Al protagonista de Plagio le han copiado la novela que pensaba publicar. Pero además, el ladrón ha mejorado el manuscrito original. No hace falta destripar más el argumento para intuir la desesperación en la que vive sumido el personaje principal. Su autora, Patrícia Font, escribió esta ficción gracias a la Beca Montserrat Roig del Ajuntament de Barcelona.
En este making of, Patrícia Font cuenta el origen de Plagio (Barrett).
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El destino ha querido que para hablar del principio de Plagio —dónde nació, cómo, bajo qué genero primigenio— se tenga que empezar por el final: la presentación del libro, algo que recuerda a traje de novia, a puesta de largo de niño pijo o a obtención del título original de tus estudios después de casi dos años guardando como oro en paño el único papel que acredita que aprobaste todo; el resguardo conforme se pagaron las tasas correspondientes… para la obtención del mismo, se entiende (en la prosa administrativa les gusta mucho el uso anafórico de las cosas; mencionar algo una vez y luego tú ya te apañas en recordar a qué hacía referencia). Plagio se presenta en la librería Nollegiu, en el local que tiene en el barrio de El Clot de Barcelona. La librería tiene otra sede en Poblenou. Eso puedes creértelo (¿tienen los hechos un añadido de fe? ¿De vindicar algo obvio con un sentimiento o un pensamiento? Me refiero a algo tope básico: que los humanos nunca seremos capaces de percibir nada más allá de nosotros mismos y que todo, entonces, será ficción). Quizás hasta te lo tomes como una obligación, un must anglosajón y jovial, el hecho de que la gente no tiene necesidad de creer en los hechos porque para eso son hechos y no espíritus o tertulias, pero si te digo que nadie sabe que yo, o sea la autora, nací y me crie en ese barrio —hasta que pude salir—, entonces, qué: ¿es el destino? Por qué siniestra razón me hace volver justo ahora. Qué lleva dentro el texto Plagio que centrifuga y te arrastra a un epicentro de algo. Pudiendo haber presentado en el barrio de l’Eixample, en esas librerías de finca regia con madera que parece que es de toda la vida pero que no; que un interiorista ha puesto aposta, un fake centenario, o haberlo hecho, el hecho, en algún centro comercial acristalado y enmoquetado, en un rincón polivalente donde lo mismo se presenta un libro como las nuevas lentes integradas del móvil que sea. Anda que no habrá lugares. Si solo se hubiera organizado en la Nollegiu de Poblenou; la primera, la grande, la buena. Pero no. Los hechos se han venido arriba. Son más que hechos. Quieren algo más. ¿Qué?
Plagio se escribió bajo la amenaza del éxito, que es una salida a la nada; en las antípodas del imaginario ascendente de destacar por encima de todas las cosas, que, a la práctica, significa que o bien sometes o bien eres sometido. Es muy fácil llegar a esta conclusión si te dejas afectar por explicaciones vitales como que Tom Cruise era tan aficionado al cine que acabó siendo una estrella de Hollywood por esa pasión: gracias a ella. Vale. ¿En qué medida más que otro actor? Y el otro, entonces, ¿es menos actor por tener menos pasión que el señor Cruise? Quién mide esa pasión. Con qué instrumentos. Aquí y ahora, si en vez de escribir una habláramos dos —o más— alguien replicaría que, por ejemplo, por decir algo, todo eso lo miden los Premios o la Taquilla y otro alguien revocaría a ese primer alguien y sentenciaría que no, que lo que importa es la Satisfacción Personal. Ninguna de las soluciones niega la mayor: el triunfo visualizado siempre como línea unipersonal y de gráfica económica, algo siempre ascendente siguiendo ese complejo masculino de que todo lo que sube es, por definición, bueno.
