“¡La Acrópolis está ardiendo! ¡El templo de la diosa en llamas!”. Un coro de lamentos e imprecaciones acompañó estas palabras. No daban crédito a lo que veían sus ojos. Alguno se los restregó y parpadeó varias veces por si la distancia y el mar que mediaban entre la isla y Atenas le había engañado. No había duda: la polis estaba siendo arrasada por las llamas. Los bárbaros, a los que los dioses reservaran suplicios eternos en el Tártaro, no habían respetado ni siquiera lo más sagrado para los hijos de Cécrope: su roca santa, su Acrópolis.
Tras el intento de ganar tiempo en las Termópilas por la Simaquía o confederación helena comandada por el diarca espartano Leónidas, los medos habían derruido cuantas poleis habían osado plantarles cara, pero con Atenas se habían cebado. No le perdonaban la humillación que sufrieron 10 años atrás en Maratón, cuando, contra todo pronóstico, 10.000 hoplitas atenienses y 600 aliados de Platea hicieron morder el polvo a más de 30.000 persas enviados por el rey Darío. Por ello, el hijo de Darío, Jerjes, ordenó borrarla de la faz de la tierra.
Los magistrados atenienses, conscientes de que ningún ejército podría detener el avance de los más de 300.000 bárbaros y de que la Simaquía había decidido fortificar el Istmo de Corinto y resistir allí , ordenó evacuar a mujeres, niños y ancianos a las islas cercanas o al Peloponeso y enrolar a los hombres en las trirremes, a las que la polis confiaba su esperanza.
Un grupo de irreductibles desobedeció las órdenes. No pensaban abandonar sus hogares, las tumbas de sus padres, sus templos ancestrales. Algunos, incluso, plantaron inútil resistencia en la Acrópolis. Fueron masacrados y sometidos a inenarrables tormentos.
“¡Los dioses nos han desamparado! ¡Les están pegando fuego también a las tumbas del Cerámico! No respetan ni a nuestros difuntos”. Varias mujeres comenzaron a mesarse los cabellos, arrancándose manojos de ellos mientras proferían el ulular típico de los entierros.
La mayoría de los que habían ascendido aquella templada tarde otoñal hasta la explanada del templo de Afaya, en la isla de Egina, eran atenienses. Los más, mujeres, ancianos y niños. Los hombres en edad militar se hallaban embarcados en la flota. Unos pocos eginetas acompañaban a sus huéspedes e intentaban confortarlos.
El hijo de Lisímaco, los ojos arrasados en lágrimas, hubo de sentarse en un bloque de piedra de los que se estaban usando para reconstruir el templo después del incendio de medio siglo atrás. Se percató de que el bloque había sido marcado por un cantero con las iniciales Gamma Ji en mayúscula. Le habían explicado que los canteros señalaban los bloques que tallaban en las canteras para poder cobrarlos después.
En otro momento habría fantaseado sobre cómo se llamaría el artesano que había labrado la roca, pero en esos instantes la hiel inundaba su alma. Las abundantes lágrimas, que no se preocupaba por ocultar, no bastaban para expulsar toda la ponzoña que lo asfixiaba al ver destruida su patria, a pesar de lo injusta que había sido con él.
Se arrancó varios pelos de la barba en señal de luto. Sintió algo húmedo y rasposo en su cara: Argos lo estaba lamiendo para aliviar su congoja. Abrazó a su perro sin dejar de llorar.
Era un moloso de los de mil madres. Como todos los canes que había tenido se llamaba Argos, en homenaje al perro de Odiseo inmortalizado por Homero. Éste tenía 12 años y había acompañado a su amo en la gloriosa jornada de Maratón, donde se batió con fiereza e hizo presa en varios medos que intentaban abatirlo. El mastín acabó gravemente herido. Su dueño se ocupó de que los cirujanos lo atendieran a él antes que a sí mismo.
