El viejo Richard apenas lograba dormir por las noches. El mundo siempre se le había antojado un escenario geológico y vibrante donde poder construir la música que desde joven atormentaba sus oídos. Durante un tiempo aquel siècle fue hermoso y ellos eran jóvenes, brillantes, prometedores hijastros de su época: Hofmannsthal, Zweig, Klaus, Roth, Schönberg, la bella Pauline, él mismo. Viena, con las risotadas prodigiosas de Mozart y los valses azules, quedaba muy lejos de Múnich, y su apellido, Strauss, a pesar de la similitud, nada tenía que ver con el padre de la Marcha Radetzky. Su música era bien diferente a la de los vieneses, pues nacía acunada por la desesperación moderna, metálica e intelectual del romanticismo wagneriano.
Pero finalmente, las dos guerras acabaron por reescribir aquellas vidas rutilantes con una atronadora banda sonora: Zweig y su esposa abrazados y muertos al otro lado del mundo; Schönberg exiliado de sí mismo con un apellido americanizado; Hoffmannsthal muerto de un infarto cerebral tras el suicidio de su hijo; Roth alcoholizado, descansando finalmente después de días de un atroz delirium tremens. Y él mismo, el viejo compositor, testigo inamovible de la subida al poder de las bestias salvajes, adoradores de un fuego inculto y fanático donde quemaban por igual a libros y hombres.

Strauss, Pauline y su hijo
Strauss y familia
Strauss en su casa con Pauline y su hijo
Richard Strauss, director
Al principio pensó que podría convivir con ellos en mitad del estruendo, aislado en su ideología apolítica basada en un único principio personal (“las personas se dividen para mí en dos, las que tienen talento y las que no”), pero a medida que se extendía el terror, comprendía que tal vez él sí, pero su música no soportaba por más tiempo la ambigüedad, así que con casi 70 años y una familia medio judía amenazada por la Gestapo, escribía en su diario esta sentencia sin vuelta atrás:
(Ha sido un) reinado de años de bestialidad, ignorancia y destrucción de la cultura por parte de los mayores criminales, durante el cual los dos mil años de la evolución cultural de Alemania llegaron a su fin.
Después, recuperando una vieja y añorada disputa con aquel gran escritor que había sido su amigo, Stefan Zweig, se sentó a escribir El capricho a modo de pieza de conversación para música. Y esa música brotaba de sus viejas manos sin dificultad, saldando las deudas de los grandes maestros pasados y presentes que ahora atravesaban con generosidad las partituras: Mozart, Beethoven, Wagner, Verdi, Mahler, Debussy… Todos lograban convivir por fin sin estridencias sumando texturas a la novedosa aportación de Strauss: una orquestación moderna, compleja, casi futurista, donde la palabra era a veces ensombrecida por la rotundidad brillante de la música, y la música a veces superada por el sólido armazón de la palabra. Al mismo tiempo, en escena, los personajes variopintos extraídos de un romanticismo deliberado con una indecisa condesa a lo femme fatale como protagonista, discuten elegantemente sobre la supremacía de las artes en un castillo francés del siglo XVIII, mientras el humor, que es el arma más poderosa del ser humano, inyecta, eficaz, su antídoto contra la barbarie política y social de aquella Europa de Strauss.
Zweig y Roth
Richard Strauss, mayor
Tres años habían pasado desde el estreno de Capriccio en el teatro Nacional de Múnich, cuando las tropas aliadas norteamericanas detenían al músico alemán en su hogar de Garmisch:
“Señores, yo soy Richard Strauss, el compositor de El caballero de la rosa y Salomé”. El teniente Weiss, que era también músico, asentía con la cabeza en señal de reconocimiento, ordenando colocar en el césped del jardín una marca para proteger al genio. El viejo regresaba, cansado, a su casa, donde moriría poco tiempo después.
En 2019, el Capriccio de Strauss se nos revela como una especie de ópera rara: no sirve para el placer musical, pues en nada facilita las cosas al melómano que se conforma con el disfrute privado en un dispositivo de audio. Tampoco sirve para la literatura, porque su argumento se desplaza en una espiral interminable enredada en torno a una discusión tan antigua como inútil: la elección entre música o palabra. Sin embargo, la genialidad de esa rareza en directo radica en que no es una ópera, sino una banda sonora para la vida: caótica, ruidosa, efímera, irónica, cruel, donde sus protagonistas, sometidos al capricho del azar, tratan de vivir a ratos envileciendo y a ratos embelleciendo el fragmento de mundo que pueblan.
Acudo al Teatro Real junto a la periodista y escritora Karina Sainz Borgo. Ella y yo somos muy diferentes, pero amamos las mismas cosas: los libros, la loza sevillana, algunos capitanes, el centro de Madrid y la ópera. Desde que nos conocimos en Zenda vamos intercambiando pequeñas deudas de amistad y admiración que organizamos sin mapa; a golpe de brújula. Por eso el wasap de Karina invitándome a ver el Capriccio de Strauss no me sorprendió; entraba dentro de nuestro territorio extraño.
Tal vez porque las dos andamos últimamente interrogando a los muertos, buscando material para la literatura en nuestros particulares inframundos (Karina en las fronteras en guerra de América Latina y yo en los senderos azules que bajan al Peloponeso), esta singular ópera de Strauss poblada de fantasmas nos conmocionó especialmente y a la salida, tras la segunda ronda de bebidas, sellamos un pacto de mujeres: las dos escribiríamos nuestra versión particular del Capriccio publicando sendos textos a la misma vez en Zenda.
María José Solano y Karina Sainz Borgo
En la oscuridad de la sala del teatro, como alumnas aplicadas, apuntábamos en nuestras libretas algunas palabras recogidas al azar, turnándonos en el uso del único bolígrafo. Habría dado cualquier cosa por poder leer las suyas, pero claro está, ni siquiera lo mencioné, aunque yo sí quiero compartir una de aquellas frases robadas la pasada noche a Strauss. Creo que es adecuada como resumen de la felicidad que sólo permiten los buenos amigos y algunos amores:
“Las horas transcurren sin que el tiempo pase”.
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