No se puede ser un gran lector sin haber leído a los clásicos. Nadie lo pone en duda. Por eso no se puede presumir de ser un buen lector, o lectora, sin haber leído a Jane Austen.
Y lo mismo podemos, lo mismo debemos decir para ser justos, de Orgullo y prejuicio. De Sentido y sensibilidad. De Persuasión. Tres de las novelas más logradas de Jane Austen.
Porque Jane Austen es un referente, de la misma forma en que lo son Kafka y Melville, Proust y Clarín. Una autora que ha roto un techo de cristal: el del canon de la literatura occidental. Incluso un crítico tan discutido como Harold Bloom, que en 1994 solo prestó atención a tres mujeres en su famosa lista de 26 imprescindibles de la cultura de Occidente, no se olvidó de incluir a Jane Austen. Entre tantos “varones blancos muertos”, eso le reprocharon, brillaba el talento femenino de Virginia Woolf, de Emily Dickinson, y de la escritora de la gentry y de la Inglaterra georgiana, una autora que trasciende a las tramas matrimoniales y a los escenarios costumbristas de sus novelas.
No vamos a descubrir a Jane Austen a estas alturas del siglo XXI. Pero como ocurrió en 2021 con Emilia Pardo Bazán en el centenario de su muerte, este 2025, cuando se cumplen 250 años de su nacimiento en una rectoría de Hampshire, es un buen momento para despojar a su literatura de algunos prejuicios.
El primero de esos prejuicios es el que ha llevado a muchas lectoras —porque la mayor parte de quienes leen a Jane Austen son mujeres— a pensar que los argumentos de los que habla la escritora en sus novelas sobre la campiña inglesa se basan en su vida personal. Y Jane Austen no tuvo una vida apasionante. Aunque haya biógrafos, como su sobrino James Edward Austen-Leigh, que muy pronto escarbaron en algún amor juvenil, en algún compromiso matrimonial frustrado para encontrar el origen de sus historias, hay que dejar claro que la vida sentimental de la autora no tuvo la relevancia ni el interés de sus novelas.
Austen era la hija de un clérigo anglicano. Nació en una rectoría y fue la séptima de ocho hermanos. Creció rodeada de los libros de la biblioteca de su padre. Nunca se casó. Tampoco pareció echar de menos el matrimonio, ni lo persiguió ofuscada, como revela la correspondencia de “importantes naderías” que mantuvo con su hermana Cassandra. Leyó mucho. Novelas, sobre todo, algo que por entonces no estaba del todo bien visto. Y por eso no firmó con su nombre sus primeras narraciones.
Escribió menos de lo que le hubiera gustado. Vivió pocos años. Y tuvo una existencia convencional, monótona, ¿aburrida?, quizá. Una vida cómoda cuando por fin encontró cierta estabilidad económica en la casa que compartió con su madre y su hermana en Chawton, donde escribió sus últimas novelas en una humilde mesa que todavía se conserva y donde apenas cabría un juego de tacitas de té si la usáramos para eso.
Para tomar el té.
Jane Austen fabulaba, inventaba, imaginaba, observaba, y aprovechaba muy bien sus lecturas. Nunca fue una heroína. No fue una Elizabeth Bennet, enamorada de un hombre orgulloso y malhumorado, pero con un fondo noble, ni una Anne Elliot, arrepentida por haber dejado atrás al amor de su vida. Fue —como ha escrito una de sus grandes biógrafas, Claire Tomalin— más observadora que protagonista del tipo de vida que reflejó en sus novelas. También pueden leer otra biografía de referencia, como Jane Austen en la intimidad, de Lucy Worsley, para darse cuenta de hasta qué punto en las tramas de la escritora inglesa hay más imaginación que realidad.
El segundo de los prejuicios que pesan sobre la literatura de Jane Austen es el que aleja a muchos hombres de su lectura porque piensan que solo escribió historias sentimentales, novelas de amor, «cosas de mujeres» en escenarios elegantes del periodo de la Regencia. Lo que se están perdiendo. Por eso, acercar a los hombres a los libros de la escritora es uno de los objetivos que se ha marcado para este año el Jane Austen Center de Bath.
Yo no soy un «devoto» de Jane Austen, ni pertenezco a ninguna secta austenita por aconsejar su lectura. Solo digo que existe un sesgo sexista a la hora de elegir sus novelas en la biblioteca o en las librerías que no sufren otros clásicos varones. Y sé que algunos de los lectores masculinos que me niegan la mayor —que a Jane Austen la leen sobre todo las mujeres— jamás han abierto un libro de ella ni lo harán, porque en el fondo la desprecian como autora. Porque no se la toman en serio.
Es verdad que ha habido grandes autores varones que defendieron muy pronto la literatura de Austen. Desde su contemporáneo Walter Scott, a Rudyard Kipling, Churchill o Nabokov. También hubo otros, como Mark Twain, que la detestaban. Una biblioteca era perfecta, aseguraba el autor de Las aventuras de Tom Sawyer, cuando no tenía ninguna obra de Austen en sus estanterías. Y alguna mujer, como Charlotte Brontë, llegó a comparar su literatura con un jardín limpio y ordenado donde la vegetación nunca rebasa los bordes.
Pero el boom que ha experimentado su lectura en las últimas décadas es, ante todo, femenino.
También sé que habrá quien se enfade, quizá porque se sienta aludido, cuando insista en esta frase: la mayoría de los hombres que leen no leen a Jane Austen. De hecho, se puede decir que la mayoría de los hombres que leen, en general, no leen a mujeres, en particular.