No lo podía soportar. Aunque Atenas se había mostrado despiadada desterrándolo a Egina, seguía siendo su patria. El alma le ardía: a ella también la estaban consumiendo las llamas que asolaban la Acrópolis. Argos intentaba consolarlo a base de lengüetazos.
Percibió que alguien le tocaba el hombro. Se trataba de Pausanias, el sacerdote del templo de Afaya, desde donde contemplaban la ruina de Atenas. Pausanias le ofreció a él y a su familia una pequeña casa de labor, frontera al templo, para que rehicieran su vida tras ser desterrados.
El sacerdote traía una jarra de vino y un cuenco de los pistachos que cultivaban en su propia finca. Se sentó a su vera y le llenó una copa. El Hombre dio un largo sorbo.
El vino era bueno. Esto y los continuos lengüetazos de Argos serenaron su ánimo. Una multitud había ascendido a llorar la devastación del Ática, entre los que predominaban los atenienses, pero había también muchos eginetas. Anticipaban, quizás, la próxima ruina de su isla. Los bárbaros no iban a poner freno a su furia hasta haber aniquilado todo resto de civilización.
Miró de nuevo al frente: las llamas que devastaban la Roca parecían haberse multiplicado. Desvió la mirada a su diestra y oteó el templo de Poseidón en el cabo Sunion. Junto con el de la diosa y el de Afaya los 3 constituían el Triángulo Sagrado. ¿Cuánto tardarían los medos en saquear también el santuario del Sunion, que sus ancestros erigieron en honor al dios del mar para desagraviarlo tras haber elegido a Atenea como su diosa epónima en vez de a él?
Un grupo de hoplitas había ascendido hasta el templo. Sus voces le perforaron el alma: los arcontes de Egina habían decidido armar 30 trirremes para socorrer a sus hermanos de la Simaquía y vengar las afrentas medas. Una gran flota, decían, se estaba congregando frente a las costas de la isla de Salamina al mando de Temístocles.
Una bocanada de bilis le ascendió cuando escuchó el nombre de su rival. Temístocles se había salido con la suya y había sido nombrado navarca de la Hélade libre. Había impuesto sus ideas: el futuro de los helenos se dirimiría en una batalla naval, no en una terrestre como el Hombre defendió siempre, aun a costa de costarle el exilio.
Pausanias le volvió a llenar la copa y le pasó el cuenco de pistachos. Estaban deliciosos: él mismo los había recolectado con su familia y su esposa los había tostado en el horno, para corresponder a la hospitalidad del sacerdote, que les había dejado su casa de labranza sin aceptar ningún pago a cambio.
Su amigo le pidió que lo acompañara al interior del templo, pues necesitaba recoger unos objetos. El Hombre lo siguió a la cella sin que Argos consintiera separarse de sus piernas.
Siempre le causaba turbación entrar a un templo. Los cultos solían hacerse en altares exteriores y sólo sacerdotes y otras personas relacionadas con el culto podían entrar a la cella, donde estaba la estatua del dios o diosa a la que estaba consagrado el edificio. Un pavoroso incendio fortuito había destruido casi por completo el complejo, por lo que escultores, canteros y otros artesanos estaban empeñados en su restauración.
Un escultor traído de Atenas, Cármides, tallaba la estatua de Afaya, auxiliado por su hijo de unos 10 años, Fidias, cuyo talento asombraba a propios y extraños. El crío se empapaba de la técnica de su progenitor, que le había encargado que labrara los complicadísimos pliegues de la clámide con la que se vestía la diosa.
El Hombre admiró la habilidad del rapazuelo con los cinceles y se dirigió a su padre:
—Maestro, esta criatura lo va a eclipsar a usted en unos años.
Cármides condujo al Hombre hasta un rincón en el que estaban apiladas unas esculturas. Las habían bajado del frontón occidental para restaurarlas.
—Ésta que ve —habló el escultor— es la de la diosa Atenea, que asiste a los combates ante los muros de Ilión, flanqueada por los héroes eginetas Telamón y los dos Ayax. Con el incendio se perdió la cabeza. Mi Fidias la ha tallado con el mismo mármol de Paros que usaron los primigenios escultores. ¿Nota usted la diferencia con el resto de la pieza o con las expresiones de los demás personajes de la escena?
