Otro doce de enero, el de 1923, hace hoy noventa y nueve años, en Sacaton (Arizona) ve la luz por primera vez un niño que, en 1945 y a miles de kilómetros de su solar natal, habrá de integrar la escena de una de las fotografías icónicas del siglo XX. En efecto, Ira Hamilton Hayes, nombre que se le impondrá al recién nacido, cuando crezca y esté en edad de combatir se convertirá en un héroe, un abanderado de su país.
Al principio de aquel drama, primer paso de la victoria final de Estados Unidos sobre el País del Sol naciente, el veintitrés de febrero, recién tomada la cota en cuestión, el fotógrafo Joe Rosenthal, de Associated Press, precisará una imagen de impacto, que dé cuenta a toda la retaguardia del coraje con el que los marines erigen la enseña de la patria, por primera vez, desde el comienzo de la guerra, sobre suelo nipón.
Esa misma mañana, después de que se hayan tomado algunas instantáneas de los marines en la cima de Suribachi —imágenes que no son lo suficientemente expresivas—, el coronel Chandler Johnson, consciente del valor simbólico que la foto ha de tener, da la orden al capitán Dave Severance para que la tropa se disponga para una nueva instantánea. Este último hará otro tanto con el sargento Michael Strank. Finalmente, además de Strank, serán los cabos Harlon Block y Harold Keller, junto a los infantes Franklin Sousley, Harold Schultz y Ira Hayes, quienes habrán de protagonizar la escena del levantamiento de la bandera en la cima, sobre los escombros dejados por el combate. Un paisaje después de la batalla que hará historia.
Así que pasen dieciséis horas, cuando la foto sea distribuida por Associated Press con el título de Izando la bandera en Iwo Jima y publicada en decenas de periódicos y revistas del país, además de valerle el Pulitzer a Rosenthal, llamará la atención del presidente Roosevelt, quien al punto ordenará su promoción. No tardará en convertirse en algo a sí como la imagen oficial de la guerra del Pacífico —y, por ende, de la Segunda Guerra Mundial—, una de las ilustraciones por antonomasia de todos los capítulos que la historia habrá de dedicar a aquel conflicto. Con semejante dignidad inspirará desde sellos hasta grupos escultóricos, desde la costa Este hasta la Oeste. Allende las fronteras, se convertirá en todo un icono del siglo XX.
Sin embargo, habrá algo que no cabe en los pies que acompañan a dicha foto: la condición de Ira Hayes, empezando por la derecha, el último de los marines retratados. En realidad, Sacaton, la aldea de Arizona que hace noventa y nueve años ve nacer a Ira, es una comunidad indígena que tiene su origen en la antigua reserva en la que fueron confinados los pimas. Sí señor: el hecho de pertenecer a una comunidad amerindia condicionará la vida del futuro héroe desde las primeras noticias que se tienen de él. Así, su familia y sus amigos le recuerdan como un muchacho tímido —tanto como suelen serlo todas las personas pertenecientes a una raza discriminada en su país— que perfectamente podía pasarse varios días sin hablar con nadie si nadie se dirigía a él.
Ya en el 41, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, Ira, al igual que tantos jóvenes estadounidenses —muchos de los cuales le odiarán por su condición— querrá alistarse ante la agresión que el hundimiento de la flota supone para el país que confinó a su pueblo —a lo poco que dejó de él— a la reserva. Pero ahora es su país. Porque Ira, pese al discurso de quienes dicen que no hay banderas que izar, que los miembros de las razas marginadas sólo pueden ser fieles a su etnia, no al país que los vio nacer, se sentirá tan estadounidense como John Wayne o Johnny Cash, dos patriotas sin mácula que, con el tiempo, rendirán tributo a su memoria.
De modo que, contra los racistas de uno y otro lado, quienes no le consideran estadounidense por amerindio y quienes estiman que los amerindios —todos los miembros de las razas marginadas— sólo pueden ser fieles a su etnia, Ira Hayes cogerá su fusil e irá a luchar por su país. Habrá quienes le odien por igual entre los pimas y entre sus compañeros de armas, en su propio batallón. Pero él ha nacido para ser un héroe y lo será.
Roosevelt ordenará su regreso a la patria para participar en una gira para la promoción de los bonos de guerra, en la que a menudo será insultado y discriminado por su condición. Los habrá que hasta duden de sus méritos para las condecoraciones que se le impusieron. Sin ir más lejos, el propio Rosenthal, en un primer momento, se mostrará reticente a la identificación de Hayes en la foto. Con posterioridad, Allan Dwan, a modo de tributo, le incluirá en el reparto de Arenas sangrientas (1949), el filme sobre la batalla de Iwo Jima que habrá de protagonizar John Wayne.
Ya cabo, una vez licenciado, el exmarine empezará a tener serios problemas con el alcohol. El agua de fuego no es para los indios, dirán quienes les odian; quienes los quieren, los indigenistas, argumentarán que el alcohol es una embriaguez ajena a su cultura. Es decir, lo mismo, pero de un modo más suave. Ira Hayes dormirá sus borracheras en los calabozos. La última lo hará a la intemperie. Y ese frío que no sienten los borrachos lo matará, tirado junto a un camino, en su Arizona, el veinticuatro de enero de 1955.
Tony Curtis recreará a Ira en El sexto héroe, la película que le dedicará Delbert Mann en el 62. Pero será en 1964, a raíz de la versión de Johnny Cash de «La balada de Ira Hayes», cuando verdaderamente se empiece a tomar conciencia de la experiencia del héroe de Iwo Jima que nació un día como hoy. Así se escribe la historia.
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