verano de 1894. El pintor simbolista francés Odilon Redon (1840-1916) llega al castillo de Pantenac con el encargo de pintar tres grandes óleos para decorar el comedor. Su propietario, el banquero Levy, acaba de adquirir el inmueble en pública subasta instada por los acreedores de los marqueses, dueños del castillo desde el reinado de Francisco I de Francia. Levy desea que Redon retrate a las tres mujeres más seductoras de la Biblia: Betsabé, Judit y Salomé. En Pantenac, Redon conocerá a Ainhoa Levy, esposa del banquero y pionera de la fotografía, quien pide al pintor que le permita fotografiarlo mientras trabaja en los tres óleos, al objeto de documentar el proceso creativo. Entre ambos se fragua una amistad que Redon, en cartas dirigidas a sus amigos Paul Gauguin y Stephane Mallarmé, no dudará en calificar de «comunión artística».
Zenda reproduce las primeras páginas de la novela de Ricardo Lladosa, Un amor de Redon.
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Seguí al señor Legrand a través de los corredores del castillo hasta llegar a lo que más tarde pude comprobar que era el torreón norte –¿debo confesar al comienzo de este relato mi escaso sentido de la orientación?–. Legrand dejó sobre la cama mi equipaje de mano y me dijo: «Estamos a su entera disposición para lo que desee, señor Redon», pero presentí que ni su tono ni su rictus eran sinceros. Hablaba como si repitiera una fórmula aprendida y sus sentimientos fueran opuestos a dicha fórmula, fruto de la más exquisita hipocresía aristocrática.
De cualquier modo, quedarme al fin solo fue un alivio. Necesitaba poner mis ideas en orden tras los acontecimientos de esa mañana, que ahora se agolpaban en mi mente. Sin embargo, mi primer acto fue evadirme por completo de la realidad, observar el mobiliario de la alcoba que me habían asignado.
Al estrecharme la mano para despedirse, el señor Lévy me dijo que se había tomado la libertad de prepararme un aposento, por si el trabajo me obligaba a pernoctar en el castillo. «Aunque, por supuesto, esto último lo dejo a su elección. Si lo desea, pongo a su servicio mis carruajes, que lo llevarán a Peyrelabade tras el almuerzo.» En este sentido, Lévy se mostró cortés, ¿a quién le apetece recorrer quince kilómetros cada mañana y cada tarde? El traqueteo, la canícula, el polvo del camino resultan difícilmente soportables en verano. De hecho, mi primer acto al cerrarse la puerta fue aflojarme la corbata y abrir de par en par los ventanucos de la alcoba para que la estancia se aireara y perdiera el olor a cerrado: ese olor rancio, centenario, casi bíblico que embargaba aquel lugar perdido en medio del campo.
¿Cómo y por dónde empezar la narración? Durante una época de mi vida fantaseé con ser escritor. Fueron los años de mi juventud en Burdeos, cuando mi querido amigo Armand Clavaud me descubrió a Baudelaire, a Poe y a Flaubert. Él era botánico, pero con sus escasos ingresos adquiría soberbios volúmenes que se convertían en los grandes tesoros de su biblioteca, como esas magníficas ediciones de epopeyas hindúes: el Ramayana, el Mahabarata… Pobre Clavaud, cómo lo echo de menos. Hace ya cuatro años de su muerte y cada vez que voy a Burdeos me acuerdo de nuestras veladas. Yo por entonces era un joven apasionado y quizá algo grandilocuente; idealista, debería decir. Él me escuchaba sin desmayo, con los labios descansando en la punta de sus dedos índices. Tan sólo en alguna ocasión se le escapaba una sonrisa imperceptible. Por aquel entonces, pensaba que le divertían mis ocurrencias. Ahora comprendo que aquellas sonrisas no estaban exentas de ironía. ¿Seguiría siendo yo tan apasionado como lo era entonces?, me pregunté mientras sacaba del equipaje de mano los libros que siempre me acompañan: Las flores del mal, La tentación de san Antonio, las Narraciones extraordinarias de Edgar Poe traducidas por Baudelaire, la Herodías de mi querido Mallarmé…
«Si metes más libros, no te van a caber los pantalones», me dijo Camille al alba. Justo después me anunciaron que el carruaje de los Lévy esperaba ya en la puerta de Peyrelabade.