El Hombre no supo qué responder. Tenía claro que volvería a escuchar hablar de ese Fidias si los bárbaros no acababan con la vida que había conocido hasta entonces. Argos intuyó su aflicción y le lamió la mano.
Pausanias lo acompañó hasta su hogar. Ante la puerta lo aguardaba su esposa. Había adivinado que algo grave sucedía en su ingrata patria. Sus hijas estaban sentadas en un banco, bajo una higuera, abrazadas como golondrinas asustadas.
—¿Qué vas a hacer, esposo?- lo asaltó la mujer.
—Lo que he de hacer. Bien lo sabes, mujer.
—¿Cómo puedes ser tan imbécil? Te condenaron al ostracismo, te exiliaron 10 años de la patria por la que diste todo, te despojaron de todo. Y a nosotros, contigo. Hemos perdido todo cuanto teníamos. No tienes para poder casar a tus hijas según su dignidad. Tu hijo ha debido enrolarse como pescador para traer un jornal a casa. Todo por culpa de los malditos demagogos de Atenas. Y tú estás dispuesto a volver a poner en riesgo tu vida por esos malnacidos, que te han arrojado a este albañal.
—Sabes que es lo que tengo que hacer, mujer.
—Pues que sepas que, si sales por esa puerta armado, a tu vuelta ya no me encontrarás aquí. Y habrás de velar tú solo por nuestros hijos. Yo me voy con mi hermana al Peloponeso.
El Hombre no respondió. Entró y se dirigió hacia el andrón, donde en un perchero descansaba su panoplia de hoplita. La había usado en la gloriosa jornada de Maratón. Y, antes que él, su padre Lisímaco. Consiguió salvarla de la confiscación de bienes a la que lo sometieron sus conciudadanos cuando lo condenaron al ostracismo 2 años atrás. La mantenía impoluta: él mismo engrasaba la coraza, el casco, el escudo y la espada, sin dejar de afilar espada y lanza. Sus armas estaban en perfecto estado de revista.
Pasó, soñador, sus dedos por el thorax de bronce, que reproducía los músculos del torso. Evocó la gesta de Maratón, cuando, como estratego, apoyó la maniobra de Milcíades y comandó el ataque de los hombres de su fratría. Evocó a su amigo Esquilo, quien a pesar de haberse convertido en dramaturgo de fama y de haber ganado varias coronas con sus tragedias en las Grandes Dionisias, si de algo se ufanaba era de haber pugnado en Maratón. El bueno de Esquilo: seguro que también se estaría armando en estos momentos para vengar el apocalipsis de la patria común.
Su hija mayor acudió con una jofaina y lo ayudó a asearse. La menor le trajo su túnica color marfil, mil veces remendada, pero la mejor para vestir bajo la coraza. Juntas lo ayudaron a armarse. Se abrazaron a él cuando lo vieron armado completamente, a falta del casco que lo llevaba en la diestra.
Lo acompañaron al exterior. La madre no estaba. Lo aguardaba Pausanias con unas alforjas, en las que había metido provisiones para varios días, y un odre de su mejor vino. El Hombre encomendó sus hijas a su amigo y le imploró que velara por ellas.
A Argos, que no se había separado ni un instante de su amo, le ajustaron un collar con púas para afuera, lo cual acentuaba su fiereza.
El Hombre abrazó a sus hijas y a su amigo y bajó la cuesta que lo llevaba hasta el puerto, donde los eginetas estaban aparejando las trirremes en auxilio de la Grecia aún libre. A mitad de camino le salió a su encuentro su primogénito. Acababa de atracar tras una jornada de pesca y lo habían informado de la desgracia. Conociendo a su padre, se dirigía a toda prisa para disuadirlo de acudir en auxilio de los que tan mal lo habían tratado o, en caso contrario, unirse a él.