En el Reino Unido, la patria de la autora, el país que describe en sus novelas, y donde más se la lee, con diferencia, la profesora del King’s College Mary Ann Sieghart encargó un estudio a la consultora Nielsen que está en la base de su ensayo La brecha de autoridad, publicado en 2021. Y el estudio, que habla de lo reacios que somos a aceptar una figura de autoridad, incluía un dato demoledor: solo el 19 por ciento de los lectores de las diez escritoras más leídas en el Reino Unido, desde Margaret Atwood a la propia Jane Austen, eran hombres.
Preguntados por el libro que les cambió la vida en una reciente encuesta para El País y la cadena SER, solo un 16 por ciento de los hombres respondió con un título escrito por una mujer. Un 48 por ciento de las mujeres, por el contrario, aseguró que el libro que les había cambiado la vida lo había escrito otra mujer. Para un 42 por ciento de las encuestadas, además, el o la mejor escritor/a del siglo XXI es una mujer. Solo el 19 por ciento de los hombres piensan igual.
¿Por qué ocurre esto?
Siri Hustvedt, exitosa escritora reconocida más por sus novelas que por ser la esposa, viuda ahora, de Paul Auster, tiene una teoría que seguirá escandalizando a más de uno, por extrema. Dice la autora estadounidense que cuando leemos nos posee la voz del escritor. O de la escritora. La voz del otro. Y uno se entrega a esa voz mientras renuncia a su narrador interno. Es una posesión, asegura Hustvedt, que puede cambiarle la vida al que lee, si se deja. Por eso, argumenta, algunos hombres pueden llegar a percibir la voz de una autora “como una amenaza a la masculinidad”. Y suelta una frase que ha dado mucho que hablar: “Muchos hombres no leen libros escritos por mujeres porque someterse a su autoridad les resulta castrante”.
En mi opinión, Hustvedt exagera cuando arremete de esta forma tan freudiana contra lo masculino. Pero no está del todo desencaminada.
Asegura el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa que entre el autor/a y el lector/a de una novela se establece un pacto de confianza, un pacto de verosimilitud. De la capacidad de persuasión del escritor, o escritora, asegura, dependerá el éxito de la novela. El lector se fía de esta forma de la habilidad y el talento narrativo del autor. Y por eso escoge sus obras en la librería o en la biblioteca. Por eso sigue leyendo. Se somete a su autoridad. Pero todavía hay, por desgracia, y esto ya lo digo yo, demasiados hombres que no se fían de las mujeres cuando escriben. No las consideran a la altura de otros autores varones.
¿Misoginia? Sí. Las mujeres que escriben también son peligrosas, ¿verdad?
Jane Austen no es una autora sentimental, insisto, aunque sus novelas traten de asuntos de amor. Por eso sus historias no han envejecido. Y por eso ha entrado en el canon literario. Sus narraciones, aunque haya a quien le parezcan todas iguales —leída una, leídas todas—,” condensan la frescura de lo contemporáneo y la profundidad de los clásicos”, ha dicho de ella la escritora Espido Freire, filóloga, la autora en español que más ha estudiado su vida y obra. Por eso las historias de aquella hija de un clérigo que nació hace doscientos cincuenta años en una rectoría de Hampshire y nunca se casó, y que posiblemente tampoco vivió ningún gran amor arrebatado, continúan vivas. La autora de Emma y de Mansfield Park “desafía a cualquiera que quiera encasillarla”, escribe Freire en su ensayo Tras los pasos de Jane Austen. Y la compara con la figura legendaria de Proteo, que cambia de forma cada vez que alguien quiere atraparla.
Y Jane Austen tiene muy mala leche, sí. Una forma muy fina de ridiculizar a los imbéciles, hombres y mujeres. Si no me creen, échenle un vistazo a Persuasión, quizá su novela más lograda, y descubrirán que es una maestra de la ironía y de la sátira. Lean la forma en la que retrata al hermanastro de las Dashwood en Sentido y sensibilidad, o al primo de las Bennet en Orgullo y prejuicio. O lean La abadía de Northanger, su primera novela terminada, y verán cómo parodia a las novelas góticas que saturaban a la literatura inglesa a finales del siglo XVIII igual que el Quijote lo hizo con las novelas de caballerías dos siglos antes.
No, Jane Austen, no fue una rebelde, tampoco una feminista como la entenderíamos hoy. No comentamos el error de caer en el presentismo. Era hija de su tiempo. Pero fue más allá de su época. Por eso es una autora universal.
Sus historias cotidianas sobre la sociedad de la gentry están llenas de ironías, de sutilezas, y dejan en evidencia la situación en la que vivían las mujeres en un mundo, el de la Inglaterra que comenzaba a asomarse a la revolución industrial, donde las leyes de la herencia todavía las condenaban a depender de los varones de su familia.
Es Austen una excelente escritora de diálogos. En esos ricos intercambios de palabras entre sus personajes descubrimos cómo a menudo sus protagonistas “no son capaces de decir lo que piensan”, dice José C. Vales en Enseñar a hablar a un monstruo, y ahí radica el conflicto de novelas como Emma y Orgullo y prejuicio. Novelas donde, como diría Vargas Llosa, la autora narra por omisión, o lo que es lo mismo, “lo que ocurre es lo que no se cuenta”, afirma de nuevo Vales. Para narrar sin verbalizar, para dominar las elipsis en una narración, para sugerir antes que mostrar, hay que ser una consumada fabuladora.
Sí, Jane Austen muerde. Se lo advierto sobre todo a los hombres que se atrevan a meter la nariz en sus novelas. Por si acaso les amarga el té.
Magnífica lectura de semejante escritora!!!
Enhorabuena por una de las reseñas más realistas sobre el impacto de la obra de Jane Austen que he leído en mucho tiempo. Un hombre sabio, sin duda, que sí lee y aprecia a las mujeres