Los quince kilómetros –o las tres leguas, como dijo el cochero– se me habían hecho interminables. El Médoc era una región infinita. El océano, que antaño ocupaba los espacios desiertos, dejó en la aridez de los suelos arenosos un soplo de abandono, de abstracción. De tramo en tramo, un conjunto de pinos emitía un continuo y triste susurro rodeando y dibujando una aldea, o algún redil de ovejas. En lontananza se divisaban bellos álamos solitarios, el hierro pesado de las vías del tren. Ese susurro de los pinos bajo el viento que venía de alta mar deshaciendo el silencio extremo de los brezales que bordeaban el gran río Garona, a cuyos lados se extendían viñedos infinitos. El vino en esta región era como un licor de vida, dominaba las esperanzas de los campesinos. Era uno de los fermentos del espíritu francés; era también el licor del sueño, que exaltaba hasta la mansedumbre. Y cuando se llegaba hasta el mar, frente a alfombras de arena anchas y movedizas que formaban dunas desmoronadas, se divisaban algunos bañistas: seres que parecían irreales en la lejanía, en medio de un país sin vida y sin cultura, medio muerto y salvaje, confinado todo él al océano. El Atlántico, con su pertinaz estruendo, sostenía propuestas extrañas. Las voces del infinito estaban frente a todos nosotros. Apenas se divisaba vida humana. Sobre el horizonte marino, ni un solo buque. Tan sólo alguna vela medio oculta, como los escasos bañistas. Y yo me decía: pintor, ve a ver el mar; verás las maravillas del color y de la luz, el cielo fulgurante. Sentirás la poesía de la arena, el encanto del aire: regresarás a casa más fuerte y repleto de grandes acentos…
Más allá del mar, entre los viñedos infinitos, a la sombra de álamos o robles solitarios había también angostos caminos por los que debían pasar los carruajes. Conducían hasta pulcras mansiones, como el castillo de Pantenac… Pero ya es hora de que explique, desde el principio, por qué había ido a parar allí.
Todo comenzó en el salón de la casa de mi querido Mallarmé, en el número 87 de la parisina calle de Roma. Era un martes de comienzos de primavera, a medianoche. Lo recuerdo perfectamente. El humo denso del tabaco nublaba nuestras caras en el pequeño comedor atestado de obras de arte de todos los presentes, incluido yo mismo. Si no recuerdo mal, aquella noche estábamos allí el crítico Mauclair; los escritores Pierre Louÿs, Catulle Mendès, Joris-Karl Huysmans, Édouard Dujardin y André Gide; los pintores Auguste Renoir, James Whistler, Paul Gauguin y yo mismo; el músico Claude Debussy… Pero fue el poeta Paul Verlaine quien nos anunció la visita de un joven de Burdeos, un muchacho encantador que se había presentado en la pensión de mala muerte donde vivía para confesarle su íntimo deseo de conocernos a todos.
—Lo normal es que mande a paseo a este tipo de jóvenes –afirmó Verlaine–, pero Lucien Lévy es un tipo especial, un muchacho distinto… –Se hizo el silencio.
—Tenga usted cuidado, Verlaine, no vaya a pasarle como con aquel joven que se marchó a las colonias…
Mallarmé se había permitido el lujo de ironizar sobre el malogrado Rimbaud. Hubo alguna risita sorda, que se perdió entre los cuadros y las esculturas mientras Geneviève –la hija del anfitrión– servía absenta a los tertulianos con expresión de matizado disgusto.
—¿Qué le hace pensar tal cosa? –respondió Verlaine, y soltó una risotada antes de vaciar nuevamente el vaso de licor.
El caso es que Lucien se presentó a continuación, como si todo estuviera previsto de antemano. Portaba en su mano derecha una caja de botellas adornadas con lazos, que regaló a los presentes –fue el primero de sus muchos regalos–. En aquella ocasión, se trataba de su bebida preferida: el vino Mariani con extracto de cocaína, recomendado por su santidad el papa León XIII como bebida medicinal y reconstituyente. Verlaine estalló en una nueva carcajada mientras palmeaba la espalda del joven.
¿Qué puedo decir de Lucien? Era, en efecto, un muchacho encantador. ¿Sería su pelo rubio encrespado? ¿Serían los ojos azules? ¿O quizá ese fulgor que sólo confiere la juventud? Ese fulgor, sí, que nos hacía perdonar la mediocridad de sus versos.
