Me tumbo en la cama sin saber si tengo fiebre o estoy derrotado por la abulia o por el temor a la enfermedad. Un estruendo de voces me agita. Aún no sé si sigo vagando entre el sueño o he regresado.
Asomados a las ventanas, ciudadanos sanos, enfermos y los que todavía no saben que van a morir aplauden en la noche recién lavada por una lluvia suave de este domingo de primavera. Fue una plegaria y un llanto mezclados con el himno de un país confinado en colmenas tristes.
—¡Vivan los médicos, viva España!
La ciudad contuvo como pudo las lágrimas, tragó saliva y se quedó mirando cómo caía agua a las ocho en punto de la tarde. Se suspiraba por el presente, se añoraba el pasado y se temía por un futuro incierto ante el vendaval indomable de una enfermedad que, según algunos vecinos, se contagia con la mirada.
Cómo lavarse el ánimo. No lo sé. Recurro al Preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda, esa melodía que viene y va, que zarandea a su capricho al que la escucha. Me engulle y luego me deja respirar, se ensancha como un acordeón y se repliega cual caracol. Un oleaje prodigioso que se acerca hasta la playa y regresa a la oscuridad.
Podría haber elegido la Quinta de Mahler, como Visconti en Muerte en Venecia, ese llanto por la muerte a cámara lenta, por el viaje de Tadzio, por el fin de una época en la aislada Venezia. Es parecido, el mismo canto de cisne de una época que no regresará tal y como la conocimos.
¿Y ahora? Intento regresar a una novela que acontece lejos, muy lejos, en el México de hoy. Es difícil concentrarse. Esta mañana devoré páginas y páginas de Salvar el fuego. Qué puedo salvar. Todo adquiere ahora una segunda intención, una sombra. ¿Se veía venir? No. O no del todo. Cierto que el martes, o el miércoles, el día antes de que cerraran la piscina, fui a nadar con cierta reserva. Durante media hora sólo fuimos dos, un muchacho en la calle cuatro y yo en la dos. Los primeros diez largos fueron lentos pero acompasados. Llegó esa mini pájara en el doce. Corregí la espalda, intenté subir las piernas, que el cuerpo estuviera lo más paralelo posible al agua, mirando de reojo si el otro nadador continuaba o no.
“La última vez”, me dije, “alguien subido a una escalera limpiaba la enorme cristalera. Subía cada poco un peldaño más, movía la escalera hacia su izquierda, hasta el final. Y luego seguía limpiando el cielo, no sé cómo se aguantaba esa escalera de metal. Ese hombre limpiaba la mañana, sacaba brillo a la luz, luego a una pequeña nube, no se caía. Yo seguía nadando, me cansaba, era todo de verdad. Recurrí a las aletas, ya agotado, para continuar contemplando aquella maravilla. Me acordé de los violinistas de los cuadros de Chagall que vuelan por encima de los tejados, de parejas de novios como si fueran nubes, de asnos tocando el chelo en el aire. El sol, filtrado por el ventanal que limpiaba el joven encaramado a la nada, me recordó también sus vitrales de la catedral de Reims, tan azules, tan llenos de mar. Y los de Zurich, alargados como un guarda páginas. “Allí un órgano ha de sonar mejor que en ninguna otra iglesia. ¿Habría conciertos de Bach? Seguro que sí. He de mirarlo. Sólo quiero eso, escuchar a Bach en Reims, en Zúrich”.
No sabía ese martes o miércoles, quizá fuera jueves, que no podré viajar durante semanas. Ojalá sea en verano. Tampoco podré nadar. Ni ver a aquel hombre que limpiaba, con un trapo y un cubo azul, la mañana.
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