El nuevo ecothriller de Maite R. Ochotorena, Un desierto de hielo, traslada al lector a las llanuras de la Antártida y a las fosas abisales para denunciar la explotación de los recursos naturales. El cadáver de un geólogo aparece desnudo en una base científica noruega y el protagonista de la novela, Mikel Ibarra, antiguo investigador criminal, se lanzará a investigar las raíces de ese crimen.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Un desierto de hielo (Planeta).
***
1
Base científica noruega Nytt Håp, Antártida
Synne alzó la vista del ordenador. Se quedó muy quieta, esperando volver a oír ese golpe sordo. Había sonado en el exterior, estaba segura. Se adelantó un poco y atisbó por la ventana del módulo médico la oscuridad nocturna y la tormenta de nieve que azotaba la base. De inmediato pensó en Björg.
Björg, al que habían dado por muerto.
«Nadie puede pasar tres días ahí fuera y sobrevivir».
Si es que estaba ahí fuera. Si es que se había perdido.
El viento sacudía el edificio haciendo vibrar su estructura. Synne se estremeció. Sabía bien que no debía salir, la temperatura había caído drásticamente los últimos días y había alcanzado ya los treinta y siete grados centígrados bajo cero; algo muy normal teniendo en cuenta que el invierno austral se acercaba mordiente y duro. Con aquella tormenta la sensación térmica aún sería peor.
Se puso en pie. Quería saber. Tenía un buen motivo para querer saber: Björg.
Cogió una linterna del armario de equipamiento, se recogió la melena pelirroja en un moño, se abrigó —muchas capas de ropa bajo el chaquetón polar, como una cebolla, de los pies a la cabeza, de menos a más, ese era el truco para no morir de frío— y se dispuso a abandonar el cálido interior del módulo médico. Salió al pasillo desierto. Las luces se encendieron al detectarla y mostraron un ancho túnel semiesférico de acolchadas paredes blancas. Lo recorrió con prisa hasta la salida. Al deslizarse la puerta automática, el viento gélido la recibió. Retrocedió un paso, impresionada por el cambio de temperatura, tan agudo que se le cortó el aliento.
Su instinto de supervivencia tiró de ella instándola a regresar.
Aun así, reunió valor y salió.
¿Y las luces?
Buscó con la mirada los focos instalados en todo el perímetro de la base. Los sensores deberían haberlos hecho funcionar, ya que había pasado delante de ellos al traspasar la puerta. Encendió la linterna y apuntó hacia arriba, siguiendo la línea del tejado. Comprobó uno por uno los que quedaban por encima de su cabeza a derecha e izquierda. Estaban apagados.
¿Por qué?
Remolinos de nieve danzaban frenéticos a su alrededor, recortados en el pequeño espacio iluminado que su linterna robaba a las sombras. Fuera de él no había nada.
—¿Björg?
Su voz se perdió, engullida por la ventisca.
Echó a andar agazapada bajo el peso del viento. Lo sentía mordiendo la piel de su rostro a través del pasamontañas, dentelladas como cuchillas afiladas. Casi no podía respirar, el aire polar dañaba sus pulmones. Rodeó la base. Nytt Håp había sido remodelada con un diseño futurista, capaz de preservar la vida en un medio tan hostil. Se alzaba sobre un bosque de pilares de acero profundamente anclados en el hielo, como un platillo volante que hubiera aterrizado sobre la nieve. Desplazó el haz de luz trazando un arco alrededor.
Y entonces lo descubrió.
Allí, a pocos metros, había algo, un bulto en el suelo. La nieve estaba ocultándolo rápidamente. A Synne se le aceleró el pulso. ¿Qué era aquello? Se aproximó con cautela. Se quitó con los guantes la escarcha que se le adhería a las pestañas y abrió los ojos.
Chilló, resbaló y se cayó de espaldas, la boca abierta en un gesto demudado. Se le escurrió la linterna entre los dedos y quedó apuntando la inconfundible forma de un cuerpo desnudo: el de un hombre en posición fetal, con el vientre abombado y una horrenda herida cosida burdamente desde el pubis hasta el esternón, con los ojos hueros abiertos en una mueca de terror y vuelto hacia ella.
Lo reconoció.
