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Un baile que nunca empieza

Un baile que nunca empieza

Susan B. Anthony teaching in Canajoharie, Betty Pieper.

Leyendo el último libro de Elisa Victoria encuentro una frase que subrayo con el bic azul que tengo todo mordisqueado: “Llevo desde preescolar preparándome para un baile que nunca empieza”. Una imagen me golpea la mente, me cuesta muy poco identificarla. Hay tres filas de niños y niñas cansados. Embobecidos, casi enfermos, con la cara de querer arrojar el desayuno sobre la cabeza de los otros. Yo estoy ahí, justo al lado de don Rodrigo, en la esquina superior derecha de la foto, sosteniendo la sonrisa como si me pesara cinco bolsas de cemento. La sonrisa llena de dientitos desparejos como una piña de millo. Es mi clase de primero de primaria. Todavía me viene un cierto olor a leche entera con gofio, algo ácido en el ambiente. La certeza de que había un no-sé-qué superior a mí que me jalaba por la camisa del chándal y me llevaba todos los días hasta la puerta de la clase de don Rodrigo. Me obsesionaba aprender a leer, alfabetizarme, dar el primer paso hacia mi vida futura como secretaria, maestra, contable de ferretería. Como una madre abnegada que trabaja las noches para mantener a los hijos, sudaba mis manitas de arestín intentando dibujar las letras. Apretaba tanto y tanto el lápiz, que luego era imposible borrar las huellas de las palabras malformadas. Siempre quedaba el rastro de mis errores en el folio. Era eso, esa pesadez en mis actos, esa trascendencia. La seguridad de que llegaría un momento en el que no hubiese rastro de mis tachones en el folio. Seis, puede que siete años recién cumplidos, y completamente atosigada por la necesidad de ser una gran adulta, funcional, arregladita, ajeitada. Luego llegó el momento: aprendí a leer. Fue de repente, como un truco de magia. El conejo apareció y nadie supo cómo. Me olvidé muy rápido del dolor que me conllevó aprender a descifrar las letras. Entonces me cambié de colegio y me atacó una nueva obligación: dejar de leer haciendo gestos, abandonar el método de don Rodrigo. Todos los días pensaba cuánto tiempo iba a necesitar para dejar de mover el cuerpo cuando me sentaba delante de un libro. En el mundo de don Rodrigo, las r venían acompañadas de movimientos con los puños cerrados, como de arrancar motos; las p, de patadas en el suelo; las a, de una onda seca con las manos. Leer se convertía en una coreografía ruidosa. Todas las niñas y los niños de mi clase de primero de primaria hacíamos sonidos y movimientos frenéticos cuando leíamos, como un montón de gallinas asustadas. No existía la lectura en silencio. Se suponía que en algún momento debíamos desprendernos de esos espasmos extraños cuando deletreábamos, pero yo seguía aferrada a ellos cuando no hacían falta. Un día, la maestra del nuevo colegio me llamó a la mesa para leer un dictado a la clase. Coloqué las manos detrás de la espalda para hacer los movimientos que me había enseñado don Rodrigo sin que ella se diera cuenta. La maestra se percató de que me movía con una vehemencia contenida. ¿Qué hace?, me preguntó. Un barranco de sudor se me arrastró por la espalda. Yo no estoy haciendo nada. Que sea la última vez que usté lee de esa forma, me dijo. Me fui con la cabeza gacha a mi sitio. ¿Acaso iba a tener que leer siempre dando patadas en el suelo? ¿Hasta cuando fuera grande? ¿Hasta que tuviese hijos y fuese al Mercadona a comprarles leche en polvo y tuviese que leer Nestlé dando puñetazos por los aires? No me di casi ni cuenta y, un día, de repente, ya no necesité mover las manos para leer la r. Luego, no me hizo falta pronunciar en voz alta. Después, aprendí a leer en voz baja y, también, en silencio. Me convertí en un perrito que se sienta sobre las patas traseras antes de comerse el trozo de chorizo revilla. Aprendí a pedir ir al baño en inglés, a saltar a la doble comba, a hacer malabares con naranjas, a analizar una frase, a comentar un texto, a escribir una noticia, a maquetar a una noticia. Interioricé el orden de los cubiertos en la mesa, la diferencia entre un tercio y un doble, las tallas de los sujetadores, el procedimiento de las devoluciones online, el del duty free, el 25% de 29,99, la duración del modo eco de la lavadora. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo va a acabar esa sensación infinita de que todavía no estoy lista para el mundo? ¿Es acaso ahora? ¿Es esto? ¿Este ir y venir de un sitio a otro como un niño mareado que lleva dos minutos enteros dando vueltas sobre sí mismo y que, de repente, decide volver a casa estampándose contra las farolas? ¿Es esta sensación de que tengo que actuar como si supiera lo que estoy haciendo? ¿Como si de verdad en todos estos años hubiese aprendido a vivir y no simplemente a tener miedo de estar haciendo las cosas de la manera incorrecta?

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