Graham Greene y el sacerdote Leopoldo Durán
Dicen que la primera carta que el sacerdote Leopoldo Durán envió al escritor Graham Greene data de junio de 1964. En ella le pedía ayuda para preparar su tesis, que pensaba dedicar al modo en que las novelas del autor británico trataban el tema del pecado. Greene le contestó al cabo de unos días, a través de su secretaria, con cordialidad pero sin conceder excesivas confianzas. Probablemente pensó que con un mero formalismo satisfaría las expectativas de un admirador cuya tenacidad en ningún caso imaginó tan consistente como finalmente fue. Porque Durán, con el paso de los años, continuó dirigiéndose a Greene con una tenacidad a veces rayana en la insolencia, de tal forma que llegó un momento en el que éste no pudo o no quiso reprimir la tentación de conocer en persona a su peculiar corresponsal. Se encontraron por primera vez el 20 de agosto de 1975, en el hotel Ritz de Londres, sin que ninguno de los dos sospechara que apenas un año más tarde iban a volver a encontrarse en Madrid para iniciar juntos un periplo que sería el primero de una serie de quince viajes que acarrearían dos consecuencias inmediatas: el apasionamiento incondicional del escritor por España y Portugal y la inspiración para una novela que no es ni la más conocida ni la más acabada de cuantas dio a imprenta, pero sí aquélla con la que más llegó a encariñarse, según su propia confesión.
La historia de la amistad entre Graham Greene y Leopoldo Durán resulta, de tan pintoresca, fascinante. En el cura gallego —Durán había nacido en una aldea de Ourense en 1917— encontraría un modelo a partir del cual engendrar a su Monseñor Quijote, pero también un contertulio con el que tratar intrincadas cuestiones acerca del catolicismo y su doctrina. Pese a que no acaban de estar claros los motivos que empujaron a Greene a aterrizar en el aeropuerto de Barajas el 16 de julio de 1976 para subirse a un Renault 5 y dejarse llevar por las maltrechas carreteras de un país que andaba buscando su destino, hay que convenir que no tardó en congeniar con el religioso, hasta el punto de que muy pronto le confesó que esperaba tenerlo cerca cuando exhalase su último suspiro. Dicho y hecho: cuando el escritor falleció, el 3 de abril de 1991, Durán estuvo a su lado para darle la extremaunción.
De lo ocurrido en el periodo que vio nacer y madurar su relación da cuenta el ensayo Viajes con mi cura (Comares), de Carlos Villar Flor, en el que se desmenuza lo que no deja de ser una suerte de esperpéntica road movie en la que, pese a los documentos consultados y los nuevos datos que modelan los contornos de una parte de la vida de Greene sobre la que no había demasiada información, prevalecen las sombras sobre las luces. Las primeras incógnitas tienen que ver, justamente, con las razones que empujaron al escritor a plegarse a la invitación de su nuevo amigo cuando éste le propuso acudir a España. Es razonable dar por buena la tesis que se remonta a la vieja colaboración de Greene con los servicios de inteligencia británicos y plantea que éstos pudieron solicitarle alguna clase de informe sobre la manera en que el país encaraba la salida de la dictadura. Hay tres certezas que avalan esa teoría: la primera, el interés de Greene por visitar Euskadi; la segunda, el hecho de que durante todo el periplo anduviera temeroso de que alguien los anduviera siguiendo; la tercera, las enigmáticas visitas que, a partir del segundo viaje, empiezan a realizar en Sintra a una dama llamada María Newall, con la que mantienen conversaciones cuyos participantes y testigos tratan con un secretismo extremo.
Las andanzas de Greene y Durán han podido reconstruirse gracias a varias fuentes, entre las que juegan un papel importante sus cartas cruzadas, las anotaciones del sacerdote y también un libro que éste llegó a escribir y en el que narra en primera persona, y sin privarse de exagerar o embellecer o tergiversar según qué aspectos, la curiosa relación que los unió. Pero también adquieren bastante valor las aportaciones de los cuatro conductores que llegaron a tener en sus quince viajes —todos ellos alumnos de Durán— y arrojan en muchos casos revelaciones inopinadas sobre la conducta de ambos hombres en el transcurso de sus erráticos trayectos. El primero se desarrolló en julio de 1976, como ya se ha dicho, y los condujo por tierras de Castilla, Galicia, Asturias, Cantabria y Euskadi, sin que faltara el paso por un Valle de los Caídos que Greene juzgó «deplorable» ante la más que posible decepción de Durán, franquista acérrimo. Esa visita inaugural fijará dos hitos, Salamanca y el monasterio de Osera, que se repetirán en desplazamientos sucesivos. Además, permitirá al cura iniciarse en el consumo desaforado de espirituosos, de los que Greene era devoto, y también iniciar un proceso por el que trata de convencer al escritor de que, en el fondo, no es tan mal católico como él se piensa.
