Envole-toi bien loin de ces miasmes morbides;
Va te purifier dans l’air supérieur
Charles Baudelaire (Élévation)
Mucho cambio climático, pero no dejaba de llover en la tierra donde los dioses habían establecido tradicionalmente su urinario; porque el Olimpo puede estar en Atenas, pero el meadero del Olimpo está en Galicia, eso yo lo tengo muy claro; yo y los que vivimos aquí.
Mi editor me había llamado diciéndome que le gustaba mi nuevo manuscrito, pero a mí me había dado igual. Solo de pensar en la promoción y en el peloteo a compañeros de oficio e influencers literarios por las redes, me ponía malo. La labor comercial no era lo mío; había comprendido cómo funcionaba el mundillo y decidido que iba a ser mi última novela.
Como no paraba de llover, mis hijos se pasaban todo el día en casa de mi exmujer o en la mía pavoneándose de su superioridad moral; creyéndose más listos que yo en cualquier circunstancia.
—Muerte a Israel —me había dicho el pequeño una tarde.
—Sí, pero… —traté de introducir un matiz.
—Fascista —me cortó su hermana.
—Te rompo la cara, Alba —la amenacé y me arrepentí al instante; joder, necesitaba que saliera el sol.
(Yo no soy de los que cargan contra los chavales, como esos nostálgicos que un día fueron jóvenes. Pero que no me toquen los cojones).
Mi editor me había llamado diciéndome que le encantaba mi manuscrito y que me pagaba el avión y la estancia en Madrid para acudir a una fiesta de la editorial; y como la promo de un libro comienza ya antes de publicarlo y muchas veces de escribirlo, me sentí en la obligación de acudir, por lo que una semana más tarde me subía a un avión de esos minis de Iberia.
(No sé por qué he escrito “avión mini de Iberia”, pero me gusta).
Había llegado al aeropuerto empapado, y eso que había subido en taxi y me había dejado delante de la puerta giratoria de Salidas. En el avión la ropa todavía no se había secado y mi vecino de asiento hablaba a voz en grito por su teléfono móvil. Sin embargo, como me había pasado toda la semana en casa discutiendo con mis hijos sobre temas de actualidad (Israel, la amnistía, los Grammys latinos), pronto comencé a sentir una cierta sensación de libertad y alivio, a pesar de la humedad que entumecía mis huesos y del pasajero locuaz.
Pensé en Alba, mi hija.
No atravesábamos nuestro mejor momento.
Yo intentaba ponerme en su piel, pero la epidermis de una chica de diecisiete años del siglo veintiuno es muy distinta a la de un adolescente varón del siglo veinte, eso está claro.
Yo sabía más que ella, había vivido más que ella y por lo tanto sufrido en mis carnes el cinismo y la doble moral del mundo, por eso no dejaba que me tosiera en determinados temas. Sin embargo, ella conservaba una virtud que también tuve yo a su edad, y que jugaba a su favor en esos mismos asuntos; un don que muchos perdemos con el paso del tiempo.
La capacidad de asombro.
Y su reverso: la conmoción.
Si Alba veía en la tele bebés amortajados entre edificios en ruinas, le afectaba de verdad.
Si yo veía en la tele bebés amortajados entre edificios en ruinas, guardaba un solo segundo de silencio.
La envidiaba por eso. Y seguro que follaba mucho más que yo. Vivía, pues, la vida a flor de piel.
Pero el piloto nos dio la bienvenida y dejé de pensar en mi hija, y el tipo de al lado apagó su móvil y yo recé un padrenuestro a toda prisa, como hago siempre antes de despegar (solo me da por creer en Dios dentro de un avión; en cuanto aterrizo, erijo un becerro de oro).
El piloto (muy joven, a juzgar por la voz) nos informó de la duración del vuelo, del clima en Madrid (despejado, menos mal) y, cuando ya iba a dar paso a la azafata o azafato, carraspeó, tartamudeó un poco y nos informó de que entre los pasajeros se encontraban sus padres, quienes iban a volar por primera vez en un avión pilotado por él y a quienes agradecía de corazón todo lo que habían hecho por su carrera, el esfuerzo y el trabajo dedicados a pagarle sus estudios; en definitiva, que iba a pilotar para ellos y se sentía muy orgulloso.
Ni que decir tiene que ningún pasajero se esperaba eso, y que tras un silencio un tanto incómodo, todos rompimos a aplaudir y algunos hasta se echaron a llorar, entre ellos el tipo sentado a mi lado, que fue uno de los más afectados y por poco le da un soponcio. Yo también tragué saliva, porque justo andaba pensando en mi hija Alba, pero traté de mantener la compostura. Me pasé varios minutos intentando localizar en vano a los padres del piloto, que obviamente se encontraban en la parte delantera del avión, en clase preferente.
Mi compañero de asiento se calmó.
Una azafata nos explicó cómo ponerse el chaleco y la máscara de oxígeno.
El avión abordó la pista e inició la maniobra de despegue.
Cerré los ojos.
Le prometí a ese Dios tan controvertido muchas cosas.
No exagero si digo que llevaba un mes y medio lloviendo sin solución de continuidad en Galicia; y que no vimos un rayo de sol en todo ese tiempo; y que la gente estaba harta y deprimida.
Deprimida por la climatología y la deriva del mundo.
Pero entonces el avión se elevó por encima de aquel manto radical de nubes, y el sol y el azul del primer cielo se estamparon contra las ventanillas del aparato, deslumbrándonos a todos, llenándolo todo de una luz tan diáfana que buceó en mi corazón hasta devolverme mi olvidada capacidad de asombro, de maravilla, de conmoción. Oh, ah, oh, se oía por todo el avión.
Ay, esa luz.
Cómo la recuerdo.
Esa luz existe y sigue ahí.
Yo la vi.
No nos demos por vencidos.
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