Hay quien dice que los escritores se dedican al oficio literario porque piensan en la muerte con frecuencia; conscientes de su insignificancia y finitud, procuran dejar huella de sí mismos en alguna parte. Y si en sus vidas no hay nada memorable que narrar, se inventan una buena historia u observan su entorno, por si pudiesen encontrar algo que, al escribirlo, los convirtiese en inmortales. Creo que hay algo de cierto en esta afirmación, al menos en mi caso: desde niña, he sido muy consciente de que mi tiempo era limitado. La muerte no me asusta, aunque suponga un inenarrable y doloroso fastidio perderse el fin de tantas historias: ¿qué será de mi hijo, de mis amigos, de aquel bosque que habíamos decidido salvar? ¿Y del tigre de Sumatra y del oso hormiguero? ¿Dejarán de estar algún día en peligro de extinción?
Sin embargo, mientras la muerte no nos estruja en un largo abrazo hasta convertirnos en polvo, los escritores nos deleitamos con asuntos más prosaicos: las listas de los libros más vendidos el año anterior, la de los más firmados en Sant Jordi o la de los que serán más exitosos en el próximo encuentro de la Feria de Madrid. Sabemos que son listas, nada más. Parciales y limitadas, pues no acogen todos los parámetros completos de rentabilidad real, pero funcionan como termómetro de resultados. Y es que el oficio de escribir, aunque implique un trabajo intelectual, manual y medible, no reporta casi nunca beneficios acordes al esfuerzo realizado. Cuántos autores han dedicado meses, y años, a una novela que ni fu ni fa, ni frío ni calor. Tal vez sea culpa de ellos, carentes de talento, o del público, todavía no preparado, o aburrido, ante un trabajo como el suyo.
Pero ah, los que triunfan. Los que venden y firman, y que constan entre los 10 primeros del momento, suelen recibir críticas. Que si esto ha sido por la costosísima promoción de la editorial o por obra y gracia de sus vídeos de Instagram; que si no sabe escribir, que es que se lo escriben. Que si está ahí porque se dedica a la novela romántica y lo compran las marujas o bien porque escribe autoayuda y lo compran los infelices, que son muchos.
He observado que casi siempre critica de forma más feroz quien también se dedica de forma más o menos amateur al oficio. La mayoría de los comentarios me llevan al bostezo, pues nada hay más torpe y vulgar que la envidia y la pretensión de soliviantar a las masas con argumentos retorcidos y tendenciosos. Me parece interesantísimo, en cambio, analizar estas listas desde otro punto de vista, que es el de la temática: no sé si se han fijado, pero los libros de autoayuda desbordan las ventas y van más o menos a la par que los de novela negra, en los que hasta tratándose del más amigable cozy noir suele morir alguien. ¿Será que mientras salvamos nuestras propias almas pensamos en cómo liquidar las de los otros?
El autor Joël Dicker arrasó en Sant Jordi en castellano y en catalán, aunque en ambos casos se quedó en el puesto número dos de ventas. Una amiga mía, ginebrina y que reside en la misma ciudad que el escritor, me ha hablado de Dicker: no le convence como escribe, pues cree que lo hace con estilo americano. Ella no es escritora, ni tiene intención ni ánimo para ello, pero sí lee mucho. Su queja, ante un autor patrio tan exitoso, me ha recordado el desdén con el que muchos autores españoles son tratados aquí mientras, de forma sorprendente, triunfan en el extranjero. En honor a mi amiga, y solo por enredar, he leído lo último de Dicker y tengo que decir que me ha encantado su «animal salvaje». Tal vez el suizo no despliegue filigranas poéticas en su narrativa, pero ¿para qué, si su discurso es efectivo y sus personajes tiene vida propia? Bravo por Dicker y por todos aquellos que, conscientes de que jamás estarán en esas listas, no dejan de escribir, como si tuviesen dentro su propio animal salvaje.
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