Greene inicia el segundo viaje, el 13 de julio de 1977, influido por sus lecturas de Unamuno, y el paso por El Toboso —un lugar que creía debido únicamente a la imaginación de Cervantes— sembrará el germen de una novela que empezaría a tomar forma en su visita del año siguiente, que llevó a cabo entre el 12 y el 26 de julio de 1978 y tuvo como destinos Ávila, Trujillo, Lisboa, Coímbra o Zamora. La cuarta estancia, al año siguiente, la inició Greene trayendo bajo el brazo el primer capítulo de ese manuscrito. Según sus propias palabras, no pensaba terminarla nunca, pero quizá comenzase a abjurar de ese propósito tras visitar Lisboa, Vigo o Villafranca del Bierzo. En 1980 llegaría a despachar con Enrique Tierno Galván, a la sazón alcalde de Madrid, antes de poner rumbo a Toledo, Oropesa, Évora, Oporto, Osera, Tordesillas o Salamanca. En 1980, con el dichoso libro casi terminado, repiten en escenarios ya conocidos, y al año siguiente —en el que la visita se realiza en enero y no en junio— se centrarán prácticamente en parajes portugueses. En junio de 1983, Greene regresa para conocer Logroño y las bodegas Murrieta, y en 1985 vendrá hasta dos veces para asistir al rodaje de la película inspirada en su Monseñor Quijote. Entre el 23 de julio y el 2 de agosto de ese mismo año, hacen un tercer viaje en el que se desvían de sus rutas habituales para adentrarse por tierras navarras y recorrer Olite, Leyre o Roncesvalles, aunque retomarán sus querencias castellanas, gallegas y leonesas al año siguiente. En 1987, con Greene ya bastante deteriorado por la vejez, toman el camino de Logroño para acercarse después a Puente de la Reina, Burgos, Vitoria, Puebla de Sanabria y Galicia. El último viaje, en la primavera de 1989, los conduce a Vigo, Osera o Las Reigadas.
De esa quincena de desplazamientos, a cual más peculiar, quedan como vestigio las impresiones que sus protagonistas se trasladaban en sus cartas y los renglones con que los resumía Durán en sus diarios, por más que el testimonio del sacerdote no posea siempre la veracidad que él pretendía transmitirle. Y queda, por descontado, Monseñor Quijote, esa novela que Greene previó inconclusa y que, sin embargo, llegó a las librerías en 1982 y acabó dando pie al telefilme homónimo en el que Alec Guiness y Leo McKern ponían cuerpo y voz a sus protagonistas. Como ya se ha dicho, ni es el mejor libro del autor ni figura entre los títulos que le concedieron un lugar de honor en el canon —donde sí figuran El tercer hombre, Nuestro hombre en La Habana o El americano impasible—, pero sí constituye un testimonio impagable de la visión que Greene tuvo de España, un país cuya idiosincrasia no llegó a desviar de los consabidos tópicos, y de su fascinación dos figuras tan propias de nuestra cultura como son Unamuno y Cervantes. La novela no deja de ser una exploración de esa dualidad que ambos habían explorado en sus obras más conocidas y que se encarna aquí en las figuras del sacerdote que da título a la obra, inspirado claramente en su compadre Durán, y de su acompañante, un exalcalde comunista de El Toboso en cuyos rasgos no es difícil advertir algunas señas de identidad del propio Greene. A lo largo de la trama, se entremezclan anécdotas reales —como la explicación del misterio de la Santísima Trinidad a partir de tres botellas de vino— con una dialéctica que aparentemente enfrenta el marxismo y el catolicismo, pero se revela en lo más hondo como una grave disquisición acerca de la fe, en todas sus acepciones, y su proyección en el devenir de la humanidad. Los personajes no viajan en un Renault 5, sino en un Seat 850 al que apodan Rocinante, pero en sus recorridos y sus conversaciones se aprecia el eco de las que el autor mantuvo con el estrambótico amigo al que trató de manera asidua en los últimos años de su vida. El mismo que estuvo a su lado cuando le tocó decir adiós a las gracias y donaires para irse muriendo y acaso esperó encontrarse pronto con Leopoldo Durán, ansioso por proseguir sus conversaciones sobre lo divino y lo humano en la otra vida.
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