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Un lugar en el que reencontrarnos

Un lugar en el que reencontrarnos

La vida nómada

Me encuentro con Ana Merino en el tren que me lleva a Madrid. Se ha subido en León, donde presentó ayer su última novela en la Feria del Libro, y se va ahora a Atocha para tomar allí otro Ave que la dejará en Zaragoza, en cuya estación la recogerá un coche que la conducirá hasta un pueblo del norte de Aragón. Yo me dirijo a una fiesta que esta tarde organiza Zenda en el Museo Lázaro Galdiano y mañana tomaré un autobús con destino a Salamanca para hablar allí de mi último libro. La escritura es un oficio solitario en el que uno empeña horas y horas encerrado consigo mismo y con los fantasmas que, mejor o peor avenidos, merodean en torno a su escritorio, y este nomadismo al que abocan las promociones —que es al mismo tiempo recomendable y obligado: malamente vende uno su mercancía en estos tiempos si no está dispuesto a defenderla de cuerpo presente— resulta unas veces desconcertante y otras divertido. Igual que el buzo cuando emerge a la superficie después de una larga excursión por los fondos marinos, los escritores nos maravillamos al recordar que existe ahí fuera un mundo al que permanecimos ajenos mientras anduvimos inmersos en la escritura y lo observamos todo como si lo viéramos por vez primera, prestando una atención distinta a lugares que contemplamos desde una perspectiva nueva por más que nos resulten familiares. La realidad arroja perfumes inéditos, tonalidades que nos habían pasado inadvertidas, y eso nos asombra y desubica en un primer momento, pero luego nos incita a acomodarnos y disfrutar del paisaje mientras dura. El gozo lo completan los encuentros con colegas a los que podemos conocer ya o no y las conversaciones compartidas en los prolegómenos o en los epílogos, en esas horas que preceden a la partida hacia un destino que puede ser bien nuestro refugio habitual o bien un nuevo rincón del mapa en el que se nos requiere para hablar de nuestras cosas. En ocasiones como ésta esas coincidencias se dan en medio del tránsito, como ahora que Ana y yo nos detenemos a charlar en una de las plataformas del tren, a medio camino entre su asiento y el mío. Me cuenta que ha vuelto de Iowa para instalarse en España de manera definitiva, nos resumimos qué ha sido de nuestras vidas en el tiempo que llevábamos sin vernos —deben de haber transcurrido dos o tres años desde la última vez que hablamos—, compartimos noticias de algunos amigos comunes y recordamos aquella vez que coincidimos escribiendo en el mismo periódico y nos dedicábamos a lanzarnos pullas de una columna a otra, para solaz nuestro y estupor de unos lectores que llegaron a creer que nos profesábamos un odio visceral. Como llevamos rumbos parecidos, compartimos metro hasta la Estación de las Artes, donde me apeo yo con mi maleta y la dejo a ella seguir camino con la suya. Nos volveremos a encontrar en julio, eso seguro, y no podemos asegurar que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse antes. La vida trashumante a la que abocan las promociones es imprevisible y divertida, una concatenación de laberintos circulares de los que se sale algo exhausto, pero también agradecido de dar con cómplices que acompañen en este ejercicio obstinado de la soledad.

La ciudad que fue

"No hay razón para lamentar pérdidas irreparables ni subterfugios con los que argumentar que los tiempos no hacen más que ir a peor"