Era Björg.
Björg estaba muerto.
No pudo apartar la vista del cuerpo sin vida de su compañero. Entonces, a través del miedo y la parálisis que aturdía su mente, distinguió una cosa más. Habían escrito algo en ese vientre hinchado, con letras grandes, grabadas a base de crueles y profundos cortes. Leyó: kripos.
Y mientras pugnaba por ponerse en pie, agitando los brazos en el aire para no caer, como si fuera a emprender el vuelo, un sonido muy sutil alcanzó sus oídos. Al fin logró recuperar el equilibrio. Prestó atención. Un lamento se desprendía de alguna parte en la ventisca, un lloro estremecedor cuya tristeza la conmovió de un modo atroz.
Quiso discernir de dónde provenía. No tardó en localizar su origen: un tubo asomaba de la boca grotescamente abierta de Björg. Alguien se lo había introducido por la garganta.
Asustada, regresó a la base. Tenía que despertar a todo el mundo.
2
En algún lugar del Cantábrico
Ese pensamiento potente y cruel regresó. Lo conocía bien, era recurrente, llevaba machacándose con él muchos muchos meses: «Atrévete. Total, ya estás muerto». Se ajustaba a su situación como una catarsis cósmica.
A Mikel Ibarra se le partió una sonrisa, una brecha rota y torcida en la cara. Se rio como un salvaje mientras ponía los cuatro motores del exotraje a toda potencia para sumergirse en las frías aguas del litoral Cantábrico. El indicador en el antebrazo derecho empezó a marcar el descenso. Se sentía seguro dentro del prototipo, diseñado para que un buzo opere con seguridad a grandes profundidades.
Lo sentía por sus socios de Urpekari, lamentaba haberse llevado el traje a hurtadillas. Esperaba que pudieran recuperarlo cuando todo hubiera acabado. Al fin y al cabo, para eso servía el geolocalizador que llevaba incorporado, para eso se habían gastado una fortuna en el sumergible.
Cien metros. Ciento cincuenta. Doscientos.
El Cantábrico. No había necesitado alejarse demasiado de la costa guipuzcoana, había en ese mar salvaje lugares con suficiente profundidad para lo que se proponía hacer.
Morir.
Total, ya estaba muerto. Por dentro, por fuera, de todas las formas en que se puede estar muerto en vida. El tiempo se le antojaba ahora un dato circunstancial, algo relativo.
Trescientos metros.
El exotraje había sido creado para soportar la presión a novecientos metros de profundidad, por eso él pensaba descender más, mucho más. Por debajo de ese límite aguardaba la oscuridad, la muerte descarnada, desnuda.
Mikel Ibarra, exinvestigador en la Ertzaintza, campeón internacional de apnea, escalador, socio en un equipo de investigación de bioingeniería llamado Urpekari*, era todo eso y tantas cosas más… Ya no quedaba nada de ese Mikel, se había convertido en una sombra de sí mismo, triste y oscura. En apenas dos años.
«El tiempo se vuelve un enemigo cruel cuando juega en tu contra».
Buscaba la soledad de las profundidades, sentirse como al nacer, inmerso en el lugar donde se originó la vida, como el bebé en la placenta de su madre, cuando sus pulmones aún no han respirado, cuando el líquido amniótico todavía es su medio natural. Al fin y al cabo, morir era como volver al punto de partida.
La oscuridad lo engulló. A medida que se hundía, aquel submundo inexplorado que tanto amaba se iba tornando más y más impenetrable. Y hostil.
Cuatrocientos ochenta y cuatro metros.
¿Qué haría cuando la presión lo aplastara?, ¿qué ocurriría?, ¿cómo sería el final? Conocía la teoría, no qué sentiría. Dolor, sin duda. Apretó los dientes y continuó adelante. Empezó a transpirar. Estaba embutido en un sofisticado traje de inmersión que actuaba como una segunda piel protectora fabricada con un material de última generación, la única barrera entre su organismo y el océano; una creación que aún no había visto la luz, ni siquiera la habían probado. Esta iba a ser la primera vez; una dura prueba, puesto que pensaba traspasar todos los límites.
Miedo. Reconoció esa clase de miedo, miedo a cruzar el umbral, miedo a morir, a sufrir al morir.
