José Luis Martín Nogales, uno de los más serios y prestigiosos críticos españoles, hace un tiempo nos sorprendió cuando, dejando a un lado ese oficio para vivir que no da de vivir que es la crítica literaria, se lanzó al ruedo de la aventura creativa, con la publicación de dos excelentes novelas, de las que dejan un agradable regusto para siempre: La mujer de Roma y Herederos del paraíso. De este último relato, aparecido en 2012, son las siguientes y reveladoras palabras: “Si queremos entender lo que somos no podemos olvidar lo que hemos sido. Comprender lo que ocurrió ayer ayuda a entender lo que sucede hoy”. La expresión, aunque utilizada con cierta frecuencia por otros autores —Arturo Pérez-Reverte, con su serie sobre el capitán Alatriste, ha ayudado lo suyo a ponerla de moda—, no resulta baladí si queremos desvelar en su totalidad el sentido último y más profundo de su nueva obra, Verás caer una estrella, que, aunque de aparente carácter juvenil, está dirigida a quienes aún atesoran algunos gramos de sensibilidad en su corazón y un mínimo de compromiso con el mundo y con el resto de los seres humanos, en este tiempo que nos ha tocado vivir, donde un pequeño gesto solidario vale por todo un imperio.
Martín Nogales, ni siquiera cuando escribe literatura para jóvenes, baja la guardia. Dentro de ese mismo campo, que cuenta con tantos seguidores, que hace las delicias de los editores, estamos hartos de que prolifere una literatura pazguata y bobalicona que trata a los niños como a auténticos idiotas. De ahí que se agradezcan libros en los que el estilo y las técnicas empleados sean los mismos que los de la mejor literatura. Asistimos, pues, a una historia bien contada, con unos personajes cuidadosamente perfilados, con un lenguaje que, sin llegar a ser preciosista, resulta sugerente, evocador, con bellas metáforas, así como atrevidas sinestesias de indeleble sabor juanramoniano (“El aire era pálido y amarillento como el rostro de los niños enfermos”), con un vocabulario nada rebuscado, adecuado para la ocasión, y con una estructura que resulta llamativa, con el empleo de técnicas que tienen que ver, de un lado, con el cine, con frecuentes fundidos y encadenamientos, y, por otra parte, con ese modo tradicional de contar un cuento al amor de la lumbre en un día de invierno, en tanto que la nieve cae mansamente al otro lado de los cristales.
Y es que esta historia, en la que se relata con pasmosa sutilidad, con delicadeza y finura, sin necesidad de recurrir a escenas crueles, efectistas, insinuando y sugiriendo más que mostrando, posee todos los componentes y todo el sabor de la mejor literatura de carácter oral en trance ya de extinción. La presencia de una niña que, perseguida por los nazis, tiene que pasar al otro lado del río (como el bosque, otro elemento netamente simbólico) en donde podrá encontrar la salvación, cumpliendo así el mandato de su padre y del resto de su familia, que ha sido detenida y va camino de un campo de exterminio, así como la aparición, a lo largo de su camino, de otros personajes secundarios que tratan de entorpecer su misión o, en otros casos, de ayudarle para ver cumplido su deseo, nos trae a la memoria los cuentos de origen tradicional analizados en su día por Vladimir Propp; y, por otra parte, también nos recuerda uno de los principales “contenidos del verbo” que dio a conocer Tzvetan Todorov en su Gramática del Decamerón, cuando hablaba del modo de modificar una situación a base de pedir ayuda a alguien, provocando su compasión.
La presencia de un coadyuvante inesperado convierte en más atractiva, si cabe, la novela de Martín Nogales. Se trata de un pájaro azul cuyo canto viene a significar “un bálsamo en medio del dolor”. Una aparición que tiene mucho que ver con el realismo mágico —son muchas las escenas en esa especie de bosque animado por el que se interna la protagonista que, pese a su componente fantástico, resultan completamente verosímiles— y que, por otra parte, actualizan ciertas escenas propias de ese Modernismo que nunca se fue para siempre. Me refiero a ese otro pájaro azul del poema en prosa del grandísimo Rubén Darío en el que el bardo nicaragüense escribe: “Dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad”.
Madre e hija conversan. La una cuenta una historia para la que nos reserva una sorpresa final, y la otra, atenta a sus palabras, con las pupilas dilatadas y los ojos como platos, no puede dejar de pedir a su progenitora que siga adelante, que no se detenga en los detalles, deseosa de saber el destino de este valiente personaje que huye, despavorido, del horror. La madre, pues, es quien administra sabiamente el tiempo —o, por mejor decir, el tempo—, quien decide cuándo y cómo hay que hacer un alto en el camino para tomar un respiro, y después seguir adelante. Es como el “cuenta, Sarnita, cuenta”, del Si te dicen que caí de Juan Marsé, señor de las aventis.
Sin necesidad de abrumar al lector a base de mensajes y de frases lapidarias —el padre de la protagonista, de profesión relojero, no deja de ser un pequeño filósofo que trata de escudriñar los secretos del tiempo—, en Verás caer una estrella no faltan bellas expresiones con las que Martín Nogales se dirige al expectante auditorio, no con ánimo moralizador, sino para dejar constancia de que la vida, sin libertad, no vale nada y que de nada sirve un país en donde tanta importancia cobra el color de la piel, la lengua que se habla o la religión que se practica. Un país del miedo.
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Autor: José Luis Martín Nogales. Título: Verás caer una estrella. Editorial: Anaya. Venta: Todostuslibros y Amazon
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