A este lado del paraíso, la primera novela de Francis Scott Fitzgerald (1896, St. Paul, Minnesota-1940, Hollywood, California), la que le lanzó a la fama a la edad de 23 años, se abre con un epígrafe de Oscar Wilde y se cierra con una respuesta a la advertencia con la que en la antigüedad se recibía a los curiosos en el Oráculo de Delfos. Mientras el ingenioso irlandés era recordado con el adagio irónico de que “Experiencia es el nombre con que la gente designa sus errores”, el protagonista Amory Blane cierra su participación en la novela con un “Me conozco a mí mismo, pero eso es todo”. Así lo traducía al menos Juan Benet allá por 1968 en edición para El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Tal vez la verdadera experiencia sea algo tan sencillo y a la vez tan difícil de conseguir como conocerse a uno mismo, sabiendo lidiar del modo más honesto e íntegro con los errores que se han ido acumulando en el transcurso de los días. Eso es todo –errores incluidos-, y no es poco, podría afirmar también Nick Carraway, el desencantado narrador de El gran Gatsby (1925), la obra maestra de Scott Fitzgerald. Como suele afirmarse, se trata de la mejor novela estadounidense del siglo XX, compartiendo laureles entre otras con El ruido y la furia de William Faulkner, Las uvas de la ira de John Steinbeck, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Lolita de Vladimir Nabokov o Trampa 22 de Joseph Heller.
El gran Gatsby es merecedora de muchos honores, pero entre ellos cabe adjudicarle el que se haya convertido en la novela más falsamente transparente de cuantas haya producido su autor y, por extensión, de la narrativa contemporánea. Uno lee el libro a estas alturas sin posibilidad de escapar a los juicios de valor que se han vertido sobre él, y lo que cree encontrar le lleva a enarcar las cejas al menos una vez y a arrugar el morro al menos dos. Lo imaginado no se ajusta a lo leído, la expectativa parece deslucida cuando llega el punto final, a pesar de que el último párrafo, tantas veces citado, obligue a imaginar a ese supuesto lector desengañado que lo que ha sucedido entre las páginas de la novela debe a la fuerza tener más sentido que el que uno le ha sabido otorgar. Con el paso del tiempo, sin embargo, se llega a la conclusión de que es la sutileza lo que domina el discurso de Scott Fitzgerald. Toda la exuberancia de los gestos cotidianos del escritor y sus excesos vitales no casan con la emoción contenida de su obra maestra: en verdad, en sus páginas laten las prestidigitaciones narrativas de Faulkner, las paradojas de Heller, la poesía de Nabokov, el realismo crudo de Steinbeck, las iluminaciones de Huxley y el aliento humano que conduce a la posteridad. Pero todo ello hay que explicarlo, o advertirlo al menos antes de poner en marcha el engranaje lector. De no ser así, se puede caer en el error de suponer que la novela está sobredimensionada y que los cohetes de año nuevo que se vienen lanzando desde su aparición para celebrarla no pasan de mera carretilla fallera. En el fondo, la obra enmascara una suerte de artefacto con doble faz. Por un lado se desvela una novela que se parece a un cuento a la manera de Rulfo y por el otro surge un cuento que se parece a una novela a la manera de Onetti: un cuento oscuro y de hechuras apenas vislumbradas como los del escritor mexicano, mezclado con una novela atmosférica de raigambre vanguardista pero que apenas se estira en la trama como las del autor uruguayo.
Estamos en verano de 1922, en plena eclosión de lo que el propio Scott Fitzgerald denominó la Era del Jazz, fastuosa y desproporcionada, repleta de vaivenes emocionales y financieros. Todavía queda un lustro para que se materialice en forma de Crack de la Bolsa todo ese mundo tan volátil como atractivo, pero de momento la Gran Guerra ha terminado, y ha sido una nueva victoria liderada por la joven nación norteamericana. Nadie es lo que parece porque todos son lo que desean, y los deseos casi nunca se asemejan a la realidad. Pero en ese momento y lugar de la historia se tiene la ilusión de conseguir hermanar las ambiciones con los resultados. No es que la vida inicie en cada amanecer, es que apenas se duerme y se encadenan días y noches sin solución de continuidad. Un permanente estado de vigilia eufórica amenizada por saxofones y contrabajos, trompetas y platillos, la nueva música de la juventud perpetua, mientras los rascacielos empiezan a dar sentido a la metáfora que conlleva su nombre. En medio de todo ello, negocios por doquier que trocan el contrabando por respetabilidad (la Ley Seca se pone en marcha el 1 de julio de 1920) y que hace que los más humildes abracen el sueño de riqueza que desde su fundación siempre ha acompañado, confiado y temeroso de Dios a un tiempo, al pueblo de los Estados Unidos de América hasta hoy.
