El tren sale despacio con nocturnidad adelantada de noviembre, dejando a un lado las altas torres de Plaza Castilla. En apenas hora y media estaremos cruzando Tierra de Campos que, para los que vivimos en el deslumbramiento LED de la gran ciudad, es como cruzar la línea de sombra de un páramo lunar.
Cena en Downton Abbey
Este fin de semana Valladolid será únicamente una estación intermedia, porque el destino es La Mudarra, un pueblo cercano de unos pocos habitantes en invierno, donde se levanta desde hace casi seis siglos La Casa Grande: palacete de los almirantes de Castilla, que por azar terminó en las manos del periodista y anticuario Godofredo Garabito, quien lo habitó con gusto humanista rodeado de obras de arte, una espléndida biblioteca, buenos vinos y muchos nietos. El mayor de ellos, Guillermo, heredó (porque esas cosas se heredan) la intuición de la palabra perfecta y el abuelo, veterano de miradas, decidió dedicar el tiempo restante de vida a alimentar el talento de aquel muchacho curioso a base de columnas dictadas, tertulias entre viejos amigos y lecturas imprescindibles: Ruano, Camba, Mihura, Ramón, Umbral…
Don Godofredo murió finalmente con la certeza de que la estirpe periodística se perpetuaba, aunque no tuvo tiempo para ver su casa convertida en lo que hoy es: la magnífica sede de la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio, con su hija Paloma Garabito como vicepresidenta y alma de todo, y su nieto Guillermo —periodista y presidente— defendiendo con afán florentino una programación culta e inusual para este país y este momento.
La temporada de primavera-verano suele ser el momento elegido para la música. En aquel singular jardín vallisoletano han sonado instrumentos renacentistas y partituras originales, el desgarro flamenco para la poesía de Miguel Hernández, recitales a dos pianos y hasta un concierto de los mismísimos Hombres G. En vivo y en directo. Sin embargo, el otoño de La Mudarra (que para los sevillanos es un invierno con Barbour y sin previo aviso) es el momento dedicado a las conmemoraciones y los encuentros. Se reúne en torno a la chimenea y los negronis lo mejor del periodismo español, y como la charla, la amistad, las bromas y la comida se superponen a las ideologías, esas “Conversaciones en la Casa Grande” se quedan siempre pequeñas porque ocurren demasiado rápido, como la felicidad.
Llegar de noche a La Mudarra es como atravesar los Marshalls de Conan Doyle sin el aullido del perro de los Baskerville, aunque con el misterio posmoderno de luces flotantes dibujando un bosque de molinos de viento descomunal e invisible.
La calefacción recién instalada recibe a esta visitante nocturna con una calidez inesperada de palacete castellano, y el comedor dispuesto, la mantelería de hilo en estilo reversible, la plata, el pan de oro del espejo veneciano, las fuentes de La Cartuja, el centro de hojas de hiedra del jardín, y los deliciosos frutos del bosque o del Mercadona (a esas alturas del mal estendhaliano ya da igual) brillan a la luz de los candelabros como en un fotograma de Downton Abbey.
La cena (vichyssoise enfriada en la piscina, y la carrillera más exquisita, delicada y perfecta que uno haya podido probar nunca) son obra, como casi todo lo que ocurre en La Mudarra, de Guillermo, aunque el escepticismo que siempre despierta la perfección nos hiciera creer, a pesar de los juramentos de negación, que detrás de aquello se escondía la mano experta de un chef Cinco Estrellas Michelín contratado para la ocasión.
Conversaciones en la Casa Grande
La mañana del Encuentro Nacional de Periodismo de Opinión en la Casa Grande transcurre ajetreada para la familia Garabito: Paloma, Guillermo, los dos Chemas —padre e hijo—, Alex, Alberto, y la bellísima Carolina Garabito que incluso ha madrugado para estudiar, coordinan eficaces el concierto interno; el engranaje de esa maquinaria que nadie ve pero que armoniza con eficacia, entusiasmo, y discreción, la tarea imposible de poner en marcha para más de cincuenta invitados, cuarenta y ocho horas de comidas, buen vino, cócteles, patronos, premios, grabaciones, entrevistas, promoción, alojamiento, música en directo y felicidad. Y que todo eso parezca sencillo. Esta invitada ha acudido a La Mudarra como notaria emboscada para contar qué se cuece en las bambalinas de un acto de esta envergadura, pero ni aun así es capaz de explicar sin asombro cómo tanto puede salir tan bien.
