El autor italiano Gipi publica La tierra de los hijos, una novela gráfica desoladora sobre dos muchachos en un paisaje apocalíptico.
Cuando todo lo que conocemos toque a su fin, ¿qué les quedará a nuestros hijos? A menudo hemos imaginado escenarios que llamamos “distópicos”, pero a los que no les suele faltar un encanto tramposo, un atractivo salvaje. Uno saca el DVD de su funda y enchufa por enésima vez Mad Max: El guerrero de la carretera o cualquiera de sus continuaciones, incluido el subidón adrenalínico de Mad Max: Fury Road, y siente una secreta aspiración: si el mundo tiene que irse por el retrete pasado mañana, me pido un Ford Falcon tuneado, de motor rugiente, y ser el cabronazo más duro del lugar. O vivir alegremente las mil peripecias del protagonista de El último hombre en un mundo habitado sólo por mujeres. O un brillante científico que, a lo Robinson futurista convertido en leyenda, es el único capaz de salvar a lo que queda de la humanidad de la versión zombi de sí misma. Richard Matheson, George Miller, Brian K. Vaughan… La ficción ha idealizado el horror. Los futuros apocalípticos tienen a menudo algo de lejano oeste, de aventura romántica, de última tierra sin conquistar en la que, si uno es lo suficientemente listo y resistente, y si sabe combinar con clase los gabanes polvorientos con la parafernalia neopunk, encontrará la manera de imponerse a la adversidad.
Y entonces llega Gipi y nos dice que ya. Que sí, claro.
Durante las últimas décadas, Gipi, nombre artístico de Gian Alfonso Pacinotti (Pisa, 1963) ha consolidado una voz propia y reconocible en el terreno de la novela gráfica. Un italiano con la pluma temblorosa y debilidad por los relatos de adolescencia. Hasta ahora había escrito sobre todo historias breves de chavales. Chicos que cuentan en primera persona cómo se relacionan con su entorno, con la familia, con el pasado y con su lugar en el mundo. En 2006 deslumbró en Angulema con Notas para una historia de la guerra (Sins Entido) y desde ese momento fue creando un universo de historias que sabían a barrio, guerras pretéritas y vivencias furtivas (S, Sins Entido, 2006) o a correrías urbanas, sueños y lecciones vitales (El local, Sins Entido, 2008).
La tierra de los hijos, que ahora edita Salamandra en España, es algo diferente.
“Sobre las causas y los motivos que condujeron al fin habrían podido escribirse capítulos enteros en los libros de historia. Pero después del fin ya no se escribieron más libros”. Así comienza este tomo de trazos en blanco y negro protagonizado, una vez más, por dos chavales. No tienen nombre: viven en un cenagal con su padre, que los cría como a bestias. Cazan perros para comer y comercian con sus vecinos de los islotes del pantano. No saben leer, no les hace falta. Vagan semidesnudos, asilvestrados, duros, agresivos y vivos. Son los últimos humanos que quedan. Eso les cuenta su padre, que escribe a diario en un cuaderno que luego se volverá una obsesión para los chicos. El mundo antiguo desapareció. Las causas y motivos, recuerden, no importan.
Tampoco importaban en la magnífica serie de zombis Los muertos vivientes, de Robert Kirkman (Planeta). O en Los Wrenchies (Sapristi Comics, 2015), otra historia apocalíptica protagonizada por menores, aunque con tintes más fantásticos. Aquellos eran una suerte de niños perdidos en un Nunca Jamás de pesadilla.
En este territorio del horror que dibuja Gipi, los chicos irán de islote en islote con su barca. En unos encontrarán granjeros deformes esclavistas. En otros, sectas destructivas que comercian con “laics” en nombre del Dios Wapo y empalan y mutilan al más puro estilo de Holocausto caníbal. Los ecos de la sociedad digital resuenan con maldad en los páramos acuáticos: los libros no sirvieron de nada ante el horror.
Los dibujos de Gipi lo expresan bastante bien. Es una novela gráfica dura, explícita. No sé si mis palabras aciertan. Conrad sale en mi ayuda para describir las sensaciones ante este viaje, también fluvial, a otro corazón de las tinieblas:
“La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí… Allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal, y los hombres eran… No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, ¿sabéis? Esa sospecha de que no fueran inhumanos”.
Gracias, capitán.