No queda rastro en Salamanca del viejo barrio chino. No es que se mantuviera intacto cuando yo me instalé allí a finales del siglo pasado —en realidad ya habían empezado a demolerlo y sólo quedaban medio en pie algunas de las manzanas maltrechas que se levantaban entre el Colegio Fonseca y el flamante Palacio de Congresos que se había alzado como primer epítome de la entonces anhelada capitalidad cultural europea—, pero ahora la fisonomía de las viejas callejuelas raquíticas e intrincadas por las que caminé unos cuantos días y alguna que otra noche ha quedado tan distorsionada que hasta me cuesta recomponerla en los recuerdos vagos que conservo. No tengo memoria del hotel donde me alojo, próximo a la esquina donde estaba una cabina de teléfonos que evidentemente tampoco existe ya y a la que acudía para llamar a casa de mis padres cuando aún no tenía móvil, y me temo que el solar donde se alzan las casas que veo justo enfrente de mi habitación es el mismo donde en aquellos tiempos se abría una plaza amplia e inverosímil a la que acudía para obtener una de las perspectivas más hermosas de la ciudad: aquélla que ofrecían las torres de la Clerecía y el campanario de la catedral nueva recortándose sobre el azul límpido del cielo mesetario. Tampoco ha sobrevivido el Casablanca, un burdel que debió de ser inhóspito incluso en sus mejores tiempos y cuyo edificio abandonado me hizo siempre gracia por la soltura kitsch de sus toscos adornos en yeso con resonancias africanizantes, tan vocacionalmente exóticos que no podían resultar más que pintorescos y hasta tiernos, mucho más en medio de aquel enclave predestinado a convertirse en ruina. Le pregunto a Daniel Escandell dónde se encontraba exactamente porque la distorsión es tal que soy incapaz de ubicarlo, pero él tampoco lo consigue. Ha mejorado todo, eso no admite duda: los antiguos callejones inseguros e insalubres han dado paso a calles razonablemente amplias por las que se puede caminar a altas horas sin riesgo de sufrir encuentros indeseados. No hay razón para lamentar pérdidas irreparables ni subterfugios con los que argumentar que los tiempos no hacen más que ir a peor. Y sin embargo, la ausencia del viejo barrio chino es un pequeño desgarro que no atañe a la ciudad, sino a mí mismo; la evidencia de que una parte de mi pasado está abolido y no quedan ni siquiera vestigios entre los que pueda cobijarse la memoria; esa constatación de que la ciudad que fue no es, del mismo modo que tampoco yo soy el que fui, y no existe un lugar en el que podamos reencontrarnos.

La meada del tigre

"Pisón, ávido y cauto, ocupó enseguida la mesa contigua y afinó el oído para estar atento a la conversación que mantenían, sin duda convencido de que abordarían aspectos cruciales de la fenomenología literaria"

Nos cuenta Isabel Sánchez, que es quien coordina el programa de la Feria del Libro de Salamanca, lo mucho que se divierte escuchando las anécdotas que a veces cuentan los escritores, a menudo más mundanas o mucho menos elevadas de lo que en principio cabría esperar del oficio que desempeñan, y sus palabras me traen a la memoria un episodio que en su día contó Ignacio Martínez de Pisón en El Vendrell durante unas jornadas que compartimos en un hotel espléndido cuyas dependencias ocupaban un edificio inmenso que tiempo atrás había sido un hospital psiquiátrico. Le ocurrió cuando era joven y comenzó a veranear en la Costa Daurada, no recuerdo si había publicado ya sus primeros libros o era todavía un escritor inédito. Solía acercarse por La Espineta, un bar que Carlos Barral había abierto en Calafell para recibir allí tranquilamente a los amigos sin exponerse a posibles riñas conyugales, por ver si se tropezaba allí con el editor o con alguno de los nombres ilustres que acudían a visitarlo. Una tarde tuvo suerte: encontró al propio Barral sentado en la terraza junto a Juan Marsé. Pisón, ávido y cauto, ocupó enseguida la mesa contigua y afinó el oído para estar atento a la conversación que mantenían, sin duda convencido de que abordarían aspectos cruciales de la fenomenología literaria que le serían de gran utilidad en su carrera. No tardó en darse cuenta de que no iba a sacar demasiadas enseñanzas de la charla que mantenían aquellos dos hombres a los que veneraba y que conversaban absolutamente ajenos a su presencia en la mesa de al lado: «Se tiraron toda la tarde discutiendo acerca de la distancia que podía alcanzar el chorro de la meada de un tigre».

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