Era el hijo único de David Lévy, un afamado banquero de Burdeos. Las jóvenes más bellas de Aquitania lo pretendían en matrimonio, le mandaban cartas. Pero él no respondía ninguna, o si lo hacía era para divertirse un rato con las pobres criaturas, para hacerles concebir esperanzas que más tarde se disolvían porque los padres de las doncellas interceptaban poemas de contenido lujurioso o escatológico que les enviaba el rico heredero.
El caso era que deseaba ser poeta, marcharse a París y vivir la bohemia; levantarse por la noche y acostarse por la mañana; beber vino, absenta, láudano. Aspiraba el pobre a convertirse en una celebridad de la poesía. Por eso ansiaba conocernos. Y lo reconocía sin ambages, ante la sorpresa de los presentes. Recuerdo perfectamente que Mallarmé no sabía qué decir, con su botella de vino entre las manos. Pero no hacía falta decir nada, porque era Lucien quien hablaba, quien nos preguntaba y adulaba. A mí, en concreto, me cogió en un aparte y me manifestó su devoción. Ardía en deseos de conocer a Odilon Redon –me dijo– desde que leyó A contrapelo, la novela de Huysmans donde se describían mis grabados. «Esa araña con cabeza de hombre de su carboncillo –me dijo– todavía aparece en mis pesadillas…». Y tuve la impresión de que sus palabras eran sibilinamente falsas, que la araña en cuestión nunca había aparecido en sus pesadillas y lo decía únicamente para caerme bien. Pero en el caso de Lucien esa impresión era siempre sutil, incierta. No es que yo desee ser halagado, no era ésa la cuestión, mi vanidad a día de hoy está más que cubierta. Lo que me interesaba de su tono era esa indefinición, esa imposibilidad de saber si era o no sincero… Porque, al fin y al cabo, ¿qué buscaba un rico como él de nosotros, que andábamos siempre justos de dinero? No parecía un mecenas, ni un coleccionista de arte, y su mediocridad literaria no le permitía en modo alguno codearse con el resto de literatos del salón. Entonces, ¿qué buscaba? ¿Tal vez sólo ser admirado? Si tal era su propósito, era un ingenuo y, sin embargo, no lo parecía. En fin, tuve la impresión de que el personaje iba a interesarme por ese motivo: porque no podía terminar de comprenderlo.
Y tampoco llegué a entender cómo no fue él a buscarme a la estación de Burdeos cuando llegué allí procedente de París. Me encontré, en cambio, al cochero de los Lévy esperándome en el andén, con instrucciones de conducirme hasta el castillo de Pantenac, en el Médoc, a tres leguas, o a catorce, o a quince kilómetros de Peyrelabade, donde me esperaba mi mujer, Camille, que había llegado allí hacía una semana.
El cochero no me dijo su nombre, era un tartamudo con sombrero hongo que fumaba en pipa mientras sostenía las riendas con solemnidad, hasta que paró frente al castillo, junto a una hilera de castaños centenarios que ocultaban los viñedos infinitos. Las hileras de vides seguían el curso de las suaves colinas que se prodigaban ante nosotros.
«Pantenac», dijo el cochero sin ganas, y vi salir por la puerta al señor Legrand con su levita negra perfectamente planchada. «Usted debe de ser el señor Odilon Redon, ¿me equivoco?» «No se equivoca. Deseaba ver al señor Lucien Lévy, si no es inconveniente…» Hablé con seriedad y un punto de ironía, pero Legrand, o no entendió mi tono de reproche, o le resultó indiferente, porque contestó con neutralidad, sin excusarse en nombre del aludido. «El señorito Lucien no se encuentra aquí, le recibirá su padre: el señor Lévy.» Y en esas últimas palabras sí note un claro reproche, pero tan matizado que resultaría imposible detectarlo para alguien que no supiera de dónde provenía. «Muy bien, de acuerdo», concedí, y me senté en una butaca de terciopelo del zaguán.