La narrativa de Gipi se reduce a lo esencial en el nuevo territorio apocalíptico. Sus protagonistas son austeros en palabras, la historia surge de cada mirada, cada detalle de las viñetas. No hay grandes declaraciones, sólo dos muchachos buscándose la vida con el lenguaje de la supervivencia y los códigos de la adolescencia. La historia se va construyendo con detalles que nunca conoceremos porque en realidad no importan. Quiénes son, qué hacen allí, cómo se llaman, quién es el padre, qué dice el libro negro, cómo era la vida antes, qué ocurrió… ¿Qué ocurrió?
Pues que todo lo que fuimos ya no es. Llámenlo guerra atómica —se habla de veneno, hay hombres deformados y cuerpos hinchados que surgen de las profundidades— o llámenlo pandemia letal. Llámenlo agotamiento de recursos o envenenamiento de la tierra… Es el infierno hecho realidad. Y aún allí, Gipi busca esos momentos en los que dos chavales tratan de ser sólo dos chavales y de no perder la esperanza.
Al final del río, asoma un rayo de luz.
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Autor: Gipi. Título: La tierra de los hijos. Editorial: Salamandra (Sello: Salamandra Graphic). Venta: Amazon y Fnac
5 viajes apocalípticos viñeta a viñeta
1.- Y. El último hombre
El guionista norteamericano Brian K. Vaughan es una de las voces imprescindibles del cómic mainstream de las últimas décadas. Si no le conocen, empiecen por esta serie, sigan por la revisión de las historias superheroicas mezclada con política de Ex Machina y no dejen de leer la fantasiosa space opera Saga. En Y. El último hombre, Vaughan imaginaba que todos los varones del planeta morían misteriosamente de golpe, excepto el joven protagonista, que debía cruzar EEUU de un lado a otro en una nueva realidad dominada por mujeres. Si a algunos el feminismo de hoy les puede parecer guerrero, tendrían que ver lo que se encuentra Yorick, el protagonista, en sus aventuras.
2.- Los muertos vivientes
El cómic no ha sido ajeno al subgénero de los zombis. Pero el título de Robert Kirkman (autor del texto, el dibujo corresponde a Tony Moore y a Charlie Adlard, sucesivamente) subvierte la mirada. Sí, los caminantes son terribles, pero se demostrará que el lobo es un lobo para el hombre, y que en un planeta sin leyes ni jerarquías, sólo los más fuertes sobreviven. Imprescindible e influyente, la obra de Kirkman no sólo saltó a la pequeña pantalla con éxito, sino que ha influido en toda una generación de productos apocalípticos posteriores, un subgénero “Z” en el que hay de todo, como en botica.
3.- Los Wrenchies
Algo mata a los adultos. Cuando los niños crecen, su vida termina. Así que los chicos, que lo saben, viven libres y aguerridos, como los pandilleros robinsonianos de El señor de las moscas. Los Wrenchies exprimen sus días alegremente y no temen a nada, ni siquiera a unos seres terroríficos que acechan. Farel Dalrymple construye un escenario apocalíptico pero colorido. Una suerte de Nunca Jamás con bases secretas que harían la delicia de los lectores preadolescentes o de los niños ya crecidos. Un viaje lisérgico y metanarrativo en el que aparecerán viejos héroes salidos de los tebeos perdidos del pasado. Lo pueden encontrar en el catálogo de Sapristi.
4.- El último recreo
Los argentinos Carlos Trillo (guion) y Horacio Altuna (dibujo) imaginaron en 1982 esta distopía ya clásica (que acaba de ser reeditada en España por Astiberri). El mundo ha sucumbido a la guerra nuclear y sólo han sobrevivido los niños. Su vida termina cuando maduran. No hay tabúes sexuales ni límites a la violencia. Eran otros tiempos: revistas como la imprescindible 1984, donde se publicó en doce entregas en blanco y negro, trabajaban muy lejos de las fronteras que hoy imponen la corrección política y las censuras extraoficiales de los ofendidos y de los gustos (adulterados, secuestrados, que no libres) del mercado.
5.- Hombre
Así, sin nombre, sin explicaciones, sin pasado. El Hombre sobrevive, viaja por ciudades destruidas en las que se agolpan los automóviles oxidados, se impone a tipos crueles que venderían a su madre por diversión, escapa de niños que comen carne humana, trata con traidores y ratas de dos patas… La sociedad ha caído y el caos que queda después devorará a cualquiera que no sea rápido con el revólver. Antonio Segura y José Ortiz dieron vida (voz y trazos, respectivamente) a esta saga española editada en 1981 en otra revista de referencia, Cimoc. España tenía su Mad Max, que también ha conocido varias reediciones (la más reciente, en un tomo integral en Panini, 2016).
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