Sé perfectamente que los que más van a disfrutar este libro es la gente que más me detesta y que cada línea confirmará su desprecio. Pero ése es en parte el interés del libro, POR ESO LO ESCRIBO. Mientras piensen, aunque sea negativamente, ¡al menos están pensando! ¿Acaso habíamos ya olvidado que la ira es energía?
John Lydon en ‘La ira es energía’ (Malpaso, 2015)
Las 600 páginas que John Lydon dedica a su autobiografía se resumen en las cuatro palabras del título: La ira es energía. La provocación, la búsqueda de enemigos dispuestos a odiarte, fue una de las mayores armas promocionales del punk y de su propio personaje: Johnny Rotten. El movimiento iniciado en los años setenta del siglo XX, marginal y contestatario, fue digerido fácilmente por el estómago agradecido del sistema, quien lo metabolizó sin ningún problema convirtiéndolo en camisetas del Bershka con el logotipo de los Sex Pistols.
Dentro de ese sistema, el modelo de trabajo de Lydon, la conversión de la ira en energía, ha tenido más éxito que la venta de sus camisetas. El propio cantante ha conseguido vivir décadas a costa de generar ira en reality shows, entrevistas, libros, conciertos, etc. El modelo le funciona. Si su popularidad cae en picado, sale a la palestra defendiendo a Trump o criticando el mismísimo punk que contribuyó a crear. Es el modo perfecto de llamar la atención en plena sobredosis informativa.
Si de algo puede estar satisfecho el señor Rotten es de la generalización de su filosofía. Hoy se escucha menos punk, una pena, pero casi toda la energía que nos rodea procede de la ira. Los principales molinos de viento dispuestos a transformar las corrientes de odio en fuente primordial del movimiento social son los políticos en su eterna campaña electoral.
La ira ahorra mucho dinero a los equipos de los partidos. Es un ejemplo perfecto de eficiencia energética. Basta con desatarla en apenas unos cuantos enemigos, e incluso fomentarla entre los amigos, para conseguir una difusión barata del mensaje. En redes sociales, o a través de mensajería privada, es fácil convencer a unos pocos de que su cabreo es tan único que merece la pena compartirlo. Así, lo aparentemente individual deviene en aparentemente masivo hasta el punto de que pasa a ser interpretado como influyente. Y la energía de la ira se transforma en poder.
No es nuevo, siempre ha pasado, aunque nunca con tanta fuerza como ahora que disponemos de herramientas para medir esa ira, ahora que tenemos estadísticas del odio en tiempo real. Los números absolutos no suelen ser representativos, es más, llegan a ser ridículos si los ponemos en contexto, pero ante un cabreo reaccionamos con otro y no nos paramos a analizar la realidad debidamente.
De este modo, el mosqueo organizado de unos miles de patanes marca la agenda de un país de decenas de millones de habitantes. Tal es el poder que surge de la energía generada por la ira. Sería maravilloso que dedicáramos todos esos vatios de potencia a gritar canciones punk, nos haríamos menos daño.
Nota: Hace más de un año recibí el encargo de escribir un libro dedicado al uso que hacen de este tipo de estrategias los políticos para llevarnos al huerto de las urnas. El proyecto se frustró, cosas que pasan, pero los apuntes que preparé para ese ensayo que nunca llegó a las librerías están disponibles en este libro electrónico publicado en Amazon, por si sirven de algo.
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