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Un hombre comprensivo, por Clara Usón

Un hombre comprensivo, por Clara Usón

En ocasiones la distancia física que separa a un hombre de una mujer, como en el relato de Clara Usón Un hombre comprensivo, es de apenas unos centímetros, aunque en realidad son miles de kilómetros.

Hombres (y algunas mujeres) es un libro no venal editado por Zenda con once cuentos extraordinarios de escritoras hispanoamericanas que celebran el 8 de marzo, día internacional de la mujer.

En este volumen, ideado, coordinado y editado por Rosa Montero, participan Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia PiñeiroMarta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón.

Le tendió una servilleta de papel, ella la cogió sin darle las gracias y siguió llorando. Había sucedido así, de pronto, sin venir a cuento, la camarera les acababa de servir una cerveza, para él, y una infusión de rooibos y un cruasán, para ella, cuando Mamen dijo: “Me acaban de dar una mala noticia” y él, por supuesto, le preguntó —pensando en la muerte de un familiar, o en una enfermedad, algo serio—; ella empezó a hablar y desde entonces no había callado: su exmarido quería llevarse al niño a vivir al Canadá, y ella de ninguna manera iba a permitirlo —pese a que el niño estaba de acuerdo con su padre, que, según Mamen, le había lavado el cerebro—, su ex era un verdadero demonio, Satanás encarnado, nunca le había comprado al niño ni un mísero calzoncillo, y ahora esto. Él no podía hacer más que escucharla y asentir en silencio, esperando a que la diatriba terminara, pero cuando terminó fue peor, Mamen hundió la cabeza entre las manos y rompió a llorar, un llanto asordinado al principio, que fue creciendo en volumen, un sobresalto de sollozos súbitos y mugidos roncos, jadeantes; la situación era muy incómoda, embarazosa para él, la intentó sortear dándole palmaditas en la mano, ofreciendo, solícito, servilletas, que ella empapaba de lágrimas y mocos y arrugaba sobre la mesa. “Tranquila, todo se arreglará”, le susurraba una y otra vez, como un mantra. No osaba decir más porque la experiencia le había enseñado que cuando una mujer llora es un error razonar con ella, lo único sensato es confiar en que amaine, y, como último recurso, irte a dormir al sofá (su mujer siempre lloraba de noche. Se dormía mal en el sofá. En una ocasión decidió aguantar en la cama hasta que su mujer se cansara —como hacían cuando los niños eran bebés y agarraban un berrinche, “llora hasta que te aburras, no voy a ceder”—, pero acabó cediendo, como siempre. Al día siguiente compró un sofá cama). Se sintió ridículo murmurando palabras de consuelo a la cabellera de Mamen, una masa oscura de pelo revuelto —las raíces blancas, Mamen también se teñía, cómo no lo había sospechado—. Las lágrimas lo desarmaban. Una impotencia sorda le crecía en el pecho, un rencor oscuro, el deseo intenso de escapar, de estar en otra parte, aunque fuera el sofá cama.

Las mujeres están reñidas con la lógica, es una verdad científica que no se puede enunciar porque te llaman machista; por ejemplo, esta Mamen (ya sólo quedaban dos servilletas), en lugar de anegarse en lágrimas y compadecerse de sí misma, haría mejor en preguntarse serenamente por qué su hijo prefería vivir con su padre. Quizá repararía en que su casa estaba sucia y desordenada, la nevera vacía, como la de un estudiante; ella misma le había confesado, entre risas, como una gracia, que era una cocinera pésima. Y si no le gustaba la nueva mujer de su exmarido —algo comprensible, casi inevitable—, ¿por qué lo había dejado, si le había confesado que su ex era el amor de su vida? Cualquiera se lo decía, mejor recordarle la infusión, “se está enfriando, bebe, te hará bien”, y continuar mirándola con esa expresión comprensiva, alentadora, casi bondadosa, la misma que dedicaba a los clientes que le venían a encargar una piscina y que los demás comerciales le envidiaban, porque funcionaba, siempre funcionaba, tenía algo de hipnótica. Al fin, Mamen enderezó despacio la cabeza y lo miró con ojos extraviados, entre suplicantes y tiernos (una ternura fuera de lugar), mientras balbuceaba disculpas torpes entre los últimos hipidos (el rostro enrojecido, hinchado, los ojos como globos) y un poco más calmada bebía a sorbos ruidosos su infusión de hierbas y desmenuzaba el cruasán, que no llegó a probar, en un silencio pulcro, esperanzador, cuando de improviso soltó, retadora: “Si me quitan a mi hijo, no sé lo que haré, soy capaz de todo… Me mataré, no podré soportarlo” y otra vez la llorera, los sollozos agónicos, desesperados, como si en efecto la estuvieran matando.

