¿Te obsesionan los muebles style à la grecque, los linguini con salsa de almejas o el litrito de amilo? ¿Te molesta absolutamente todo de tu ciudad? Especialmente los niños, los ciclistas y los caseros. ¿Te has planteado dejar de escribir para hacerte taxista? ¿Comprarte un avión privado por el simple hecho de poder fumar sin que te toquen las narices esa jauría de azafatos? ¿Quién ha puesto esa rotonda en medio de mi camino? ¿Milán? Sí, claro, esa ciudad diminuta y encantadora con toda esa gentecilla tan bien vestida… Pongamos que es Un día cualquiera en Nueva York, o en Berlín, o en Londres, o en Madrid… ¿Qué importa? Lo crucial es encontrar una ciudad en la que la queja fluya del modo más orgánico. Si tu profesión es quejarte a todas horas y practicar el chovinismo-malinchista a pie de urbe, tienes que saber que nada de eso es de tu propia cosecha. Es un estilo de vida que los demás cultivamos a imitación de su creadora, Fran Lebowitz, la única que sabe —o supo— practicarlo de un modo genuino. De ella se podría decir que su mejor libro es ella misma, con dos salvedades. Veamos.
Calculo que, antes de irrumpir en Netflix de la mano de Scorsese, las viejas ediciones de Tusquets rondaban unos pocos euros en las webs donde se subastan libros de viejo. A las pocas semanas multiplicaron sus ceros y cundió el pánico —como cuando estuve a punto de comprarme con una amiga una primera edición de Cien años de soledad la noche anterior a la muerte del Gabo—. Todas las bolleras se reconciliaron de súbito con sus amigos maricas —al menos aquí en Madrid— y las conversaciones cobraron un melifluo tono de concordia vía videollamada con el fin único de birlar alguno de esos ejemplares descatalogadísimos. Bob Pop salió en la radio autoproclamándose como la Lebowitz española —cosa que muchos llevábamos diciendo años— y aparecieron infinidad de imitadores —entre los que me incluyo— tanto de Fran como de Bob. Algunas personalidades se indignaron por la falta de tacto de Scorsese por no haberles hecho otro documental idéntico —por aquello de dar un empujoncito a sus obras olvidadas—y pusieron de vuelta y media a la vieja cascarrabias neoyorkina y a sus admiradores. En vano. Seguía cundiendo el pánico. De pronto todo el mundo quería leer. Y por fin llegó el día en el que, en un solo volumen, se reunía toda su obra, dos en total, a un precio razonable y acompañado de una fotografía jovial y hedonista en cubierta, firmada por la tocaya Leibovitz. Ya podíamos volver a pelearnos con los que nos habíamos reconciliado y encerrarnos a leer “a la prosista más cáustica y divertida de las últimas décadas”.
Supongamos que esto es un libro. Supongamos que no solo es un libro. Supongamos que sabes leer y, además, supongamos que te aburres terriblemente en casa de tu madre y estás cansado del pacharán y los juegos de mesa. Este libro te podría salvar del torpor de la hora sexta. Puedes entretenerte junto a tu madre haciendo los test de la “Guía vocacional para tipos realmente ambiciosos” donde, contestando a una serie de preguntas insustanciales, averiguarás si estás destinado a convertirte en Papa, en una rica heredera, en un dictador totalitario, un escalador social —cosa muy de moda entre los de nuestra generación— o en una emprartriz tipo Sissi o Eugenia de Montijo. Si se alinean los astros, como en mi caso, puedes atosigar a la cansada progenitora con un cuestionario para saber si tu hijo está o no predestinado a ser escritor. A modo de ejemplo, aquí van algunas situaciones que a mi madre, avergonzada y cabizbaja, le resultaron vagamente familiares:
1.- Período prenatal
c. Cuando su tocólogo aplique el estetoscopio en su abdomen, oirá excusas.
2.- Parto
a. El niño llega como mínimo tres semanas tarde porque habrá tenido problemas con el final.
d. Se tratará claramente de un parto único, ya que el niño habrá rechazado la idea de tener un hermano gemelo por tratarse de algo demasiado obvio.
3.- Primera infancia
El niño rechazará tanto el pecho como el biberón, prefiriendo agua mineral con un preparado efervescente para dejar el alcohol.
4.- Segunda infancia
d. Al cumplir los tres años se considerará a sí mismo una trilogía.
f. Cuando le lean cuentos para que duerma, emitirá comentarios sarcásticos sobre el estilo.
5.- Pubertad
a. A la edad de siete años empezará a considerar la posibilidad de cambiar de nombre. Y también de sexo. [1]
No esperes, pese a la insustancialidad, encontrarte un libro intrascendente. Tampoco esperes, pese a la trascendencia que solo el lector ocioso sabrá apreciar, librarte de lo insustancial. Es una mezcla de El libro de la almohada de Sei Shonago y la agenda telefónica de Samantha Jones —la de Sexo en Nueva York— anterior a la década de los ochenta. Es sorprendentemente cercano y a la vez distante, ligero y sesudo, divertido e irritante… Es un libro que a lo más que puede parecerse es a una conversación frustrada con tu polvo frustrado de toda la vida. Es admirable la mala leche y la capacidad de ver algo más allá de una sociedad banal y superflua, hasta el punto de convertirlo en un género indescriptible y envolvente, un género conversacional, eso sin duda.
Lebowitz tiene la capacidad de hacer universal lo anecdótico y seguir interesando a sus lectores desde un mundo de referencias perdidas. También tiene la capacidad de convencerte de que los deportes que conocemos son una nadería, o que un piso amueblado es un auténtico despropósito. Lebowitz, si te dejas, te pondrá todo patas arriba y te unirás gustoso a sus cabreos políticamente incorrectos. Porque todos tenemos derecho a beber donde fumamos —a riesgo de perdernos, como decía el enano Lanister, parte de la historia del arte—, a que nos sirvan langosta en el avión o que nos paguen un millón de euros por una obra inconclusa. Por eso, “dadas las circunstancias que acostumbran a rodear el mundo de las letras, un libro puede echar a perder fácilmente a una chica”, incluso puede echar a perder fácilmente a un chico que lo reseñe. Pero como ella misma escribe en el remate —sáquense los ojos los adictos al spoiler— “tenía que escribir este texto para entregarlo, y lo escribí. Pero si eres lo bastante perspicaz, observarás que me permití un mínimo de moderación. Este texto es muy corto, demasiado corto. Perdóname, pero necesitaba el dinero. Si vas a hacer algo, tienes que transigir. El negocio es el negocio”. Ella lo tiene claro.
Si quieres aprender de vida metropolitana y revisar los usos sociales, pon esto en tu mesita de noche. Incluso a sabiendas de que nunca te lo vas a leer, ponlo como las estampitas de tu tía o el brazo incorrupto de Santa Teresa, estas cosas siempre influyen.
Dirán que la Lebowitz no sabe escribir y, por lo que intuyo, no pretende seguir intentándolo, pero no se la pierdan. Un día cualquiera nos sorprenderá con un mordaz retrato de estos tiempos… Aunque será muy caro, tan caro como las obras que jamás se llegan a escribir.
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Autor: Fran Lebowitz. Título: Un día cualquiera en Nueva York. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros y Amazon
[1] Lo único que pretendo mostrar con estos ejemplos es que los vaticinios de la Lebowitz son mucho más fiables que los de tu amiga la tarotista. Conviene tener cuidado porque pueden salir a flote los secretos más vergonzosos. Incluso si no eres escritor. Si no tiene a tu madre a mano confía en el criterio de la amiga lesbiana más próxima.
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