Sin sospechar que apenas quince meses más tarde los pistoleros de la derecha peronista, inspirados en Perón, lo anotarían en la lista de condenados a muerte y lo perseguirían hasta el infarto final, Juan José Hernández Arregui viajó a Madrid para acompañar al General en su definitivo regreso a la patria. Aquellos cinco días previos de gloria y turismo por la España franquista son narrados melancólicamente por el historiador Fermín Chávez, en el prólogo del ensayo “¿Qué es el ser nacional?”, una de las primeras obras de Arregui que la restauración peronista puso en circulación, a través de la Secretaría de Cultura y para escuelas y bibliotecas populares, luego del incendio y las cenizas de 2001. Hernández Arregui había acuñado una frase antológica: “Porque soy marxista es que soy peronista”. Bajo los ignominiosos años de la proscripción elaboró una serie de libros vigorosos que implicaban una decisiva vuelta de tuerca a la doctrina clásica del justicialismo. De esa operación, el célebre patrón de Puerta de Hierro se sirvió para fortalecer la resistencia y limar a sus enemigos, y para atraer a las juventudes que estaban hechizadas por la revolución cubana. Nacía con fuerza el “socialismo nacional” como corriente interna y conexa al Movimiento. En cartas de los años 60, Perón lo felicitaba por la iniciativa, le decía que lo consideraba “el mejor escritor argentino de la actualidad” y hacía votos por crear más “predicadores” de su calibre que no cejaran en “el empeño de incendiarlo todo si es preciso”. Sabemos que tras el asesinato de Rucci, Perón ordena aquella cacería sangrienta de “zurdos” que derivaría en la Triple A: es el principio del fin de quienes habían creído, con armas o sin ellas, en aquel nacionalismo de izquierda. Pero quince meses antes, en vísperas de compartir vuelo con su líder y futuro verdugo, el pensador se pasea con Fermín Chávez por Toledo y El Escorial. Arregui era “emancipador”, pero amaba a la España antiliberal (consideraba que nos debíamos denominar América hispánica y no latina, “como pretendía el imperio británico”). Claro, España todavía no había ingresado en la Europa moderna ni había sido “pervertida” por el liberalismo político. El autor de “La formación de la conciencia nacional” también era profundamente religioso; a tal punto que cae subyugado por Ávila, “la ciudad de Santa Teresa”; Chávez relata en esas páginas, y en un inesperado sincericidio, que su compañero se niega a entrar en la Sinagoga del Tránsito, monumento emblemático del judaísmo. Hernández Arregui era ya un ensayista crucial. Y en su excelente y flamante libro “La Argentina imaginada” (Aguilar), Hernán Brienza lo reconoce como “el más sistemático de los pensadores nacionales”.
Su rápida evocación —este articulista no lo había vuelto a leer desde los veinte años— viene a cuento no solo a raíz de la novedad editorial, sino principalmente porque ese corpus influyente y esa idea aletargada, aunque matizados por el tiempo y la democracia, constituyen la verdadera matriz ideológica de la radicalización kirchnerista. Cristina, que alguna vez votó a Jorge Abelardo Ramos (otro brillante prosista del trotskismo que acompañó a Perón, aunque desde afuera y contra la Tendencia Revolucionaria), regresa a ese nacionalismo hipnótico pero anacrónico e intolerante, y lo reactiva y reactualizada después de la 125. El silabeo “Vamos por todo” resulta quizá el puntapié inicial de esa reelaboración simbólica; la organización que dirige su hijo Máximo (La Cámpora) es el afilado dispositivo que encarna su ideario. Y ha quedado probado que la lapicera de Máximo Kirchner, como la mano que mece la cuna, gobierna ese mundo. A pesar de que Alberto Fernández y otros “posduhaldistas” del Frente de Todos —las supuestas palomas— pulsean pragmáticamente con los halcones, estos últimos interpretan el deseo profundo de la Pasionaria del Calafate, y no arriarán sus banderas ni exigencias.
Este nacionalismo autoritario veteado de un cierto izquierdismo inmaduro, que es notoriamente incompatible con la democracia republicana y con la alternancia y la división de poderes, puede verificarse en la prosa y los discursos de la arquitecta egipcia y en aquel gran documento de La Cámpora que elaboraron sus 120 referentes distritales, territoriales y gremiales. El texto liminar plantea un programa enérgico. En los prolegómenos acusa al periodismo de haber entronizado a Cambiemos y de ser entonces el responsable principal de la crisis económica. También de alguna manera por haber colocado en el centro de la agenda la palabra “corrupción”, táctica con la que los “poderes concentrados” pretendieron sacar de la cancha a los “militantes populares”; defienden con esta pirueta dialéctica a quienes le robaron vergonzosamente al pueblo, olvidan de paso a los grandes empresarios que fueron sus cómplices y que por primera vez están procesados, y soslayan esencialmente la necesidad de someterse como cualquier hijo de vecino al Código Penal. La fórmula para salir del actual “descalabro” incluye retomar la “democratización” (copamiento) de la justicia, debatir “una nueva institucionalidad”, crear “una nueva Constitución”, y restituir el federalismo, siendo que las provincias eran en ese momento más solventes que nunca y que ellos practicaron, a su turno, un abyecto centralismo de premios y castigos. Finalmente, abogan por traer de nuevo al Mercosur a la amada república bolivariana de Venezuela.
El documento es mucho más rico y revelador que este injusto resumen epigráfico, pero deja al descubierto descarnadamente lo que el “neosocialismo nacional”, conducido por el hijo de Cristina Kirchner, anhelaba para este período. Hay observadores independientes que piensan de buena fe: la chavización definitiva resultaría hoy imposible porque Alberto Fernández la frenaría, y además porque estarían obligados a gestionar un “populismo sin plata”. El razonamiento es un tanto ingenuo y subestima a Cristina Kirchner. Que reina desde su poltrona con mano de hierro para su mito intocado. Nadie se cura de su autoritarismo, y en segundo término, esa nueva izquierda nacionalista ha tenido siempre muy cerca el querer del poder, puesto que las reglas le importan un bledo y los frenos institucionales inhibitorios se deshacen en el aire frente al ímpetu “revolucionario”. El axioma según el cual la caja llena envalentona y la caja vacía modera, es bastante discutible si uno entiende la resucitada ideología y el carácter agresivo de los personajes que ahora la encarnan. Borges, a quien Hernández Arregui detestaba, cita el apotegma de un humorista inglés (Ernest Bramah): “El que aspira a cenar con el vampiro, debe aportar su carne”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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