Más allá del acogedor encanto del hygge danés, de su alto nivel de vida y de su estado de felicidad permanente, con sus correspondientes anversos, que haberlos, haylos, Dinamarca ofrece al viajero la posibilidad de crear itinerarios personales con tan sólo un mapa y la Rejseplanen, una utilísima app para usar los transportes públicos daneses. El resto es imaginación y las ganas que cada cual le ponga. Es casi imprescindible hablar, y entender, algo de inglés, pero en todo caso un idioma nunca debe ser un obstáculo que malogre nuestros deseos y aún menos nuestras libertades. A mediados del pasado mes de junio, mi mujer y yo trazamos uno de esos itinerarios y en poco más de dieciséis horas visitamos tres lugares con alto voltaje cultural. Y para poner el broche, ella, cómo no, se encargó de reservarme una sorpresa.
Comenzamos yendo en tren hasta Helsingor, pues allí está el castillo de Kronborg, patrimonio de la Humanidad, conocido por ser el lugar donde transcurre —obviamente sólo en la ficción— el Hamlet de Shakespeare. Su interior es prescindible, pero resulta relajante caminar a su alrededor, contemplando las aguas del estrecho de Sund y divisando la región sueca de Escania, al tiempo que se recuerda alguno de los geniales textos del inglés. Después dimos una vuelta por el centro de esta pequeña ciudad de 35.000 habitantes, situada al norte de la isla de Selandia, y nos sentamos en la plaza central a tomar un café, observando a los lugareños. Su calidad de vida salta a la vista y, a veces, hasta te abofetea, y te agarra una envidia que se mezcla con esta dejadez tan española con la que nos hemos acostumbrado a vivir gracias a nuestro peculiar sentido de la honradez, la aptitud y la eficacia. Luego fuimos hasta la estación y admiramos su fachada y su vestíbulo, dignos de novelar.
Poco después estábamos en un tren que en menos de media hora nos dejó en la estación de Rungsted, a unos tres kilómetros de distancia de la casa de Karen Blixen, hoy convertida en un museo dedicado a la vida y obra de la autora de Siete cuentos góticos o Memorias de África. El paseo desde la estación hasta la casa de Blixen, junto al mar, es memorable si se hace caso de una señal que indica el camino de acceso a través del bosque. Por esa senda llegamos hasta la tumba de la escritora, a la sombra de un haya centenaria. Su vida estuvo llena de renuncias y decepciones y ella misma logró superarlas pactando con su particular Lucifer, como bien se explica en los paneles del museo.
La casa se visita más o menos en una hora, y uno se hace una idea clara de los gustos aristocráticos de Blixen, de su modo de vida y del transcurso de sus días gracias a la decoración de la casa, los cuadros, muebles, fotografías, libros y demás objetos y enseres que se exponen y que pertenecieron a la autora de El festín de Babette, quien firmó la mayoría de sus obras con el seudónimo de Isak Dinesen. Nos sorprendió gratamente ver los cuadros que ella misma pintó, de una ejecución académica e impecable, sobre todo los retratos de las personas que frecuentó en Ngong, cerca de Nairobi. Nos dejamos querer y, con la habitual frugalidad danesa, sentados en el jardín que da al pequeño estanque situado entre el bosque y la casa, con la única compañía de tres ancianas británicas, comimos unos deliciosos smorrebrod de salmón fresco acompañado por unas Tuborg de pura malta rubia. Luego, imaginando aquella cena que Blixen mantuvo con Carson McCullers, Marilyn Monroe y Arthur Miller en su viaje por los Estados Unidos, imaginando aquellas vidas y aquellas épocas, regresamos a la estación dando un paseo por la misma senda, sentándonos en los bancos situados en rincones estratégicos, haciéndonos fotografías y jugando a perdernos y encontrarnos.
