Honrar el mérito intelectual, social y artístico es una de actividades más nobles que pueden realizarse, más aún en un mundo como el actual, acechado por peligros tan graves como las fake news, las “noticias falsas” que se desplazan con la facilidad que da la ignorancia o, lo que acaso sea peor, la presunción surgida de una visión posmodernista de la historia: “Mi verdad —presume el desdeñoso del saber de aquellos que han dedicado su vida al estudio y la investigación— es tan buena como la tuya”. De ese caldo de cultivo se nutren, entre otros, los negacionistas de las vacunas o del cambio climático.
El primero, particularmente significativo y yo diría que incluso necesario, es el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica que ha correspondido a Katalin Karikó, Drew Weissman, Philip Felgner, Ugur Sahin, Özlem Türeci, Derrick Rossi y Sarah Gilbert, cuyas investigaciones han dado lugar a la obtención de vacunas eficaces contra la pandemia producida por el coronavirus SARS-CoV-2 (o Covid-19). Nunca en la historia de la humanidad, y por consiguiente de la ciencia, se había conseguido producir vacunas de una manera tan rápida.
Como reza el comunicado oficial, los trabajos de esos científicos “constituyen un excelente ejemplo de la importancia de la ciencia básica para la protección de la salud a escala global”. Se da la circunstancia, además, de que algunas de las vacunas son de un nuevo tipo, en donde el protagonista principal es el ARN, el material genético responsable de la síntesis de las proteínas. La idea en que se basan implica diseñar un ARN que, una vez inyectado en el cuerpo de una persona, produce una proteína que enseña al sistema inmunitario a tolerar ciertas estructuras (el coronavirus en este caso) produciendo un efecto terapéutico en el organismo.
Al otorgar este premio, la Fundación Princesa de Asturias se une a un movimiento universal, el de estudiar y reflexionar sobre la presente pandemia, pero no como un fenómeno aislado sino insertado en la historia de las catástrofes que han asolado la Tierra. El último ejemplo que conozco en este sentido es el del libro del prolífico historiador Niall Ferguson, Desastre: Historia y política de las catástrofes (Debate 2021). Pocas personas, si es que alguna, ignoran que la Tierra y, en menor escala temporal, la especie humana han sufrido en el pasado grandes catástrofes.
El avance de la ciencia y el desarrollo tecnológico han sido tan grandes en el último siglo y medio que parecía que seríamos inmunes a grandes convulsiones, digamos, naturales (otra cosa son las crisis económicas, que es posible pensar que pudieron haberse evitado, entre otras razones porque no faltaron quienes alertaron sobre su advenimiento; o las que provocan las guerras o una de sus versiones, el terrorismo).
Como escribe Ferguson: “Parece ser que jamás en toda nuestra vida ha existido un momento de mayor incertidumbre sobre el futuro y mayor ignorancia con respecto al pasado que el actual. Muy pocos fueron, a principios de 2020, los que entendieron de verdad la importancia de aquellas noticias sobre un nuevo coronavirus que nos llegaban de Wuhan”. A la vista de la rapidez y extensión con que reaccionaron, es evidente que los científicos debieron estar entre los primeros que entendieron la gravedad de la situación.
El libro de Ferguson incluye el subtítulo “Historia y política de las catástrofes”. Política, sí, porque no basta con buscar vacunas, entre otras razones porque se trata de una batalla contra un enemigo, el coronavirus en este caso, que reacciona con celeridad, mutando. Pero la acción política adopta diferentes expresiones. Una de ellas es la educación de la ciudadanía, que eviten que se den casos, como se han dado, de quienes niegan la necesidad de la vacunación.
Y si hablamos de educación debo mencionar, y celebrar, que el Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional (otra forma esta de acción política) se haya concedido al movimiento panafricano Campaña para la Escolarización Femenina. Cualquier forma de exclusión es repudiable, pero más lo es aún en lo relativo a la educación. Y de este tipo de exclusión saben mucho —también de otras— las mujeres, a la defensa de cuyos derechos también se ha dedicado otro Premio, el de Comunicación y Humanidades, en la persona de Gloria Steinem, “referencia icónica esencial del movimiento de los derechos de la mujer”, como se señala en el acta del jurado.
Igualmente me alegra que otro de los premios de la Fundación Princesa de Asturias del presente año, el de Ciencias Sociales, haya recaído en el economista Amartya Sen, debido a que, como reza el comunicado oficial, “sus investigaciones sobre las hambrunas y su teoría del desarrollo humano, la economía y los mecanismos subyacentes de la pobreza han contribuido a la lucha contra la injusticia, la desigualdad, la enfermedad y la ignorancia”. Adoro el conocimiento que proporcionan las ciencias de la naturaleza, pero no hay, no puede haber, conocimiento sin un mínimo de bienestar material. Y evitar el hambre, entender cómo se puede solucionar y por qué se da, está en la base de ese bienestar.
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Artículo publicado en El Cultural.
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