Todos los sueños agujereados. Todos. Y por los huecos filtrándose la maleza del bosque, de un bosque con un viento purísimo. Primero fue la pesadilla. La cera de la vela extinguiéndose y entrando por los oídos. Las noches sin dormir y una noche, mirar el gotero del ansiolítico en la mesilla del cajón. El nombre del medicamento: Cocuán. La idea de que ese lugar en el que no estás despierto, ni dormido, en el que deambulas con un cuervo picoteándote la cabeza es Cocuán.
En Ecuador cuando somos guaguas (niños) y algo nos duele y no hay explicación nos llevan a curar del espanto. Ramas de ruda te golpean la cara, el pecho. La ruda huele a bosque de verdad, a la quietud de Dios. El bosque te cura. Así fue el inicio de esta novela, una cura del espanto, un guardarse ramas de ruda en el bolsillo del pantalón para calmar los sueños raros que me dejaban en el día visiones de espectros y escalofríos.
La escritura automática me daba pistas al empezar: una maldición, una niña, una niña con piel de luz, gente que desaparece. En mi vida también habían desaparecido muchas personas. Un día se fueron. Nadie nos contó que estaban muertos. Yo los imaginaba viviendo en la parte oscura del jardín de mi abuela, brincando y bailando entre higueras y perros runas. Volver a esa idea, a la ficción que te funda en la infancia. Eso también fue Cocuán. Aceptar que los que se fueron habían muerto, pero preferir que estuviesen bailando en un bosque.
Elegir la ficción sobre todas las cosas. Crear un mito que fuese mío, un bosque en el que pudiese ir a bailar con mis muertos.
Antes de la escritura, tenía que crear el mundo de cada personaje. Nacieron hablando, con la boca en la mano. Pero no eran más que eso, sonidos, aullidos animales. Entonces, mi abuelo me regaló su colección de revistas viejas. Revistas Life y enciclopedias sobre estrellas y galaxias, sobre el mundo microscópico y el mundo animal, sobre las religiones y la magia negra. En cada imagen una idea de Cocuán, de sus habitantes, de su clima grosero y su frío pelón. Cada personaje un animal, un paisaje. Carmen fue al principio un venado que iba a morir de amor. Agustina, un pajarraco desquiciado que cantaba el futuro. Ezequiel, un zorro con ojos de fuego. De la imagen nacieron las palabras. A veces una frase, la mayor parte del tiempo: balbuceos. Balbucear es encontrar la verdad primera y no saber jamás cómo contarla.
Fueron meses tratando de entender el balbuceo, de aprender a hablar el idioma de un pueblo olvidado, el idioma del bosque primigenio y del peñasco. Las piedras con sus ritos mudos que hablan desde la oscuridad de las cuevas. Sentarse a escribir con piedras en el escritorio y una mujer loba de porcelana que vigilaba que contase solo la verdad y nada más que la verdad. Porque es cierto lo que dice Ursula K. Le Guin: La verdad es un asunto de la imaginación. Cocuán no existe, su nombre no está en ningún mapa, pero viví allí varios meses y cuando me preguntan sobre su creación escucho dentro un aullido, sueño con gallinas negras y cerdos que duermen a mi lado, en grandes torres de heno. Solo un balbuceo.
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Autora: Natalia García Freire. Título: Trajiste contigo el viento. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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