Se alarmó, qué iban a pensar de él los demás clientes de la cafetería, las dos lesbianas de la mesa contigua —llevaban el pelo corto y canoso, gafas: tenían que ser lesbianas—; lanzó una mirada cautelosa en su dirección y la retiró asustado, cuatro ojos que parecían ocho, multiplicados por los cristales, lo observaban con dureza, condenándolo. Hubiera querido defenderse, explicarles: “Esto no tiene nada que ver conmigo, soy inocente, apenas la conozco. Yo había quedado con ella para follar, lo hemos hecho otras veces, pero nada más. Fue ella quien me citó en este café para tomar una copa antes de ir a su casa, yo no podía sospechar…” ¡Era tan injusto, tan indignante! Él había mentido a su jefe, a su mujer, personas a las que respetaba y quería, para acostarse con Mamen. Era un hombre ocupado, no le resultaba fácil conseguir un día libre, el trabajo que no haría hoy se le acumularía mañana. Se sentía estafado. La web mediante la cual había entrado en contacto con Mamen era cristalina: “Sexo sin ataduras, roce sin consecuencias”, ella lo sabía, los dos lo sabían.

La primera vez estuvo bien, la invitó a cenar a un restaurante coqueto, bueno pero no demasiado caro. Fueron conociéndose entre tenedores, cuchillos, bromas y risas, tanteos, miradas de soslayo, luego vinieron los mojitos en una coctelería, la invitación a su casa (la de Mamen), “disculpa el desorden, está manga por hombro, yo es que soy muy bohemia”, las consabidas velas aromáticas, la música de fondo, “¡qué calor hace aquí!”, ”por favor, ponte cómodo”, fue como si siguieran un guion perfecto al pie de la letra, de repente ya estaban en la cama y era intrigante explorar un cuerpo nuevo que reaccionaba con pasión a sus caricias, que no se abandonaba, pasivo, a sus embates, que no murmuraba, entre gemido y gemido, “tenemos que cambiar la caldera”… La aventura, el misterio… El misterio se esfuma en cuanto una mujer abre la boca. En el segundo encuentro le irritó el desorden repetido, la toalla tirada por el suelo, la caja de tampones, los kleenex, sucios de carmín, sobre el lavamanos, pero olvidó la irritación entre las sábanas. Fue después cuando comenzó a inquietarse. “¿A qué ciudad del mundo te gustaría viajar?”. “¿Cuál es tu color preferido? El mío es el verde”. “¿Quién fue tu primer amor?”, esa locuacidad cruel, inexorable, cuando uno quisiera abandonarse al sopor dulce, perezoso, que sigue al sexo, y ella no está dispuesta a permitirlo, te pasa una pierna por encima, te clava el codo en las costillas, te tironea con saña de los pelillos del pecho, te acribilla a preguntas, te cuenta sueños…. Puede que tuviera razón su jefe, es mejor ir de putas, no hay que invitarlas a cenar, ni darles conversación, aunque las putas sí tienen conversación, agradable y variada, uno podría pasar la noche charlando con ellas si no fuera porque su tiempo es oro y hemos venido a otra cosa, eso era lo que le molestaba, el fingimiento, saber que cada gemido valía un euro, que un taxímetro invisible registraba cada caricia, cada gesto… (¿Pero acaso no fingen todas? ¿Por qué le había comentado Mamen, como al descuido, que tenía apuros para pagar el alquiler?)