El padre miró a su vástago con lágrimas en los ojos. Intentó convencerlo de que su papel estaba velando por sus hermanas y su madre. El hijo replicó que era el cabeza de familia quien tenía que velar por ésta. Él se ofrecía para llevar con honor las armas de su padre y su abuelo y a dar su sangre por Atenas, aun habiéndolos tratado con tanto desdoro. El Hombre no cedió y, abrazando a su primogénito, lo conminó a reunirse con los suyos en la casa cabe el templo.
Los eginetas habían conseguido armar 30 trirremes e, incluso, habían tenido que aparejar varias embarcaciones de carga y de pesca para transportar a todos los voluntarios que se habían ofrecido para combatir a los persas. Había en torno a 1500 hoplitas, soldados de infantería pesada, pero también bastantes gimnetai y psiloi, militares de infantería ligera.
Los estrategoi eginetas lo reconocieron y le ofrecieron un puesto de honor en la nave capitana. Durante la travesía tuvo tiempo de pasar revista a los últimos acontecimientos. A cómo su familia se trasladó desde Falero a la capital y de cómo en su infancia conoció a Temístocles y entablaron amistad a pesar de su caracteres tan dispares. Aquél era accesible, audaz, entrometido, con gran don de gentes, mientras que él no aceptaba ni la fullería, ni la mentira, ni el engaño, ni aun de broma.
La vida los fue llevando por derroteros fronteros, pero divergentes. El Hombre fue de la mano con Clístenes, quien tras expulsar a los tiranos, sentó los cimientos del nuevo régimen, al que llamaron Democracia, ya que era en el demos, en el pueblo, sobre quien habría de recaer el poder. Temistocles se alineó con los radicales, que querían llevar más allá de lo sensato el nuevo régimen democrático, mientras que el Hombre, que era admirador confeso del legislador espartano Licurgo, se alineó con el partido aristocrático, a pesar de tener humildes orígenes, ya que con él compartía una visión más conservadora de la sociedad.
La política los fue distanciando cada vez más, aunque el Hombre, fiel a los preceptos que le transmitió su padre y queriendo ser digno de aquél, se empeñó en actuar con una honestidad libre de cualquier sombra. Esta actitud y su compromiso con el bien común lo hicieron merecedor del epíteto “El Justo”, reservado a dioses y a otros personajes de la mitología.
Cuando en un pasaje de una tragedia de su amigo Esquilo, el coro cantó estos versos, dirigidos al héroe Anfiarao: “Quiere no parecer, sino ser justo: En su alma el saber echadas tiene hondas raíces y copioso fruto de excelentes y útiles consejos”, todo el teatro se volvió hacia su persona, como reconociendo en él las virtudes atribuídas al mítico rey de Argos.
Las malas lenguas, afiladas como garras de harpías, expandieron que la enemistad entre Temístocles y él, que antes eran uña y carne, se exasperó porque ambos se enamoraron del mismo efebo. Estesilao, llegado desde la isla de Ceos, se dejó amar por ambos hombres a la vez (y por media docena más siseaban los desocupados), a fin de que lo colmaran de regalos y prebendas. Como meteco que era, No podía progresar mucho en la sociedad ateniense. Por ello sedujo a estos dos próceres de la política.
El Hombre suspira. Rememora, pasados ya tantos años, el tacto de la piel de su erómenos. Le recordaba a aquella almendra persa, esa fruta con apariencia de manzana, pero con una piel esponjosa, dulcemente velluda, que probó cuando acudió con la flota a ayudar a los jonios en su revuelta contra los tiranos medos. Si cerraba los ojos, aún podía vislumbrar sus perfiladas pestañas, sus ojos que recordaban al mar de sus islas y besaban sólo con mirarte, sus estilizadas manos, que tantos placeres sabían prodigar.
