A veces pienso, siento, cuando trato con libros, que todos son el mismo, un gran, único libro que además voy escribiendo a medida que lo leo. A medida que lo vivo. Junto entonces lo que leo con lo que escribo, y ambas cosas, por fin, con lo que vivo. Si es que hay que hacer alguna distinción, porque el resultado es que todo lo vivo.
Puede que suceda algo similar con las películas, porque noto que hay algunas que frecuento o a las que me gusta volver cada cierto tiempo, y no me canso de verlas. Más bien ganan con los años. Estas películas que disfrutan de mi predilección, o mejor dicho yo disfruto de ella, no tienen por qué ser las mismas de las que gusta todo el mundo, siendo la unanimidad imposible. Sin embargo, si me fijo, son películas, historias muy populares. Por ejemplo, pienso ahora, La guerra de las galaxias, El padrino y El nombre de la rosa. De La guerra de las galaxias, sobre todo, ya he hablado bastante en este blog, no así, apenas, de El padrino y de El nombre de la rosa.
Estas películas me enseñan que más importante que el asunto de una historia es cómo está elaborada esa historia, cómo está trabajada.
Precisamente hace poco he visto El nombre de la rosa, la película, en inglés, y he revisitado la novela, acompañando todo ello de las Apostillas a “El nombre de la rosa”, que leí por primera vez hace muchos años, en mis años de carrera.
Ahora pienso que las Apostillas podrían haber sido mucho mejores si Eco hubiera querido, pero yo creo que él no se propuso hacer un libro, un verdadero libro, con la profundidad que se le suele presuponer a un libro. Estas Apostillas a mi modo de ver son un aperitivo de lo que podrían haber sido, aunque insisto en que todo responde a la voluntad de Eco, al menos según mi intuición, las pistas que sigue mi razón.
La historia de crímenes en la abadía medieval me acompaña mucho cuando acudo a ella, como en general la figura de profesor y escritor de Eco, su mundo, sus letras, sus ideas.
No es un fenómeno raro en mí. Entre lo que “vivo” —pongo las comillas, porque “vida” es todo—, lo que leo y lo que escribo formo como una gran bola de nieve, creciente, que es mi vida, vida que comparto con los demás, con mis semejantes, que a su vez comparten la suya conmigo. Esto se puede hacer extensible a los escritos, a los textos, a los míos y a los de todas las personas que en la Historia han escrito y escriben.
Últimamente me ha dado por pensar que quizá esta novela sea comparable al Quijote o a Cien años de soledad en esa categoría de grandes obras que parecen pertenecer a la eternidad, y que mientras desarrollan ésa su vida perenne nosotros, desde nuestra mortalidad, gozamos de ellas. Y cada vez más. Al menos ése es mi caso.
Son esos libros a los que uno vuelve con los años, creciendo con ellos, viviendo con ellos, en ellos, en grata convivencia, seguramente, si me lo permite el lector, muriendo también con ellos, aunque no en vano nosotros, con nuestra vida, les damos la suya, con lo que van viviendo a través de nosotros, con nosotros, y de muchos otros, cruzando los siglos.
Nosotros les damos nuestra peculiar vida, leyéndolos y escribiéndolos, y ellos nos dan la suya, una vida del color de la inmortalidad, que para nuestro uso particular, se traduce en intensidad, en calidad, en una especial hondura.
Últimamente pienso, cuando realizo actividades que no me gustan mucho, que son bastantes a lo largo de la jornada, que tan importantes son éstas para mi vida como todo lo que más me apasiona o divierte. Con lo que he llegado a la conclusión de que no se debe menospreciar nada, que todo es importante, que todo puede ser esencial. Seguramente lo que más me gusta, y lo que más valoro, depende en gran medida de lo que menos me gusta o me resulta incómodo, con lo que al final uno extrae la conclusión de que hay que cuidarlo todo, pues todo puede ser trascendental.
En esta pequeña disertación literaria que estoy haciendo también debo tener muy en cuenta los libros que van publicando algunos de mis amigos, desde un maestro como Alberto Vázquez-Figueroa, que hace poco tiempo me envió sus Memorias de Cienfuegos, entrañable personaje suyo, a otro como Apuleyo Soto, que me mandó no hace mucho El Cega Ciego, con su prosa suelta y de gran calidad —en verso también la posee—. Tengo en casa otros tres libros de Apuleyo, A lo largo del río Riaza, Leyendas de María y el libro infantil Los tres hermanos, que anda en mi casa desde hace muchísimos años, tal vez desde que era niño.
Miguel Castro Pereiro publica su primera novela, Despertarás mañana, una novela histórica ambientada en las primeras décadas del siglo XX español, una época que no ha sido muy cultivada por los novelistas y que es muy interesante. Escribir un libro siempre tiene mucho mérito, pero tratándose del primero todavía lo tiene más. Le deseo mucho éxito desde aquí a Miguel Castro.
Más veterana es Eva Zamora, autora de novelas románticas y thrillers de gran aceptación entre el público. La escritora, en tan sólo unos años, ha publicado un buen número de novelas y reedita en septiembre, según ha declarado, con bastantes cambios encaminados a mejorar la forma de contar la historia, El angelical rostro del mal.
Andrés Muñoz Cañas, ingeniero industrial que trabaja en Renault, ha escrito recientemente su segundo libro, un libro técnico que responde a su trabajo y especialidad, el automóvil. Su obra se titula El automóvil del mañana: ¿eléctrico, conectado y autónomo?
Desde que conozco a Andrés Muñoz, y ya son muchos años, desde que tengo el placer de hablar con él, he podido disfrutar de su pasión, conocimiento y dedicación al automóvil, tres buenos compañeros, pasión, conocimiento y dedicación, para escribir un libro sobre éste o sobre cualquier otro tema. En realidad para acometer cualquier objetivo.
Para terminar este pequeño repaso que espero que no haya fatigado al lector, debo hacer mención a Diario de una nonagenaria, de José Luis Olaizola, otro maestro de nuestra literatura. Cuando José Luis había dicho que ya no escribiría ningún libro más, escribe y publica este libro homenaje a su mujer, Marisa, que a buen seguro será precioso, como lo fue la relación que los unió y los sigue uniendo.
Los libros nos acompañan fieles en nuestro camino. Siempre los leemos, a menudo los buscamos en las librerías, lo que no es tarea de menor gozo e importancia… También los escribimos, una actividad que llega a fundirse con nuestra vida en una poderosa aleación. Por fin, es una alegría ver y leer cómo amigos y compañeros, compañeros de vida, algunos muy antiguos, escriben sus propios libros, con el mimo y la ilusión que yo puse en los míos, que sigo poniendo en ellos. Cada libro aspira a ser siempre algo importante para el lector, pero yo me atrevería a decir que ya es mucho si consigue serlo para su autor. Porque eso se transmite, y el lector lo capta y lo recibe: lo hace suyo.
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