El hospital-escuela de la ciudad de Rouen me invitó a pasar unas semanas en “residencia” en el seno de la unidad de cuidados paliativos. Me abrían las puertas para que fuera testigo del trabajo cotidiano del personal sanitario, en su amplia mayoría femenino. A cambio, esperaban que impartiera un par de talleres de escritura a niños y adolescentes internados y que escribiera un texto de cinco o diez páginas contando mi experiencia. Acepté por curiosidad. Sabía que era el primer escritor invitado, después de que pasaran por allí músicos, actores, ilustradores, fotógrafos y hasta un coreógrafo. No sabía si sería capaz de escribir algo y cómo me impactaría una unidad médica tan próxima a la muerte y al dolor. El personal me recibió con generosidad y con muchas ganas de compartir sus vivencias.
La experiencia me conmovió y, cuando quise darme cuenta, tenía varias libretas llenas de apuntes: anécdotas o casos que me contaron, hechos que vi, comentarios que escuché, reflexiones propias y, por supuesto, situaciones que imaginé. Pronto entendí que no podía pintar un universo tan complejo y tan intenso por medio de un texto breve —lo intenté, pero el resultado era como esas fotos que sacamos de un gran paisaje y no lo reflejan en absoluto—, de modo que me puse a hacer un libro que no pensaba escribir, pero que ahora me resultaba imposible no escribir.
Casi todas mis anotaciones estaban en francés. Porque descubría un mundo que venía con su léxico particular. Porque apuntaba en francés las cosas oídas o vistas en el hospital para no perder la huella original, para no demorarme en traducciones en un momento en el que deseaba estar atento. En medio de mi residencia —que, por supuesto, pedí que se extendiera— encontré la “forma” para el libro: una serie de monólogos donde cada una de las personas que componen la unidad médica —incluso el personal administrativo— va tomando la palabra, a su turno. La sorpresa siguiente fue que, no bien intentaba traducir esas voces al castellano, mi impulso de escritura se frenaba… Así que seguí avanzando en francés. Y terminé el libro en francés, idioma en el que vivo cotidianamente desde hace varios años y que incluso llegué a usar para escribir textos breves —prosas o formas poéticas—, pero nunca antes para plasmar un libro entero.
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La forma de Una presencia ideal está basada en Compañía K, de William March, libro donde el estadounidense March, que luchó en la primera guerra mundial, rinde homenaje a todos sus camaradas, la mayoría de ellos muertos en combate. Al igual que en Una presencia ideal, en el libro de March cada uno de los integrantes de la “compañía” toma la palabra para contar una historia o para brindar una reflexión. Me gustó la idea de “utilizar” el modelo de William March para un proyecto casi opuesto, ya que su libro ocurre, hace un siglo, en un círculo masculino y en esa máquina de matar que es el ejército.
En el hospital me fijé una especie de protocolo, que incluía no entrar en las habitaciones de los pacientes, salvo cuando ellos lo quisieran o autorizaran…, cosa que ocurrió más de una vez; por ejemplo, un paciente, muy lector, se enteró de que había un escritor “en residencia” y quiso verme: tuvimos una charla magnífica. Al principio, claro está, buscaba mi distancia y mi “punto de observación”: un lugar donde no molestara mucho, donde no fuera demasiado visible. De a poco fui encontrando estas cosas. Y también, poco a poco, fui creando lazos con el personal. Complicidades, confesiones…
Quise trabajar la oralidad. Las oralidades, en plural. No quise que el tono de las voces fuera excesivamente dramático porque no me encontré con ese tono en las charlas personales o grupales que mantuve con el personal. Me encontré, a grandes rasgos, con gente que siente orgullo por su trabajo y que sabe que su labor incluye momentos muy duros, pero no traduce todo eso en un discurso colmado de golpes bajos.
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No creo que Una presencia ideal sea un libro sobre la muerte. Mi intención fue escribir un libro sobre la vida: la vida profesional y personal de un grupo de trabajadores de la salud. Quise entender cuál es el lugar de la vida, por así decirlo, en un contexto donde la muerte es omnipresente. Y, de manera similar, quise explorar el lugar de la invención dentro de un proyecto de escritura donde realidad y documentación fueron dos pilares importantes. Por esto mismo, aunque algunas de las historias y algunos de los personajes del libro son ficticios, opté por ser fiel a todo lo que atañe a su profesión. Es más, les pedí a tres personas del servicio que leyeran el libro una vez terminado y que, por favor, me dijeran si había inexactitudes médicas.
Los nombres de los personajes y de los narradores —narradoras, en su mayoría— son inventados, pues se trata de una ficción construida a partir de una experiencia real. En un pasaje del libro incluí una lección para toda la vida, que me dio una de las enfermeras de este servicio. Me preguntó una tarde cómo iba mi «residencia» en el hospital. Le respondí que iba bien, que todavía trataba de encontrar la «distancia ideal» para trabajar. Entonces, al cabo de una sonrisa, dijo que me entendía perfectamente. Y añadió: «Yo pasé años buscando la distancia ideal para este trabajo, hasta que entendí por fin que lo que tenía que encontrar era la presencia ideal».
Todo lo sucedido en estos últimos meses reavivó muchos recuerdos de esta experiencia. Supe que algunas personas, sobre todo en Francia, leyeron o releyeron el libro a la luz de lo ocurrido. Tomo como algo positivo que la epidemia haya hecho que muchos revaloricen el trabajo del personal sanitario.
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Autor: Eduardo Berti. Título: Una presencia ideal. Traducción: Pablo Martínez Sánchez. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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