A veces pienso en el instante que puede cambiar la vida del ser humano. Permita el lector que me apoye en Albert Camus para explicarlo. En El extranjero, su obra maestra, el protagonista se arruina la vida tras un segundo fatídico, un impulso fatal que derrota al hombre, un existencialismo reducido a escombros. Lo define mejor el propio Mersault: «Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz». Estremece el contraste entre lo que un día fue feliz y un momento más tarde ya nunca podría volver a serlo. Pocos años después de la publicación de esta novelita, el instante cruel pasó de la ficción a la realidad, de la literatura a la vida. Camus viajaba en el coche de su amigo y editor Michel Gallimard, cruzaban la Borgoña en un Facel Vega FV3B, quizás hablando de su próxima novela, quizás quejándose del último empate del Racing Club de París fuera de casa, quizá en silencio. Un momento después, la rueda del Facel Vega revienta, el automóvil se descontrola hasta estamparse contra un árbol, y los teléfonos de todas las redacciones francesas arden. Un instante cruel se ha llevado por delante a uno de los mejores novelistas del siglo XX.
Veo lo que ha ocurrido en Beirut y no puedo dejar de volver a este rápido azar, que en las imágenes aparece con más crueldad que nunca. Los habitantes apuntan con sus teléfonos hacia la zona de la catástrofe segundos antes de la detonación. Uno de ellos parece bambolear al son de una música de guateque, a su alrededor se escuchan risas y conversaciones. Otro enfoca desde un coche, sin abandonar su rumbo ni aminorar la marcha, quizás esté llegando tarde a algún sitio. El último graba desde una terraza, tranquilo y sosegado, supuestamente a salvo, al calor del hogar. Un instante después, surge la explosión, la onda expansiva despierta y se come todo a su paso antes de llegar al propio objetivo de las cámaras. Gritos en la fiesta, cristales en el coche. Se hace la oscuridad. Se hace el silencio.
No en vano los grandes tópicos se refugian en esta fugacidad, en el modo en que la vida se escapa, en la relatividad del tiempo. Vuelvo a Camus para cerrar el texto, pues también él se regocija en esta necesidad de aprovechar el estricto presente, también él explora la relación entre el último instante feliz antes de la tragedia. En La peste compone un canto a la frivolidad con la que habían empleado un tiempo salubre, una crítica al mundo que quedó atrás un momento después de que la enfermedad lo cubriese todo (¿les suena?). Vivimos como los personajes de Camus, o incluso como el propio Camus aquella mañana de enero, ajenos a la posibilidad de caer despedazados por el segundero según retiremos la vista de este párrafo. Sentir la lentitud del tiempo, exigía en La peste. No me parece mal consejo para terminar con este texto. Disfruten al hacerlo.
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