La argamasa que une todo este mundo la proporciona la mirada de Nick Carraway, un honrado vendedor que recala en Nueva York tras graduarse en Yale y haber participado en la Primera Guerra Mundial. Nick busca acomodo en tiempos donde reina la hipocresía renacida en los speakeasy gracias a los bootleggers y a la Prohibición dictada por el paternalismo intervencionista del gobierno. Se instala entonces en Long Island, donde también vive su prima Daisy Buchanan Fay, casada con el íntegro WASP Tom Buchanan. Al otro lado de la bahía está la casa del misterioso y joven millonario Jay Gatsby, un hombre de reputación cuestionable que ha hecho fortuna gracias a negocios más bien turbios. Las fastuosas fiestas que Gatsby celebra en su casa son en realidad la excusa para atraer de nuevo a Daisy, de quien estuvo enamorado antes de partir al frente en Europa. Su único objetivo es ver cumplido su deseo más inaccesible: reconquistar a esa mujer para sentir que recupera el pasado. Gatsby se conoce a sí mismo, y sabe que su esencia está en ese tiempo que ya jamás podrá volver. Regresar al lado de Daisy Buchanan es regresar al tiempo en que todo tenía sentido, al reino de la Verdad. El melancólico Jay constata que se conoce a sí mismo, pero eso es todo, como ya se adelantaba en A este lado del paraíso, germen de la novela con la que Francis Scott Fitzgerald, con permiso de sus cuentos, ha pasado a la posteridad literaria. Un dramón folletinesco e inmoral para la época en que se edita, que se salva gracias a la pericia con la que su autor mueve los hilos de la trama, diseña la estructura y la reboza con una prosa elegante como pocas.
La trama es bien sencilla: un verano, un par de noviazgos, un par de matrimonios, un par de infidelidades, muchas fiestas, alcohol, dinero y música, ambiciones y desdichas, un coche amarillo, un accidente y una pistola, todo ello aderezado con una pizca azul de ilusiones perdidas y algo de esperanza en el fondo del vaso. Vamos, un fresco narrativo que no necesita más de doscientas páginas para mostrar las consecuencias trágicas del optimismo norteamericano. Se ha dicho, a su vez, que cada línea de diálogo hace avanzar tanto la acción como el desarrollo de los personajes. Tal vez por eso la novela entró finalmente en la lista de lecturas a tener en cuenta en los planes de estudios estadounidenses, a pesar de que todavía el 19 de marzo de 1940 Scott escribía a Zelda desde California que “tuvieron que retirar Gatsby de Modern Library porque no vendía.” Menos habría vendido todavía si Scott hubiera mantenido el título inicial que tenía en mente, Trimalción en West Egg, en referencia al personaje orgiástico del Satiricón de Petronio y su tendencia a las fiestas libidinosas.
La novela es un cuento moralizante sin didactismo en el que Gatsby intenta rentabilizar su sospechosa fortuna para recrear su pasado. Aunque Scott escribió a menudo sobre la alta sociedad, conservó hasta el fin de sus días una firme creencia, muy propia del Medio Oeste, en la honradez y el trabajo. El nuevo héroe americano que convoca Scott no es el que encarna Nick sino Jay, un hombre sin pedigrí, de baja extracción social, casi un criminal, pero con una gran disposición para la esperanza. “No podemos repetir el pasado”, se atreve a decirle Nick a Gatsby, a lo que este último le responde con una exclamación incrédula: “¡Claro que podemos!”. Poder repetir el pasado o no poder. He ahí la cuestión.