Ambos rivales sabían que Estesilao repartía sus favores entre los dos. Comos dos carneros en celo compitieron entre sí para quedarse con la exclusividad. Incluso, cuando los surcos del tiempo fueron ajando la belleza del otrora rutilante efebo, siguieron compitiendo por él. Estuvo a punto de perder la cabeza. Su esposa tuvo que ponerle sobre la misma la espada de Damocles: o cesaba de comportarse como un baboso insensato o lo dejaba con sus tres hijos.
El Hombre sacude la testa queriendo espantar viejos fantasmas. Pero éstos permanecen grabados en su hígado: Estesilao acabó prostituyéndose pintarrajeado como una mona. La última vez que lo vio fue como si un cáncer le royera las entrañas.
Temistocles trasladó a lo político el odio que esta rivalidad personal sembró entre ambos. Él, en cambio, intentó ser ecuánime. Su fama de hombre honesto y justo aumentó entre sus conciudadanos, incluso cuando fingió dejarse corromper sólo para poner en evidencia a los corruptores y avergonzar a los que lo adulaban por creerlo a él también corrupto.
Cuando, 10 años después de Maratón, sus aliados les informaron de que el actual monarca persa, Jerjes, había preparado el mayor ejército jamás visto en Europa (un millón de infantes decían los más pesimistas; 300.000, los optimistas) para invadir la Hélade, Atenas se echó a temblar. Eran conscientes de que ni aun uniendo a todos los hoplitas helenos podrían hacer frente en igualdad de condiciones al monstruo que sobre ellos se cernía. Tenían bien sabido que algunos perros cobardes, como sus odiados vecinos tebanos, habían enviado embajadores a Jerjes ofreciéndole sumisión y poniéndose a sus órdenes si respetaban sus poleis. Cundió el pánico. La ekklesía decidió enviar embajadores al oráculo de Delfos para consultar a Apolo sobre lo que debían hacer ante la amenaza. La respuesta del dios, como era de esperar, resultó ambigua: Tenían que construir un muro de madera y confiarle a él la salvación. Enseguida surgieron dos opiniones enfrentadas en la Asamblea: la comandada por los conservadores, en la que el Hombre militaba, defendió construir una muralla de madera en torno a la polis; la capitaneada por Temístocles pugnaba por hacer una interpretación más metafórica del oráculo y construir la flota de trirremes de guerra más grande jamás construida, abandonar a su suerte el territorio del Ática, evacuar a la población civil y alistar a toda la masculinidad en condiciones de combatir.
Se impuso Temístocles. Hizo todo lo posible por librarse de sus rivales y que éstos les dejaran manos libres. Maniobró para acusar al Hombre de desfalco, algo muy difícil de creer para quien conocía su impecable trayectoria. Propuso que fuera sometido a la pena del ostracismo.
Llegó el infausto día. Era durante la séptima pritanía, 8 años después de Maratón. Se había convocado a la Catekklesía, una asamblea solemne, a la que acudían más de 6000 ciudadanos de pleno derecho. La Pnix estaba abarrotada. Los aprendices de los alfareros habían subido a primera hora con cestas cargadas con ostraca, los trozos de las vasijas defectuosas, rotas para ser reutilizadas y escribir en ellas los nombres de aquellos a los que se quería castigar con el exilio y la privación de sus derechos durante 10 años.
Si se recogían más de la mitad del quorum de asistentes de ostraca con el nombre del mismo personaje, el infortunado era condenado al ostracismo. El Hombre había ascendido a la Pnix antes de rayar el alba. Se barruntaba que él era uno de los propuestos para la pena merced a los turbios tejemanejes de su rival político. Algunos viejos conocidos incluso le habían negado el saludo.
