Foto de portada: Victoria R. Ramos.
Escribo estas palabras desde tu querido, nuestro querido, Val Miñor. A tiro de piedra de cabo Silleiro, donde su faro rojiblanco sigue cada noche barriendo la costa con su luz de aviso intermitente. Desde Monteferro al monasterio de Oia. Playa América aún no palpita veraniega y las noches son frescas, de chaqueta y paseo calmado. Ya no queda nada para sentarse bajo el emparrado a contemplar como las sardiñas se hacen a la brasa, esperando, con una copa de albariño frío entre las manos, a que queden listas para colocarlas sobre una buena rebanada de pan de millo. Que enchoupen la miga. Como le gustaba a Leo Caldas.
Recuerdo como el día siguiente estuve en la Alameda de Bouzas, barrio marinero donde los haya, asistiendo a una actuación de la Asociación Folklórica Corisco para homenajear al autor valdeorrés. El día era gris y cada poco nos regalaba chubascos que barrían la calle. La prensa del día salió, como no podía ser de otro modo, con artículos y libros que homenajeaban al autor ourensano casi caído en el olvido de la frágil memoria de los pueblos. El centro de Vigo estaba aletargado, el día de fiesta no lo era tanto. Una gran parte de los que lo paseábamos teníamos encima similar preocupación. Todos los que amamos el mundo literario cargábamos sobre los hombros el mismo nubarrón oscuro. Uno de los que descargaba truenos y rayos que no se podían espantar con un paraguas.
Las noticias que circulaban eran poco halagüeñas. Incluso alguno llegó a pensar que el final llegaría el mismo día de las Letras Gallegas, como un epílogo rebuscado o manido. Uno de esos de los que, como escritor, huías lo más lejos posible. Yo sabía que eso no era posible, no. Domingo Villar no podía irse ese día, no podía robarle la merecida atención a Florencio Delgado. Hasta en eso fuiste generoso y esperaste a que terminara el homenaje a tu paisano.
Supongo que, como le ocurre a todos los que te conocieron y trataron, aún no lo he asimilado. Los días pasan y los recuerdos quedan, la última charla en un restaurante de Morella, la última foto, la última mesa de firmas de un festival que tuve el honor de compartir contigo. La preocupación real pintada en tu cara cuando en la feria del libro de Vigo, abarrotada para la presentación de El último barco, me acerqué a saludarte con unas muletas que me ayudaban a moverme tras un mal paso dado unos meses atrás. La tarde en la Universidad de Cádiz donde, para rematar la presentación de La playa de los ahogados, nos regalaste la lectura del cuento Don Andrés el guapo… El mismo que hace unos meses utilizamos para honrarte en Morella Negra, un lugar, como tantos otros, en los que se te quería y ahora te añoran.
Hace unos días en el Congreso de Novela y Cine Negro de Salamanca se presentaba un libro para recordarte, una obra colectiva, donde amigos, familiares y admiradores, hicimos algo que ninguno hubiera querido: rendirte homenaje casi un año después de que te fueras. De que te llevaran, en realidad. Allí estaban Beatriz y tus hijos, tu editora y amiga Ofelia Grande, Carlos Baonza, que convirtió tus historias en dibujos únicos. En la presentación de esta obra coral, donde además tuve la oportunidad de aportar mi grano de arena y que publicó Siruela, los comisarios del Congreso del que partió la idea, Àlex Martín Escribà y Javier Sánchez Zapatero, resumieron lo que suponía para el lector tu obra utilizando una frase de Enric González que, como no podía ser de otro modo, todos los que abarrotábamos la sala hicimos nuestra: «No me ofrezcan vivir en un gran velero, o en un palacio romano, o en un ático de Manhattan, yo quiero vivir en una novela de Domingo Villar».
Hoy, un año después de tu partida, solo puedo desear que allá en dónde estés huela a mar, que los cormoranes de la ría se acerquen a los barcos que pescan en la orilla y la niebla acaricie con delicadeza las rocas de la costa. Seguro que Carlos, el del Eligio, te estará esperando con una taza de vino y unas xoubas rebozadas recién hechas.
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