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Un espejo susurrante

El profesor, antólogo y escritor Miguel Díez Rodríguez publica un hermoso libro en el que indaga en el Mediterráneo —y en otros mares— a la búsqueda del modo en que ha inspirado a los grandes autores de todos los tiempos, desde Homero hasta el mismísimo Serrat. Entre las referencias que contiene el texto, aparecen nombres tan cercanos a Zenda como Arturo Pérez-Reverte o María José Solano.

En este making of Miguel Díez Rodríguez recuerda el origen de su Mar nuestro: Una singladura literaria (Rimpego).

***

Cuando desperté, el mar todavía estaba allí…

Y nuestros libros también.

Llegaba desde un tiempo de niebla narcótica; de cuando veía sus lomos en las estanterías y lloraba: Antología de la poesía española del siglo XX, Antología comentada de la poesía lírica española, Cincuenta cuentos breves: Una antología comentada

Habíamos soñado este retiro —juntos—, pero no pudo ser. Cogí entonces las maletas y los recuerdos y eché la llave a la casa de Madrid.

"Me demoré después en un largo cortejo desde la Universidad Pontificia de Comillas: el Cantabrón, Peña Redonda, la playa de Oyambre; el puerto, las barcas, las redes recosidas y tendidas al sol..."

Ese querido Madrid adoptivo, que yo soy de León, de las montañas de León, como todos mis hermanos: río, prado, bosque, roca, fuego —el que alimentaba las entrañas negras de la tierra—.

Y nieve, mucha nieve donde escribir pensamientos.

El primer horizonte plano lo contemplé en Gijón, desde la playa de San Lorenzo, a los siete años. Fue un flechazo, acaso como el del cuento de Eduardo Galeano recogido en este volumen (página 177):

“Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, suplicó a su padre:

―¡Ayúdame a mirar!”

Me demoré después en un largo cortejo desde la Universidad Pontificia de Comillas: el Cantabrón, Peña Redonda, la playa de Oyambre; el puerto, las barcas, las redes recosidas y tendidas al sol… Cantábamos en la capilla el «Stella Maris» y salíamos corriendo a recoger el embuste del “rayo verde” (página 206) con la fe del converso literario.

Ni la fantasía pudo con aquellos ocasos de oro (página 117):

“Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho”.

Nunca olvidaré esta escena: algunas tardes, en el gran salón del seminario (la mar bravía rugiendo tras los ventanales), un joven jesuita, recién llegado de Estados Unidos, nos leía fragmentos de El viejo y el mar (en una versión en español de la revista Life). ¡Ah, don Ernesto, otra pasión encendida por entonces! (página 179):

“En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano”.

Con la mochila al hombro, bajé las escaleras del Caradenis —un viejo y destartalado barco turco— y pisé por primera vez el puerto de Estambul; desde el Adriático, por andenes de la Yugoslavia de Tito y la Hungría soviética, llegué al borde del lago Balatón, que no es mar pero lo parece. Y claro, era obligado el “Ponto Infinito”, en la Hélade, la costa de Homero:

“No hay nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres,
por muy rica que sea la casa donde uno habita
en tierra extranjera”.

Luego apareciste tú, que también eras animal marino y depredador literario: calas desiertas, acantilados desafiantes, travesías serenas, libros, familia y amigos… La palabra como templo, en nuestra terraza colgada sobre la bahía de Altea: Mar Nuestro. Lo del rey sabio al pie de la letra:

“Quemad viejos leños,
bebed viejos vinos,
leed viejos libros,
tened viejos amigos”.

O en la versión más moderna de Nicolás Guillén, también incluida en el libro que hoy evoco (página 124):

Amo los bares y tabernas
junto al mar
donde la gente charla y bebe
solo por beber y charlar.

Pero no fue tan largo el viaje como nos aconsejara Cavafis, ¿eh? (página 114):

“Mejor es que dure largos años
y, anciano ya, fondees en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriqueciera.
Ítaca te regaló un maravilloso viaje.
Sin ella no te habrías puesto en camino,
pero ya nada más puede ofrecerte”.

Así que aparejé mi propio y solitario regreso:

“Ahora, sabio y rico en experiencias,
ya comprenderás lo que significan las Ítacas”.

Y resultó que el mar y los libros se me hicieron bálsamo, de las ausencias, que las desgracias nunca llegan solas.

"Empecé a tomar notas y releí a autores que tenía descuidados; descubrí también talentos nuevos, que hasta a un viejo profesor le aguarda la sorpresa de lo desconocido"

Tomaba un libro y subía hasta sierra Helada y allí —embriagado por los turquesas del Mediterráneo y a la sombra de un pino de Halepo— leía despacio. De vez en cuando devolvía una sonrisa socarrona al viejo Homero, el aeda que rescató para mí aquellas virutas de oro. Que un ciego, a veces, enfoca con nitidez lo que a los más dotados les cuesta ver en los dominios del espíritu.

Empecé a tomar notas y releí a autores que tenía descuidados; descubrí también talentos nuevos, que hasta a un “viejo profesor” —así me moteja Luis Mateo, ¡enhorabuena, hermano!, en el prólogo— le aguarda la sorpresa de lo desconocido.

Sentí que te debía (nos debíamos) este libro: A Paz, por siempre…

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Autor: Miguel Díez Rodríguez. Título: Mar Nuestro: Una singladura literaria. Editorial: Rimpego. Venta: Todos tus libros.

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