Una serie emitida a través de una conocida plataforma digital ha sacado a la luz, con una amplia documentación, con datos reales, concretos y demostrables, más allá de la leyenda que se ha montado en torno a esta emblemática figura, la verdadera personalidad, con sus luces y sus sombras, de Andy Warhol, o Andrew Warhola, que fue su verdadero nombre y apellido, de origen eslovaco. Vivió tan sólo cincuenta y ocho años, entre 1928 y 1987, fecha en la que muere, en circunstancias aún no aclaradas del todo, en un hospital de Nueva York, durante el postoperatorio tras ser intervenido de la vesícula.
Y un hombre que, a pesar de haber disfrutado de todo el glamur de la época y de haberse codeado con los más grandes de su tiempo, a pesar de haber sido considerado, junto con Picasso, el artista más influyente del siglo XX (dicen que su cuadro de la lata de sopa Campbell es más reconocible en todo el mundo que las propias Meninas o la mismísima Gioconda), siempre fue tímido, poco comunicativo, medroso, retraído e inseguro de sí mismo; con un físico maltrecho, delgado en exceso, como un auténtico saco de huesos. Un tipo que nunca quiso hacer gala de su homosexualidad y que, al mismo tiempo, fue perseguido por la adversidad y la mala suerte.
Así sucedió, por ejemplo, con sus tres principales amantes: Jon Gould, que murió, víctima del SIDA, a los treinta y tres años, el famoso pintor Jean-Michel Basquiat, que sucumbió a los veintisiete por el efecto de las drogas, y el diseñador Jed Johnson, que falleció en un accidente aéreo a los cuarenta y ocho años de edad. Warhol no fue tan sólo un espectáculo andante, con sus llamativas pelucas rubio platino y sus extravagantes trajes hechos a medida por notables modistos. Fue, además, un hombre que siempre se tomó a broma su fama y que ocultó sus verdaderos sentimientos inventando frases para la posteridad. Como aquella, que hizo gran fortuna, en la que expresó que en el futuro, ese futuro que estaba al caer y que él no pudo ver con sus propios ojos, todo el mundo sería famoso durante quince minutos.
Nunca se tomó en serio su trabajo más comercial, al que lo catalogó de simple broma pesada. Este ser profundamente creyente, hipocondriaco, atenazado por su miedo a la enfermedad y a la muerte, con su eterno pánico a las batas blancas de los médicos, al haber padecido de niño el Baile de San Vito, pudo sobrevivir, sin embargo, a los disparos de una exaltada escritora feminista estadounidense, Valerie Solanas, que le dejó el cuerpo rebosante de costurones, como una compleja red de carreteras por las que se extraviaba a todas horas.
Su vida se extinguió un 22 de febrero de 1987. Y sus hermanos, que habían demandado al hospital por negligencia, hicieron todo lo posible por cumplir y mostrar al mundo sus muchos y curiosos caprichos. Eligieron un féretro de una sola pieza de bronce macizo. Y el cadáver fue amortajado con un traje negro de cachemira, una corbata de seda estampada, una peluca plateada, unas gafas de sol y, entre las manos, un breviario y una rosa roja para que le sirviera de brújula en su viaje al otro mundo, a través de la Tierra de Mordor. Uno de sus más íntimos amigos, durante el elogioso discurso fúnebre, pronunció esta frase para la historia: «No lo juzguéis por sus apariencias».
Andy Warhol hasta en la sopa (nunca mejor dicho). Es mucho más fácil hablar de lo que conoce todo el mundo que, por ejemplo, las decenas de artistas españoles de esa época que tuvieron un éxito limitado. Y sin embargo, los hubo tan extraordinarios como el chorra este.
Es que, perdón que lo diga, esa lata marcó todo un hito en la vida de los americanitos y Warhol era un niño marcado por su infancia.
En mi adolescencia tenía un poster de Warhol en la habitación. Todos somos niños marcados por nuestra infancia. Yo quisiera que en la mía hubiera habido más profundidad y menos tontería e influencia yanqui, valga la redundancia.