—¡Y me los encontré a los dos! ¡En mi casa! ¡En mi cama! ¿Puedes creerlo?

Claro que podía, era la cuarta vez que se lo contaba. Mamen estaba obsesionada con la infidelidad de su exmarido, el amor de su vida, “nunca he querido a nadie como quise a Santi”, etc., etc. Había sido un imbécil aceptando esta cita, era una trampa. “¿Y a mí por qué me explicas esto?”, hubiera querido decirle, “yo no soy tu amiga, ni tu psicólogo, estás abusando de mi confianza. Y muestras una falta de tacto extraordinaria, ¡me ofendes! Yo he sido infiel a mi mujer contigo, ¿ya no te acuerdas? Haces una montaña de un grano de arena, la infidelidad ocasional carece de importancia, el matrimonio está hecho de otros vínculos, más sólidos y duraderos: la casa, los hijos, el dinero. Aunque de cuando en cuando eche una cana al aire, no dejo de ser un buen marido y un buen padre. Esta mañana las he tenido con mi hija. Ha suspendido cinco asignaturas, me lo dijo mi mujer anoche —siempre elige la noche para las revelaciones desagradables— y yo he cumplido con mi deber de padre (o de perro de presa, es el reparto de papeles: “¡Ya verás cuando se entere tu padre!”, les dice mi mujer a mis hijos, y luego me azuza contra ellos, “¡muerde!”, “¡muerde!”), le he leído la cartilla. La niña se ha puesto hecha un basilisco, me ha llamado de todo, me ha dicho que me odia. Yo he aguantado a pie firme, sin alterarme; la he castigado a no salir hasta que apruebe y se ha ido de casa dando un portazo. No es fácil ser padre, ni ser marido. Y si crees que después del numerito que has organizado me voy a acostar contigo, estás muy equivocada”, pero no se lo dijo porque era gato viejo, lo que le dijo fue: “Voy a pedir otra cerveza”, y sin preguntar si ella quería algo, se encaminó hacia la barra, al final de la cual estaba la puerta de salida. Se detuvo en seco al ir a franquear el arco de madera, falsamente morisco, que separaba la barra del salón: acodada en la barra, el rostro, maquillado como el de una corista, vuelto hacia él, estaba su hija. Pero no lo miraba a él, toda la atención de la niña —que se mordisqueaba, nerviosa, las puntas de la melena— estaba concentrada en un jovenzuelo, sentado junta a ella; su hija miraba al muchacho con una adoración que le revolvió el estómago, nunca le había visto esa sonrisa tímida, seductora, esos gestos de geisha (depositaba besos breves, como picotazos, en la frente, en los párpados, en las comisuras de la boca del muchacho). Él se dejaba querer, una mano perdida entre las manos amorosas de su hija —con la otra se rascaba la cabeza, el negro pelo enmarañado, dividido en rastas—; no le podía distinguir la cara porque le daba la espalda, pero de pronto se giró y lo vio reflejado en el espejo que colgaba de la pared, detrás de la barra. ¡Tenía barba! Su hija acababa de cumplir los quince años, el tipo debía de tener por lo menos veinte, puede que veinticinco.

¿Qué hacía su hija en aquel bar, haciendo manitas con ese tipo, a la hora de clase de piano? ¡Y pintada de ese modo, como una fulana! Tuvo que reprimir el natural impulso de acercarse a la tierna parejita, cantarle las cuarenta a su hija y amenazar al tipo con denunciarlo por pederasta. Se suponía que él estaba en Castellón, visitando la obra de una piscina, y luego estaba Mamen, la pesada de Mamen que debía de estar acechándolo desde el salón y en cualquier momento podía abordarlo: “¿Qué haces ahí parado? ¿No ibas a pedir una cerveza?”. ¡Su hija no podía verlo con ella! Presa del pánico, se metió en el baño.

