Cuando se tiene talento, poco importa el medio con el que se exprese. En el caso de Víctor Hugo, además de una obra literaria monumental, nos ha legado una obra pictórica de gran calidad, aunque desconocida, porque él prefirió reservarla al ámbito más personal, para que sólo sus potentes textos llegaran a la esfera pública.
Tras escuchar los consejos de su amigo pintor, Víctor Hugo, para quien la naturaleza es el reflejo de Dios, abandona la recreación fiel de la realidad y da paso a un dibujo más imaginativo, utilizando una técnica que asocia tinta y lápiz. A partir de 1838 Hugo acepta que algunos dibujos sean reproducidos a través de grabados, cuya recaudación destina a obras de caridad, que más tarde serían utilizados para ilustrar sus obras. Pero la mayor parte de su producción sólo es disfrutada por familiares y amigos, por expreso deseo del escritor. Lo vemos en los dibujos que envía a Célestin Nanteuil como signo de agradecimiento o en la correspondencia que mantiene con su hijo Charles en 1840 y con su hija Léopoldine en 1843, que fallece trágicamente ese mismo año, ahogada en el naufragio de un barco. Devastado por la noticia, Víctor Hugo deja de viajar y de dibujar.
En 1847 alcanza la madurez como artista gráfico. Los paisajes contemplados durante sus viajes siguen siendo su fuente de inspiración, pero bajo su pluma la naturaleza adquiere tintes fantásticos, acentuados por visiones crepusculares, gracias a su dominio de la aguada. Sus paisajes oníricos nos recuerdan la atmósfera del mundo de los sueños, con una luz sucia y una bruma casi omnipresente. En ellos casi siempre aparece el agua (lagos, ríos, costas…) y construcciones a menudo en ruinas, con numerosas torres, que ofrecen una imagen tan decadente como poética. La arquitectura, resultado de la yuxtaposición de elementos inspirados en construcciones medievales, también protagoniza una serie de faros utópicos, cuyos grabados ilustran la novela L’homme qui rit (El hombre que ríe).
Cuando en 1850 se retira temporalmente para cuidar su garganta, Víctor Hugo deja de escribir, pero dibuja sin descanso. Transforma el comedor de Juliette Drouet en un improvisado taller y se encierra allí desde finales de agosto hasta principios de noviembre, ayudado por su amante en todo momento y produciendo sus mayores obras. Más tarde llegaría el exilio en Guerseney, entre 1855 y 1870, durante el que aumentó su producción gráfica y hasta se dedicó al interiorismo. Él mismo decoró las dos casas en donde vivió Juliette, llegando a diseñar muebles, marcos de cuadros, espejos o hasta paneles pintados, con numerosos motivos florales. Creaciones que se pueden ver en su casa museo, en el número 30 de la Place des Vosges, en París.
El último ciclo de dibujos de Víctor Hugo, un total de cuarenta y cinco, los realizó entre 1869 y 1873. Se trata de una secuencia de retratos que cuentan la historia de un cruel proceso judicial y que denominó Le Poème de la Sorcière (El poema de la bruja). Toda una narración en la que intenta reflejar con cada gesto sus inquietudes políticas y morales, como su lucha contra la pena de muerte y su defensa de valores humanistas.
A pesar de la calidad de su obra gráfica, que adquirió importancia durante el siglo XX, la primera vez que se expuso fue en 1888, tres años después de su muerte, en la galería Georges Petit. Esos dibujos, que durante tanto tiempo durmieron el sueño de los justos, han ido ganando poco a poco el reconocimiento que merecían, para demostrar que son mucho más que hijos de y que su autor es mucho más que uno de los más importantes escritores en lengua francesa.
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