A lo que vamos. La amenaza de triunfar, como factor externo (¿hechos?), tuvo el tema de una beca Montserrat Roig. Una ayuda que Plagio recibió cuando fue un feto de un par de folios. Hay que hacerlo bien. Eso significa: ¿taquilla, premios, satisfacción? Pero cómo. La otra novela, la primera, no se impuso en la escena internacional de nada y ahora, Plagio, tendría que ser la ventana de oportunidad (otra vez el rollo ascendente pero aquí en el complejo masculino de PlayStation: ir pasando pantallas es, por sí solo, buenísimo); algo que mostrar y decir “oye, aquí está este portento, que va sobre el mundo del teatro, que tiene personajes y personas” (y tú ya te apañas en adivinar quién es qué). Ni por asomo, nada parecido al folclore del éxito.
El cimiento de Plagio (créetelo o no) es el paro: tener que dejarte despedir de un trabajo en el que la opción de media jornada o media-media-jornada fue imposible. Bueno. ¿Solo eso? Como causa aristotélica falla, rasca, tiene poca consistencia. La verdad y la ficción, incluso considerándolas separadas, no están partidas en dos mitades exactas y digo que quizás la jornada laboral no fuera la razón y la base de todo no radicó en un tema de cantidad (horas) sino de calidad («¿tú?», o sea yo): un trabajador, alguien que curra entre veinte y cuarenta horas en actividades ajenas a él, igual que la persona o personas para las que trabaja, difícilmente, o sea, por encima del cadáver del jefe, puede crear nada; mucho menos una novela. Este destino fatal y centrífugo no ocurre en una zapatería o en el gabinete de prensa del Barça porque no están para estar discurriendo si tal o cual tipo es buen narrador. Ocurre en lugares donde se curra en disciplinas artísticas concebidas como fábricas (¿uso anafórico?): uno es peón o no lo es (hechos o espíritus). Y ahí se conectan (la intersección como filosofía de vida mola más que el rollo de antes de la curva; da más juego) en un cruce bastante freudiano, ese concepto de que a ver si solo la gente que no trabaja tiene derecho a crear. Y, entre esa gente, o se es un bohemio y/o radical (un friki, quizás), que siempre queda chic, o se es propietario. En general, se tiene pasta. En las categorías de antes acaban teniendo pasta, también. Y el segundo cruce viene ahora: el concepto de propiedad privada de la creación puede que venga determinado porque los creadores, en la realidad de la vida, van sobrados económicamente hablando y pueden permitirse estar sin cobrar durante meses: quizás un año. También utilizan el año sabático para reflexionar o se pasan un año entero viajando, de sur a norte del continente americano; algunos se matriculan a un máster (yo hice uno… lo digo para que dudes). En la fábrica creativa, crean. Y cuando crean algo, ellos (¿yo?), como buenos propietarios, exigen puntualmente el rédito de sus creaciones igual que un arrendador cobra el alquiler mensual, también de manera bastante puntual. Y eso creo que lo pillas, que no quiere decir hacer las cosas de manera altruista; ahora no estamos en el terreno de hacer nada; estamos hablando de ser. Y por eso, para los arrendadores artistas, existen esas librerías de finca regia decimonónica con aires a despacho de industria textil o negociado tabaquero con Cuba-colonia. Lo malo de eso es que una quisiera ser así; dejar de ser para ser lo otro. Creer que no se es hasta que se es de esa determinada manera. Y por esa lógica, yo, trágatelo o no, por leyes universales que se me escapan, igual que muchas otras más sencillas como recordar qué es una derivada o sacar de cabeza la raíz cuadrada de determinados números, tenía que volver a El Clot con Plagio. Como una autovenganza, tan típica del género de la autoficción, que no está basado en despotricar de aquello que se ha vivido sino de ponerse allí y machacarse. Ser persona y personaje a la vez.
También puedes sospechar y creer que lo del máster canta como una almeja y que quizás he recibido un dinero de un familiar rico y, en El Clot, no he estado en mi vida, de la misma manera que esos jóvenes de Barcelona que viven de la avenida Diagonal para arriba desconocen los atascos del centro, la gentrificación de la Barceloneta y el tráfico de drogas en El Raval. O eso dicen.
En la librería de El Clot el parquet también está guay.
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Autora: Patrícia Font. Título: Plagio. Editorial: Barrett. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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