Van llegando los invitados: periodistas de las principales cabeceras, escritores, músicos, locutores de radio, ilustradores, viñetistas, directores de periódicos, redactores, abogados, hasta un hacker… Pero sobre todo amigos a los que esta servidora admira por encima de casi cualquier cosa: Calero y Susi, Úbeda, Chapu, Nieto Jurado, José María Nieto ‘fe de ratas’, Puebla, Pery y Teresa, la gran Rebeca Argudo (¡¡cómo te echamos de menos, Karina!!), Peláez, Marijose Fuenteálamo, Garrocho, Bustos, y mi adorado David Summers. Y tantos que no caben aquí y tan buen periodismo allí reunido, que ni las estúpidas pintadas del Museo del Prado (que obligó a los de la sección de cultura a trabajar en sábado), ni este intenso síndrome del impostor que siempre me aflora entre genios, pudieron enturbiar aquel día de conversaciones, encuentros y mucho alcohol.
Por la noche, los Manhattan con sopas de ajo compensaron el frío de los Torozos, mientras la música de cine interpretada en directo por un magnífico trío de cuerda, propiciaba el momento mágico (tengo que usar el adjetivo y que Guillermo me perdone) de la noche: José Luis Garci sentado en un alto sillón con respaldo se dejaba besar el zafiro imaginario de su dedo anular por los periodistas presentes que, rodilla en tierra, rendían pleitesía al maestro mientras todos tarareábamos los acordes inconfundibles de El Padrino.
La sombra del ciprés
En la alta madrugada el presidente de la Fundación GGG, un poco desesperado ya, todo hay que decirlo, tuvo que invitar a los más remolones a abandonar de una vez el jardín, pero la quietud duró lo justo. El sol brillaba al poco sobre las almenas renacentistas de La Mudarra y allí estábamos todos los invitados otra vez como si nada hubiera pasado, con hambre, sed y risas renovadas, empeñados en la elegancia de una etiqueta sui generis y preparados para asistir al homenaje a José Luis Garci, que era la verdadera fiesta.
A José Luis Garci se le entregó el Ciprés de Honor a la sombra de los cipreses del jardín de La Mudarra, que como todo el mundo sabe, son los únicos que todavía siguen creyendo en Dios. Se le entregó el ciprés que es lo mismo que decirle a Garci que lo admiramos por todo lo que es, y no es poca cosa, como recordó con inteligencia y emoción Jesús Calero, y enumeró Luis Enríquez: “Garci cineasta, Garci coctelero, Garci amante del deporte, Garci abuelo y padre y marido, Garci periodista, Garci escritor y Garci amigo”.
Un Garci galardonado con el primer Óscar del cine español y finalista de cuatro más, pero también digno de haber recibido los dos premios más prestigiosos del periodismo de nuestro país: El Cavia y el González Ruano.
Reproduciendo las emocionantes palabras del presidente de la Fundación terminamos este recuerdo: “Con Garci y sin que él lo sepa nos hemos entrenado para beber tragos amargos con mucha ginebra y buscar un minuto de silencio por el Martini ausente; hemos aprendido a ver La Diligencia, a amar a John Ford, a educarnos en el blanco y negro de Qué grande es el cine, pero, sobre todo, hemos aprendido a leer al gran escritor que es Garci: porque no se puede ser más elegante escribiendo. Por eso queremos que entiendas que este homenaje no es otra cosa que el intento de ser dignos de ti, José Luis Garci; de que nos aceptes como eternos aspirantes vocacionales a ser, algún día, uno de los tuyos”.
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