Se le acercó un destripaterrones de Acarnia, a todas luces analfabeto. Llevaba un ostracon en la mano y le pidió que escribiera en él el nombre del sujeto al que quería condenar al exilio. El Hombre tomó su propio fragmento de cerámica y se prestó a escribir lo que le pedía el acarniense. Le preguntó el nombre de la persona a la que deseaba ostraquizar. El campesino dijo “A Arístides, el de Lisímaco”. Al Hombre se le heló la sangre al escuchar su propio nombre de la boca del rústico. Lo miró fijamente para intentar descubrir si era objeto de una cruel broma. No: el sujeto no lo había reconocido. “¿Se puede saber qué te ha hecho ese Arístides, para que le desees tanto mal?”, indagó. “Nada”, respondió el otro, “Ni siquiera lo conozco, pero estoy harto de que, cada vez que oigo hablar de él, todos lo llamen El Justo. Que si Arístides el Justo por acá, El Justo Arístides por acullá. Estoy harto de oír hablar de que si es honesto e incorruptible. Seguro que es un estirado culiprieto, que mira a sus conciudadanos por encima del hombro. Anda y que lo monte una Graya y que apenque de una vez con su condena”.
Arístides no respondió. Escribió su propio nombre en el fragmento del campesino y se lo entregó para que éste lo depositara en la vasija correspondiente. No se dio a conocer. Lo vio alejarse hasta la urna y depositar en ella su ostracon con una tristeza infinita. Fue condenado al ostracismo y hubo de exiliarse con los suyos en Egina, tras perder todos sus bienes. Temístocles había vuelto a vencer.
Arístides sacudió la cabeza intentando espantar tan funestos pensamientos. Atenas lo necesitaba y, a pesar de su ingratitud, estaba dispuesto a dar su vida por ella. La trirreme apestaba a ajo: los cirujanos de la escuadra habían aconsejado a todos los guerreros que comieran al menos una cabeza de ajos. Eran el mejor antiséptico que se conocía y podían evitar muchas infecciones en caso de que fueran heridos en combate.
De repente el navarca ordenó dejar de bogar y arriar velas. Una miríada de bajeles enemigos se interponía entre ellos y la isla de Salamina, donde los aliados helenos habían establecido el cuartel general. Los pasajeros de la flota egineta quedaron pasmados ante la magnitud de la armada asiática. Los aqueménidas habían congregado más de 1000 navíos de guerra, más dos centenares de barcos auxiliares. La mayor parte eran fenicios y egipcios, unos 500 en total, pero también reconocieron los pabellones de chipriotas, cilicios, carios, jonios y cicládicos. Parte de la Hélade estaba podrida: se había vendido al bárbaro y estaba presta a aniquilar a sus otrora hermanos.
La Simaquía había podido reunir menos de 400 embarcaciones. El asunto no pintaba nada bien. Un oficial señaló el pabellón de un bajel: era la nave capitana de Artemisia, reina de Halicarnaso, una de las comandantes más temibles de los persas. El navarca se negó a seguir navegando, para desesperación de Arístides y otros hoplitas atenienses. El egineta llamó a bordo a los capitanes de las otras trirremes para tomar una decisión conjunta.
Arístides observaba angustiado cómo los asiáticos ya habían bloqueado la salida sur del estrecho que separaba la isla del continente. Otro destacamento se dirigía hacia la salida norte para taponarla y pillar a los helenos en una ratonera. Alguien señaló un promontorio cercano, en tierra firme: en él Jerjes se había mandado construir un trono para asistir a la devastación total de la Hélade libre.
Las furias le roían las vísceras de rabia e impotencia. No podía permanecer pasmado ante el apocalipsis de todo lo que había armado. Pidió un falucho, mucho más ligero que las pesadas naves bárbaras, y se subió a él con un puñado de voluntarios, que no temían una muerte casi segura en caso de llevar a cabo el plan del antiguo strategos.
Aguardaron la caída de la noche y, confiados en unas rachas de brisa favorables y en la pericia de los marinos griegos, se internaron en el avispero de la escuadra enemiga. Fueron detectados a menos de una milla de Salamina.Tres trirremes carias y dos auxiliares fenicias salieron en su persecución, pero la habilidad del patrón, un avezado pescador de Falero, los llevó a salvo a las playas de Salamina, donde las trirremes helenas espantaron a sus perseguidores.
