El emblemático Café Varela de Madrid acogió ayer la presentación del nuevo libro de A. J. Ussía, El puente de los suicidas (Círculo de Tiza), en un evento que registró un lleno hasta la bandera, a pesar de la cantidad de actos programados a la misma hora. El autor, bien flanqueado por Eva Serrano, su editora, y David Summers, volvió a demostrar que desborda carisma a raudales y que es una de las firmas más sugerentes de la literatura actual.
En su introducción, Eva Serrano describió con precisión cirujana y sofisticado gracejo los principales atributos del Ussía escritor: por un lado, disponer de la capacidad de transfigurar un nimio detalle en una gran historia; por otro, haberse convertido en —nada más y, sobre todo, nada menos— un gran narrador. Alabó, también, su profunda y ardua labor de documentación para escribir El puente de los suicidas, y quizá eso explique por qué Alfonso es una enciclopedia con patas.
Precisamente, Ussía utiliza la ficción para descubrirnos un sinfín de historias reales; “sin ocurrencias”, apuntó Serrano. El puente de los suicidas es una novela coral que se constituye como un hondo y sentido homenaje a los anónimos desamparados, aquellos que tienen un paso fugaz por esta vida que, como dijo el propio autor, «no es más que una putada».
Summers destacó que El puente de los suicidas es, a pesar de todo, un preciso y maravilloso retrato de la ciudad y sus gentes; un Madrid que se convierte en un personaje más del libro. Para el artista, lo que le otorga un especial brillo a la novela es el respeto que irradia, que la hace, si cabe, más humana.
El puente de los suicidas termina por ser una obra que llama a la reflexión, porque es esa humanidad que destila de la que carece nuestra sociedad en la atención que brindamos a este problema y especialmente a las personas que se ven abocadas a “quitarse de en medio”. No nos llevemos a engaño: el suicidio en este país no existe, a pesar de ser la principal causa de muerte no natural, con los más de 4.000 casos que se registran al año. Nunca son personas, sólo un dato frío, una estadística para guardar en un cajón.
Pero todavía hay cabida para la Esperanza, y además así, en capitular, como el bar que un día existió frente al viaducto de Segovia y que se erige en la novela como el último asidero para todas aquellas personas que han llegado a ese punto de no retorno en el que ya nada importa, ni siquiera dejar de tener una vida para convertirse en una cifra más.
«El suicidio en este país no existe… No son personas, sólo un dato frío». Así es. El mundo de color de rosa que nos venden es falso como Judas.