Pero no había concluido mi relato, el motivo por el cual me hallaba en aquel lugar: la casa familiar del poeta que nos había presentado Verlaine aquella primavera en el salón de Mallarmé. Después de la primera velada, Lucien se hizo asiduo del salón. Venía todos los martes y también nos lo encontrábamos en los cafés de noche –pues durante el día dormía sus borracheras–. Al atardecer salía de su lujoso hotel con varios pliegos de papel emborronados, repletos de tachaduras, y nos leía el insatisfactorio resultado, que nosotros escuchábamos con deferencia –debo confesarlo– pues sabíamos que, a continuación, iba a insistir en abonar la ronda. «Dejen, por favor, a mí me sobra el dinero…», solía decir cuando alguien hacía el amago de pagar.
Marie, la otra hija de Mallarmé, se alegró de que aquella noche no apareciera Verlaine por el apartamento de la calle de Roma. «Tiene un olor muy fuerte…», solía susurrar la chiquilla. Era ya verano, sería quizá el 10 de julio. Recuerdo que la viuda de Manet, la pintora Berthe Morisot –que fallecería unos meses más tarde–, hablaba con el crítico Mauclair cuando el joven Lévy se nos acercó.
—Redon, quisiera hacerle una propuesta… Ruego me disculpe si no es de su agrado…
—Adelante, el mejor modo de saberlo es que me la explique –le respondí con sorna.
—Verá, mi padre está decorando su nuevo castillo. Hasta hace poco vivía en la ciudad de Burdeos, donde usted nació, si no me equivoco…
—No se equivoca, continúe, por favor.
—Verá, mi padre adquirió el castillo en una subasta instada por los acreedores del marqués de Pantenac, cuya familia había sido propietaria del lugar desde el siglo xvi. Y aunque ha comprado también el mobiliario, desearía decorar el lugar a su gusto, con obras de grandes artistas actuales.
—Entiendo…
—El caso es que le ha pedido tres grandes óleos de tema bíblico al gran Gustave Moreau, pero debido a su avanzada edad el maestro ha declinado el encargo.
—Comprendo…
—Usted es de Burdeos y pasa los veranos junto a la señora Redon y a su hijo en una propiedad familiar próxima a esta ciudad: Peyrelabade, si no me equivoco. Pantenac está a tan sólo tres leguas. Podría ir usted a pintar al castillo por las mañanas y nuestros carruajes lo llevarían de vuelta a su casa después de mediodía. Yo residiré allí durante el mes de agosto. Mi padre estaría dispuesto a pagarle cinco mil francos.
—Entiendo… –afirmé de nuevo. El enunciado de la cantidad me había dejado helado. Noté el embarazo en el rostro del joven al ver mi expresión de fingida indiferencia. Probablemente, él también habría sido el emisario de su padre en el fallido encargo a Moreau y ahora temía recibir una segunda negativa.
—Le he oído decir que últimamente está usted más interesado por el color y por la pintura, tras alcanzar la maestría en el grabado y la litografía…
Trataba de adularme para evitar mi rechazo, y sonrió esperanzado al oírme.
—Le agradezco su oferta. Sin duda, resulta interesante… pero debo consultarla con la señora Redon.
—Por supuesto, amigo mío, ¡no faltaba más! ¿Qué le parece si nos tomamos una copita de Mariani?
Los ojos de Lucien eran los de un joven alcohólico. Yo decliné la invitación, nunca me ha gustado perturbar mis sentidos, a diferencia de otros amigos escritores o pintores. Así que le dije que con mucho gusto le acompañaba, pero que bebiera él solo, a la salud de los dos. No puso reparo a mis palabras y agotó el vasito de vino antes de sacar de la levita uno de sus pliegos de papel, que contenían el poema «La muerte de Sardanápalo», escrito la noche anterior, en estado de embriaguez, para así acceder a ese estadio de la realidad y del arte más allá de nuestra percepción…
Todavía recuerdo el disgusto en la cara de Mallarmé, quien miraba de reojo a la señora Morisot tratando de averiguar el grado de su aburrimiento. El poema era una vulgar copia del de Lord Byron sobre el mismo tema, pero al poco de terminar la declamación de aquellos folios con manchurrones de vino y de tinta, un criado de color de Lucien entró en el apartamento de la calle de Roma con una gran cubitera repleta del mejor champán de Reims e hizo que todos olvidáramos a Sardanápalo.
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Autor: Ricardo Lladosa. Título: Un amor de Redon. Editorial: Fórcola. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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