Arístides desembarcó de un salto, cuando aún no había atracado del todo el falucho. Se dio a conocer y pidió ser conducido hacia el navarca en jefe: su antaño rival Temístocles. Los hoplitas que lo escoltaron lo miraron cabizbajos: ellos también habían votado por su ostracismo. El Hombre les palmeó las espaldas y les dio a beber de su bota de vino. El pasado estaba enterrado: ahora era el momento de vengar a la polis de Atenea y liberar Grecia de la plaga que la estaba royendo.
Lo llevaron ante Temístocles. Éste y los oficiales con él reunidos en un almacén del puerto quedaron estupefactos al verlo entrar armado con toda su panoplia, semejante a un Ares algo envejecido, pero aún temible.
Temístocles se levantó. Arístides le rogó que lo acompañara fuera para poder hablar a solas.
“Nosotros ¡oh Temístocles!, si es que tenemos juicio, nos olvidaremos de nuestra vana y juvenil discordia y entablaremos otra contienda más saludable y digna de loor, disputando entre los dos sobre salvar a la Grecia: tú, como caudillo y general, y yo, como soldado y consejero: puesto que sé que tú solo has tomado la mejor resolución, ordenando que se trabe combate cuanto antes en este estrecho; y cuando nuestros aliados te se oponían, parece que los enemigos se han puesto de tu parte. Porque el mar al frente y todo alrededor está ya ocupado por naves enemigas, de manera que aun los que rehusaban se ven en la necesidad de mostrar valor y entrar en combate, por haberse cortado todo camino a la retirada.”
Respondióle a esto Temístocles: “No permitiré ¡oh Aristides! que en esta ocasión me excedas en virtud, sino que, contendiendo con tu glorioso propósito, procuraré aventajarme en las obras”
Plutarco, Vidas Paralelas, Arístides, Capítulo 8
Temístocles le rogó que lo acompañara dentro y que informara a los demás de las nuevas que traía. Los peloponesios pugnaban por abandonar la isla y trasladar a la población y a la escuadra al Peloponeso, defendido por un muro y el grueso de las tropas aliadas, entre las que estaban los espartanos. Ante las noticias traídas por Arístides decidieron entablar combate de inmediato y atraer a los persas al interior de los estrechos, donde no podrán valerse de su superioridad numérica y, con ayuda de los dioses, su gran número los obstaculizaría y la mayor pericia de los tripulantes griegos igualaría la contienda. Que era justo lo que había pergeñado el navarca en jefe, pero no había conseguido convencer a sus aliados. Tuvo que ser su antiguo rival quien lo hiciera por él.
Todos brindaron por el plan, no sin antes ofrecer una libación a los dioses. Temístocles ordenó que se retiraran a apercibir a sus tripulaciones, pero antes de que llegaran a la puerta los llamó con voz tonante:
—Aguardad un instante. Arístides, hijo de Lisímaco, tengo una misión para ti: conoces el islote de Psitalea, que se interpone entre esta isla y el continente. Su control es indispensable para el éxito de la batalla. Quien lo controle puede socorrer a los náufragos de su propia escuadra y matar a los de la contraria, que nadarían hacia él en búsqueda de refugio.
He sido informado de que los medos lo han ocupado con un imponente contingente militar y que, incluso, han llevado ahí a tres hijos de la hermana de Jerjes, a fin de que asistan de cerca a lo que ellos piensan que va a ser la debacle de la armada helena.
Tu misión sería tomar el islote, dar muerte a todos los soldados persas, capturar con vida a los sobrinos del rey y a los dignatarios por los que podamos pedir rescate y socorrer a todos los náufragos aliados, a la vez que aniquilas a los bárbaros. Para ello sólo contarías con tres lanchones y los voluntarios que se ofrezcan. Te advierto de que puede ser una misión suicida: no puedo prescindir de más hombres y los medas os superan en número. ¿Qué me dices?
—Navarca, mis conciudadanos te han elegido como almirante en estos momentos críticos. Yo, el hijo de Lisímaco, recién recobrada mi ciudadanía gracias al indulto de mi polis, soy ahora el último de entre sus ciudadanos. Habré de hacer méritos, pues, para ser digno de Atenas.