Y llegamos al impresionismo. Los colores amarillo y azul, el sol y la luna, la viveza y la melancolía, lo diurno y lo nocturno, todo un sistema connotativo que se fundamenta en la coexistencia de los contrarios, en la profundidad de campo. Scott construye una compleja mansión de ecos y espejos, fragmentaria, repleta de zooms y aperturas de campo que consiguen reflejar, mejor que sus escritos autobiográficos, lo esencial de los problemas de su tiempo y de él mismo. El realismo de Scott tiene que ver con presentar los sueños, no con analizarlos, como hubiera hecho un escritor más tradicional. Su experimentalismo no llama tanto la atención como el de John Dos Passos o William Faulkner, pero su yuxtaposición natural de un mismo narrador en primera y tercera persona –subjetivo y objetivo a un tiempo- facilita la sensación de ansiedad, pérdida y ambivalencia que caracterizó el mundo que empezaba a tomar forma a partir de la Era del Jazz. “Estaba a la vez dentro y fuera, simultáneamente fascinado y repelido por la inagotable variedad de la vida”, declara Nick Carraway, el narrador de El gran Gatsby que pone sobre el papel sus recuerdos, trasunto del desdoblamiento de personalidad de Scott, libertino y puritano a un tiempo. Sin embargo, todo ello pasa a menudo desapercibido durante la primera lectura y hay que ir en su búsqueda para que el lector se impregne de la estrategia compositiva. El asunto estriba entonces en mantener una atención extrema que puede despistarnos del placer argumental o en hacer como T. S. Eliot, quien en una carta fechada el 31 de diciembre de 1925 escribía que había leído El gran Gatsby tres veces y que a su entender suponía “el primer paso que había dado la ficción americana desde Henry James”. Leerla tres veces ayuda, desde luego. Tal vez por eso se ha dicho que estamos ante una novela de escritor para escritores. En realidad es una historia que tiene muchísimas capas, pero que puede degustarse tranquilamente, como ocurre con los grandes vinos, cuya complejidad no es óbice para disfrutarlos en su plenitud. Por si alguien tuviera todavía reparos en imaginar las partes ocultas del iceberg que puso en pie Scott Fitzgerald sólo tiene que visitar el ensayo iluminador de Eduardo Jordá que se contiene en Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver (Fundación José Manuel Lara, Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2014).
“La vida de los Fitzgerald fue demasiado corta, y también fue trágica —nos recuerdan los editores de las cartas de amor entre Zelda y Scott (Lumen, 2003)—, pero trágica en el mejor sentido: en el sentido de que el corazón humano posee esperanzas, sueños, ambiciones y anhelos infinitos imposibles de satisfacer, y sin embargo las grandes almas que hay entre nosotros siguen luchando y trabajando por alcanzar aquello que desean, a pesar de todos los obstáculos y fracasos. Por este motivo, su tragedia, aunque sin duda despierta piedad y temor, también inspira admiración y coraje. La visión trágica es en último término afirmativa, pues nos incita a amar y desear la vida a causa y a pesar de sus constantes golpes”. Por eso, frecuentar El gran Gatsby hace que seamos más tolerantes con la desdicha y asumamos que a veces la vida se hace por momentos insoportable. En su compañía nos sentimos menos solos y nuestro desamparo se mitiga con el calor que desprenden las páginas de esta novela inmortal. Scott Fitzgerald describió con genuina destreza lo que se estaba fraguando en la Era del Jazz, pero también supo entender que el armazón emocional sobre el que se construía ese sueño sólo podía contarse en forma de blues.
El lector tiene a su disposición numerosas traducciones de El gran Gatsby, en estos últimos años alimentadas por la aparición de un remake de la película basada en la novela (Jack Clayton, 1974; Baz Luhrmann, 2013). Aquí se ha manejado la versión de Justo Navarro (Anagrama, 2011), justo posterior a la traducción de José Luis López Muñoz (Alfaguara, 2009). Luego han ido llegando las de Susana Carral Martínez (Reino de Cordelia, 2012), José Manuel Álvarez Flórez (Nórdica, 2013), Ramón Buenaventura (Alianza, 2013) y la última es la de Marino Costa (Uve Books, 2016), un hermoso libro-objeto.
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