La tarde había comenzado a restallar solar y azul, a cámara lenta, y bastaron unos pocos minutos para que otro tren nos dejara en la estación de Humlebaek, a un kilómetro a pie del Museo Louisiana de Arte Moderno. Este centro que mira y se abre al mar, cuenta con varios edificios diseñados principalmente por los arquitectos Bo y Wohlert, plenamente integrados en la naturaleza y conectados a través de un recorrido triangular. Louisiana cuenta, además, con un parque exterior en el que se ubican varias esculturas y donde las palabras «diálogo» y «espacio» alcanzan un significado pleno. Añádanse sus terrazas, su embarcadero, las vistas, los escondites, los árboles, un escenario en el que todo confluye para disfrutar de una experiencia íntima. Por supuesto, son numerosos y muy reconocidos los artistas contemporáneos que están representados gracias a Knud W. Jensen, su fundador, y una lista de patrocinadores públicos y privados, algo muy habitual en Dinamarca. Entre esos artistas el visitante encontrará obras de Pollock, Moore, Hockney, Jacobsen, Tinguely o la mismísima y excepcional Barbara Hepworth. Confieso que lo que más me motivó a visitar la colección fue la presencia de Giacometti. El museo cuenta con una estupenda —y magníficamente expuesta— colección del artista suizo. Siempre me han interesado los rostros de las mujeres y hombres que nos legó. Ahí están, por ejemplo, sus Mujeres venecianas y ese Hombre que camina, cuerpos y rostros ligeros, delicados, exhaustos, vividos, misteriosos y mágicos, perturbadores en todo caso. Y para mí, signo y significado del paseante, del peatón o del caminante, herederos del flâneur baudeleriano, igual que los personajes en la novela Las mujeres de la calle Luna —perdón por la autorreferencia—. Todos ellos ciudadanos que viven sobre una ética difusa, entre el ser o el casi no ser nada, por unas calles que se abren y se cierran a su paso y a cada paso.
Y aún hubo tiempo para visitar la exposición temporal dedicada a la pintora Gabriele Münter. Luminosa y vanguardista, sus formas llenas de carácter me transmitieron calma. Y un poco de calma con cerveza es lo que nos tomamos en la terraza con vistas. Dos viajeros a la deriva del atardecer, con una brisa ligera que hacía girar la escultura móvil de Tinguely y cuyos vaivenes atestiguaban que cada instante es único y múltiple a la vez. Aquí, con estas digresiones y derivas, bien nos podríamos pasar todo un verano.
Retomamos el camino de vuelta. Estábamos cansados pero satisfechos. A esa hora del viernes los vagones ya rebosaban alegría. Fue entonces cuando mi mujer se sacó de la chistera de su bolso un par de entradas y, agitándolas, me preguntó: «¿Sabes qué día es hoy?». «Pues no, la verdad es que no lo sé», le contesté. «Hoy es 15», me aclaró. «¿Y…?». «Pues que hoy toca celebración», dijo. Las entradas resaltaban en negrita el nombre de Lee Konitz en el Jazzhus Montmartre, el mítico club copenhagués. «A las nueve. Llegamos justo a tiempo», precisó ella poniendo sus labios sobre los míos.
Cuando entramos, Konitz ya estaba sentado en el escenario, esperando a que el público ocupara sus asientos, siguiendo sin recato los pasos de la camarera y agazapado tras sus gafas de sol, como si fuera invisible y nadie pudiera ya verle, ajeno al mundo. Normal. Konitz, nonagenario y leyenda del cool jazz, que grabó Birth of the Cool con Miles Davis y que ha actuado junto a los grandes del siglo XX, iba a regalarnos de nuevo otra lección de jazz.
Salimos tarareando. Haciendo algo de ruido, como dice Kenny Garrett en su Happy people. Las nubes parecían icebergs en la noche clara. Así que decidimos ir dando un paseo hasta nuestro barrio y, al pasar por la Ciudad Libre de Christiania, nos adentramos para tomar la última. Una decepción en toda regla. Pero esto también forma parte del éxito de cada viaje. Quien lo probó lo sabe.
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