—Con razón te llaman el Justo. Psitalea es tuya.
Arístides, semejante a un león, guerreó en el islote acompañado de un puñado de héroes, entre los que, dicen, también brilló su viejo camarada de Maratón, el tragediógrafo Esquilo. Argos no se separó en ningún momento de su amo.
Volvió a ser elegido estratego por sus paisanos. Un año después de Salamina comandó a los 8000 hoplitas atenienses, que bajo las órdenes del espartiata Pausanias, batieron a los 250.000 infantes persas, que habían sobrevivido a la debacle de Salamina. Argos dio la vida por su señor y amigo, cuando se arrojó al cuello de un beocio, que pretendía alanzear a su amo por la espalda. Otro tebano hirió al animal con su espada. Arístides, tras acabar con los dos enemigos, abrazó entre lágrimas a su mastín y lo ayudó a cruzar las puertas del Hades, jurándole reunirse con él allí para toda la eternidad. Aún tuvo otros dos Argos más a lo largo de su vida, pero ninguno pudo eclipsar al moloso con quien compartió la gloria de Maratón, Salamina y Platea.
Murió en la más absoluta pobreza. Su polis le pagó un funeral por suscripción popular, ya que su familia no lo pudo costear. Organizaron, incluso, una colecta para proporcionar una dote digna para que sus dos hijas pudieran casarse. Murió el Hombre, resucitó el Justo.
Mi padre fue hijo de la guerra. Nació en 1937. Debió criarse sin padre. Mi abuela Elena Mínguez, una mujer analfabeta pero con un respeto por los libros y el conocimiento mayor que muchos letrados, le pidió a su hermano José que fuera el padrino de su hijo y que eligiera el nombre para él. El Padrino era boticario, un hombre culto en una familia de casi todos los hermanos analfabetos. Era un apasionado de la historia antigua. Aún conservo en casa sus dos libros de cabecera: uno sobre la Historia de Grecia y otro sobre la de Roma. En el de Grecia, subrayado a lápiz, figura el nombre de Arístides el Justo. Ése fue el nombre de mi padre, quien me regaló el suyo, del mismo modo que yo he hecho con mi primogénito.
Pero el Padrino y mi abuela no nos ofrendaron sólo el nombre, sino también el ejemplo. Nos legaron a los 3 Arístides la inmensa responsabilidad que habíamos adquirido al ser llamados así, al igual que la obligación moral de intentar ser tan honestos como nuestro ancestro.
Hace 3 meses pude visitar el Museo Arqueológico del Cerámico. En él se expone uno de los ostraca con el nombre de Arístides el de Lisímaco. Días después gozamos el maravilloso templo de Afaya en Egina, una de las joyas que atesora Grecia para quienes se acerquen a ella con el alma abierta a la belleza, a la cultura. Allí me asaltó mi musa y me ordenó hacer justicia con un Hombre Justo y dar a conocer su historia a los visitantes de esta cueva, cobijada en Zenda.
Mientras aguardábamos en el puerto de Egina el barco que nos había de devolver al Pireo, disfrutando un delicioso helado hecho con los pistachos que en la isla se cultivaban, la historia de Arístides el Justo fue tomando forma. Forma que se horneó mientras navegábamos las aguas que separan la isla del pireo, teniendo Salamina a nuestra izquierda.
Mi padre, paulatinamente devorado por los diablos del Alzheimer, que no han conseguido robarle aún del todo su hombría de bien, cada vez que voy a visitarlo con mis 2 hijos sigue regalándonos ejemplos y consejos de honestidad, ecuanimidad y compromiso. Repetidas veces les ha narrado la historia del Justo, insistiendo en que han de ser dignos de su ejemplo. Que con él y con Elena Mínguez, su bisabuela, quien sin saber leer lo concienzaba de que debía de ser honrado como aquel al que le debía el nombre, tenemos mis hijos y yo contraída una deuda
Quede así saldada en parte dicha deuda.
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