La muerte es violenta. Nacer y morir son los dos momentos más violentos de la vida.
Seiscientos metros. Seiscientos treinta, setecientos. Ochocientos veintisiete. Novecientos.
Su límite.
«Ha llegado a su destino», se burló de sí mismo.
Frenó el descenso y se quedó flotando como un astronauta en el espacio. El exotraje pesaba ciento cincuenta kilogramos, era cien kilos más ligero que cualquier otro del mercado y el doble de resistente. El trabajo de sus amigos de Urpekari —Andrea y Unai— había sido impecable. Como buzo profesional, él había ayudado en el proceso, junto con su socio Aitor, realizando las pruebas físicas con cada prototipo hasta llegar a la versión definitiva. Por algo lo llamaban el Piloto de Pruebas. Habían sido años de investigación, una apasionante carrera. Ahora que habían llegado a la meta, no les quedaba sino encontrar un inversor que apoyara su proyecto.
Las emociones se retorcieron en su corazón.
Mejor no pensar en ello.
Mejor concentrarse en lo que estaba haciendo.
El soporte vital le permitía respirar sin necesidad de bombonas de oxígeno. En caso de que pretendiese emerger, no tendría que preocuparse por la descompresión. Ah, pero su billete no era de ida y vuelta.
No, no pensaba volver. Y era muy consciente de lo paradójico que era utilizar el exotraje como vehículo a la muerte. Bueno, estaba en su derecho de escoger cuándo y dónde acabar. Así que había escogido el mar, había escogido ese día, esa hora, estando en perfecta posesión de sus facultades mentales.
Amaba el océano, amaba la vida, amaba su profesión.
Qué mejor forma de despedirse que buceando una última vez.
Dios, ¡la vida corría por sus venas como un reguero de fuego! ¡Todo su ser aullaba suplicando por vivir!
No encendió las luces del exotraje. Privado de la vista, sus otros sentidos percibieron la oscuridad como una amenaza. No se asustó. Estaba acostumbrado a lidiar con el peligro.
Agarró el cable umbilical que lo mantenía unido al Altair y soltó el anclaje. Luego miró sin ver hacia el punto en el cual el barco con el que realizaban las pruebas en el mar flotaba suavemente, mecido por las olas. No había nadie tripulándolo porque se lo había llevado en plena noche del muelle como un ladrón. Ya nada lo unía a él. Acababa de cortar su nexo con la vida.
Se concedió una oportunidad para retroceder, para arrepentirse. Aún podía volver, estaba a tiempo.
Ni hablar.
Adiós.
Puso en marcha los motores y se impulsó hacia abajo. Había elegido el mejor sitio, allí donde el fondo marino descendía abruptamente hasta alcanzar los casi tres mil metros de profundidad. Aceleró el ritmo de descenso, toda una declaración de intenciones. Bajaba a plomo atravesando las tinieblas del fondo oceánico. Sobrepasó rápidamente los novecientos metros y se preparó para las consecuencias.
Novecientos cincuenta, mil, mil sesenta.
El exotraje aguantaba como un campeón. Sorprendente. Más abajo pues.
Mil ciento treinta.
Constató asombrado que estaba batiendo todos los récords. Qué lástima que nadie fuese a presenciar semejante proeza.
«Enhorabuena, Andrea y Unai. Sois unos genios».
Mil ciento sesenta.
El casco se resquebrajó. No lo vio, lo oyó. Al fin. Imaginó lo que estaba pasando y lo que vendría después: habría aparecido una fisura, luego esa fisura se expandiría, irradiando otras finas grietas largas y zigzagueantes que colonizarían el resistente material.
Hubo un chasquido. Luego otro y otro, y de pronto algo impactó contra su cara. Un agudo dolor atravesó su cerebro y ahogó un gemido. El casco se había aplastado, abombándose hacia dentro, y le había partido el tabique nasal. Su nariz, grande y curvada, esa nariz tocha que era su seña de identidad, estaba rota. La sangre brotó, notó su sabor en la boca. Aquel dolor sordo retumbó en su cabeza. La aleación reforzada del torso también se abolló.
Efectos de la presión.
«Lo siento, chicos; daños colaterales, ya lo repararéis».
