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Un lugar en la memoria

Paris Is Burning (Jennie Livingston, 1991)

Querido Adrián:

Este año no habrá imágenes del Orgullo que acumular en los archivos. Tampoco las imágenes ocuparán el lugar de la revuelta, y mucho menos de la fiesta. Una imagen no puede nunca sustituir a un cuerpo, aunque muchas veces he creído urgente atarme a algunas de ellas y abrazarlas. Ahora pienso que se trata más bien de atarlas, ligarlas a una tradición y dejar que se confundan en un futuro, y trazar así una genealogía visual que construya memoria a contracorriente. Como no habrá imágenes del Orgullo este año, me permito aquí alinear tres, entre las cuales hay un espacio ilimitado que rellenar con imágenes disidentes. Mañana se cumplen 51 años de la revuelta de Stonewall, y si alguien me pidiera una película con la que “celebrar” la ocasión no elegiría la reconstrucción ficticia de los sucesos (Stonewall, Roland Emmerich, 2018), sino quizás Paris Is Burning, porque sus imágenes no tienen poder evocador alguno, no obedecen a un impulso de reconstrucción, más bien se sitúan en un lugar concreto, en un momento histórico en el que la cámara abre las posibilidades de la visibilidad, hasta entonces reducida, de los sujetos que allí se reunían. La genealogía visual comenzaría por ahí, aunque toda imagen presentada como comienzo podría considerarse desleal, y continuaría con Derek Jarman, Chantal Akerman, Jack Smith, Kenneth Anger, Pedro Almodóvar.

La ley del deseo (Pedro Almodóvar, 1987).

A mucha gente le sorprende que, en una de las últimas escenas de La ley del deseo, Pablo tire su preciada máquina de escribir por la ventana y que esta, al caer directamente sobre un tanque de basura, explote desmesuradamente. Se trata del último giro exagerado de una película que va alejándose progresivamente de la sobriedad y la verosimilitud. Hace poco, gracias a un artículo de Miguel Marías, comprobé cómo muchos otros espectadores de su época se vieron sorprendidos por la escena de apertura. Marías afirmaba: «Sé de bastantes hombres que se han sentido agredidos, y que desde ese momento han rechazado la película», y comparaba la aparente brutalidad de la escena inicial con un único precedente en el cine español: el ojo cortado de Un perro andaluz. Hoy la escena inicial a pocos sorprende —esto habla bien de la película, demuestra que su transgresión no estaba en la sorpresa fácil, y que esa escena no está colocada ahí solo para sorprender—, si bien seguimos percibiendo la máquina de escribir como un extraño desvarío, incluso después de haber visto a Ignacio derrumbarse sobre el mismo objeto en La mala educación y a Salvador Mallo remediar su deseo con un objeto similar en la resolución de Dolor y gloria. Diría que estas tres películas conforman una sólida trilogía, no solo por la temática queer sino por cómo cada una de ellas incide en la importancia del deseo como construcción narrativa, como narración que siempre se impone sobre otro. La escritura era una forma de relatarse, y la máquina de escribir la representación de ese relato imposible. Cuando el relato pudo por fin desatender las dinámicas de la escritura y surgir en la agitación de los cuerpos, el deseo se desvinculó de la ficción y el artefacto mecánico logró explotar. Luego las máquinas devinieron cuerpos y, aunque esa es otra historia, en todo caso es una historia que tampoco logró resolver la ley del deseo.

A mí a veces me da por pensar que el deseo, al fin y al cabo, es el reverso de la libertad. Este es un pensamiento privilegiado, pues el deseo históricamente negado, aquel que solo podía encontrar un espacio en la voluntad creadora o en la soledad del ángulo oscuro, debe ser reivindicado. Se reivindica mostrándose, y el cine es un ámbito ideal para ello, aunque no garantiza la falta de contradicciones. Si el primer capítulo de esta pequeña genealogía visual tiene que ver con el deseo, el segundo pienso construirlo desde el cuerpo: me bastó una secuencia de 120 battements par minute, la película de Robin Campillo sobre el grupo Act Up, para comprender la importancia del cuerpo. Cuando Sean muere después de dos horas de metraje, su madre lo viste mientras su pareja va recibiendo en casa a los demás integrantes del grupo de activistas, y en ese espacio de luto se construye una atmósfera de desolación y miedo que dura aproximadamente diez minutos, los mismos que tarda en amanecer, los mismos que tarda Campillo en sacar la cámara del salón y mostrar al cuerpo que sigue ahí, en la cama. A esos cuerpos tan acostumbrados a la muerte también se les negaba la posibilidad del duelo. Aunque la conversión de su dolor en rabia no logró extirpar el primero, sí salvó muchas vidas gracias al fortalecimiento del vinculo entre deseo y supervivencia.

120 pulsaciones por minuto (Robin Campillo, 2017).

Ya ves que otra vez no sé qué decirte sobre el deseo. Estoy seguro de que habrá imágenes del día de mañana, y de que no serán hegemónicas ni excesivamente festivas, y está bien que así sea, al menos por una vez. Nuestra genealogía visual no debería ser limitante, sino expansiva y acaparadora. A las imágenes que se produzcan este día 28, pese a su difusión, les costará encontrar su lugar en la memoria. Podríamos construir un espacio para ellas: mañana comienza el siguiente capítulo.

Feliz disturbio,

Pablo.

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