Sentado sobre la tapa del váter, discurría cómo manejar la situación (lo prudente era una retirada táctica, regresar a la mesa hasta que se fuera la niña). Alguien entró en el cubículo contiguo, el de señoras; él tiró de la cadena, por hacer algo; por sobre el alboroto de la cisterna le pareció percibir algo así como un sollozo tímido, un hilo de llanto —¡Mamen le había seguido hasta el baño para continuar torturándolo!—, pero no, no era Mamen, era una manera de llorar distinta, un llanto débil, desolado, de sollozos abruptos, que tan bien conocía; se le encogió el corazón al oír llorar a su hija, aunque la causa de su desdicha fuera aquel niñato con barba que la hacía sufrir, que la desdeñaba. Imaginó a la niña desnuda (¿cómo sería? Hacía tiempo que, ante él, se tapaba), su blanca desnudez en una cama extraña, la vaga música de fondo (¿la tenue luz parpadeante de unas velitas?), una sombra masculina que se cierne sobre ella, de golpe iluminada por las velas, el tipo en cueros sobre su hija (para martirizarse más, le cubrió de vello la espalda), la niña que lo envuelve en un abrazo, que abre las piernas… Después, su hija, mimosa, agradecida, le acaricia las greñas; el tipo, derrumbado a su lado, resuella; ella, haciéndose la mayor, le pregunta: “¿Cuándo fue la primera vez que te enamoraste?” ¡Era intolerable! Le asaltó el deseo, tan agudo que resultaba doloroso, de estrangular a la niña y, a la vez, darle consuelo. Un toc toc impaciente lo sacó de la pesadilla. “¿Está ocupado?”, preguntó una voz de mujer desde el otro lado de la puerta. “Ahora salgo”, tardó en responder su hija, tan cerca de él, tras la mampara de formica.

Cuando salió del baño, su hija ya no estaba, pero permanecía su estela, un aroma penetrante y dulzón que le repugnaba, el perfume de su mujer. Su hija se lo ponía a escondidas, el tipo lo habría respirado en su piel mientras la poseía.

Mamen lo recibió con una gran sonrisa —durante su ausencia se había recogido el pelo, empolvado la nariz, pintado los labios, sólo la persistente hinchazón de los párpados delataba el llanto—, como si no hubiera habido ningún drama, como si recién ahora se encontraran, “¡cuánto has tardado! Me tenías preocupada. ¿Y tu bebida? ¿Te pido otra?”, él se sentó en otra silla —no frente a ella, a su lado—, desde la que podía ver la barra, entre un aparatoso ficus artificial y una columna. Su hija, desmejorada y triste, pero serena —no lloraba en público, estaba bien educada—, hablaba con el tipo de las rastas, que se había puesto en pie y jugueteaba con el móvil, no parecía escucharla. La vio pedir la cuenta mientras el cretino seguía pendiente de su pantalla, “¡Qué serio estás!”, le dijo Mamen, “¿te pasa algo?”. “Me ha hecho mucho bien hablar contigo. ¡Eres tan comprensivo! Es difícil encontrar a un hombre que te escuche, que sepa escuchar, como tú. Creo que te estoy cogiendo cariño”; su hija sacó el monedero, pagó la cuenta (¡con su dinero, con la semanada que él le daba!), el chulo, el sinvergüenza, pegado al móvil, la seguía hacia la puerta con desgana, “¿quieres tomar otra copa, o te apetece que vayamos un rato a mi casa?”, preguntó Mamen.

La miró como si no la entendiera.

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Coordinadora editorial: Rosa Montero. Autoras: Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón. TítuloHombres (y algunas mujeres). Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Descarga gratuita en Amazon 

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