Mil doscientos veinte metros.
Sus pies tocaron fondo a mil cuatrocientos metros de profundidad, mucho antes de lo previsto. Levantó una nube de arena. Apagó los motores. Ya no los necesitaba. Encendió las luces. Quería saber dónde estaba antes del final.
Comprobó que el casco se había astillado y abollado hacia dentro, aunque de momento resistía, recorrido por una red de finas líneas entrecruzadas que configuraban un intrincado mosaico contra su rostro. La deformación le impedía girar mucho la cabeza, pero pudo distinguir qué era lo que había frenado su descenso: un antepecho de roca, un escalón natural de apenas un metro de ancho, cubierto de un manto de arena blanca salpicada aquí y allá de negras rocas. La pared vertical de piedra junto a la que había ido hundiéndose continuaba precipitándose bajo él hacia las profundidades. Intentó divisar dónde acababa, pero se perdía en las tinieblas, cortada a pico.
La arena que había levantado por el impacto flotó en suspensión en torno a sus piernas durante unos minutos más. Nada se movía en aquel lugar, ni peces, ni microorganismos; nada. Era como estar en la superficie lunar.
Decidió quedarse allí.
Apagó las luces led. El casco aún aguantaba. Cuando reventara, sería el fin.
Ojalá le hubiera dado un abrazo a su madre; ojalá se hubiera despedido de sus antiguos compañeros en la Ertzaintza, y de Aitor, de Andrea, de Unai…; de su ciudad, Donostia; de tantas cosas que habían hecho que amara la vida.
Qué absurdo. Era evidente que si hubiera intentado despedirse, no habría sido capaz de dar un paso así.
No, se conocía bien. Habría cedido al instinto de supervivencia.
No. Mejor así.
Todo estaba bien allá abajo. Era más él que nunca: Mikel Ibarra afrontando su destino. Que así fuera.
El exotraje cedió un poco más. La abolladura en el pecho se agudizó, presionando sus costillas, el material también se aplastó contra las piernas, pero aún no llegaba a oprimir músculos y huesos. Cuando sucediera, dolería.
«Joder, no es fácil acabar. Nada fácil. Hace falta valor para quitarse de en medio».
Entonces fue testigo de algo extraordinario.
Creyó que estaba delirando, después de todo estaba sometido a una enorme presión. Algo flotaba delante de él, algo que emitía un resplandor suave, partículas, tal vez microorganismos bioluminiscentes, luciérnagas marinas del tamaño de cabezas de alfiler. Formaban un insólito espectáculo: miríadas de estrellas que emergían desde el fondo que tenía a sus pies. Una sensación de euforia recorrió su cuerpo. El resplandor que producía el fenómeno se reflejó en el casco y le pareció estar contemplando una nebulosa en el espacio. Hizo girar el brazo hidráulico y levantó la mano tratando de alcanzarla. Mientras los chasquidos y lamentos de su traje se multiplicaban y empezaba a sentir la presión comprimiendo su cuerpo, se dijo que definitivamente estaba alucinando. Si era así, le parecía bien.
Morir en la oscuridad sería después de todo una manera amable de morir.
Morir viendo aquello era todo un regalo.
«Magia. La vida es magia —pensó—. La muerte, un misterio».
***
* En euskera, submarinista, buzo.
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Autora: Maite R. Ochotorena. Título: Un desierto de hielo. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
BIO
Nacida en San Sebastián (1970), Maite R. Ochotorena se formó como guionista de cine y televisión y ha trabajado muchos años como creativa en el sector del videojuego. Sin embargo, su verdadera pasión siempre ha sido escribir novela. Inspirada su imaginación por Edgar Allan Poe, Agatha Christie o Alejandro Dumas, esta autora ha escrito numerosos relatos cortos del género. Con su primera novela, El secreto de la Belle Nuit, la autora dio el salto definitivo al mundo literario. A esta primera obra le siguieron su desenlace, La sombra de Fourneau, El destino de Ana H. Murria, Donde habita el miedo, Victory, en algún lugar desconocido, y El sueño de Valentine I, II y III. La mensajera del bosque, publicada en Planeta, tuvo un amplio reconocimiento por parte de los lectores.
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