En los últimos años, las sucesivas “danas”, la contaminación procedente del abono de las tierras limítrofes de cultivo y otras agresiones al ecosistema de la zona costera de la región murciana, han cambiado la cara del Mar Menor hasta hacerlo irreconocible. Cada verano, desde el de 2017, he vuelto a ese mar con la esperanza de asistir al comienzo de la recuperación de los equilibrios naturales perdidos. Esos viajes, siempre en septiembre, iban cargados de memoria, de difusos fotogramas de un tiempo que me parece remoto, de alguna lectura memorable, y del deseo profundo, confundido con la esperanza, de su vuelta a la pureza originaria.
Aquello era el mar, ese territorio infinito del que tanto había oído hablar y con el que había construido mis primeras ensoñaciones literarias. Aunque me pareció inabarcable con la mirada, el familiar que nos llevó hasta allí se preocupó de destacar que se trataba de un hermano menor del mar verdadero, del Mediterráneo que asomaba mucho más allá del faro de Cabo de Palos, un punto en el horizonte que me pareció lejanísimo, casi inidentificable.
He leído mucha literatura en la que sus autores evocan sus primeros contactos con el mar o que lo convierten no solo en telón de fondo de sus obras, sino en una impregnación ambiental, casi en un personaje omnipresente sin el que la obra carecería de sentido. Casi siempre, ese mar era inmenso: el Pacífico de las novelas de Carpentier, el Mediterráneo de Antagonía, la tetralogía de Luis Goytisolo, de Kavafis o de Francisco Brines o los mares remotos de Conrad o el Atlántico al que se asomaba Fernando Pessoa. Pocas veces tuve la oportunidad de ver cómo el Mar Menor, esa “laguna salada” que rebosaba quietud, luz y belleza enriqueciendo la naturaleza de la región murciana, cobraba vida en la literatura.
Durante aquellos días de estancia en un barracón de madera a unos quinientos metros de la orilla, disfruté sin límite del baño en unas aguas cristalinas, gocé de horas de contemplación de aquel espacio líquido en el que pululaban caballitos de mar, pequeños mújoles y diminutos pececillos que se movían nerviosos y en formación casi militar. Desde aquella playa, en la que se levantaba una fila de construcciones de temporada, en algunos casos barracones parecidos al de la familia de mi padre y en otros como grandes tiendas de campaña de gruesa lona, se veía el pueblo de Los Nietos como una sucesión de edificaciones no superiores a las dos plantas en la que se mezclaban chalets que aspiraban a la condición de palacetes con achaparradas casas de una planta y pequeños bloques de viviendas que debían de acoger a veraneantes modestos aunque, seguro, menos que nosotros.
Debió de ocurrir a mediados de los setenta, en un tiempo en que una de mis ocupaciones literarias era el descubrimiento: la búsqueda en librerías y ferias y bibliotecas de libros de las generaciones literarias más recientes. Ávido de novelas y de libros de poemas que se acercaran a mi mundo, me fue prácticamente imposible encontrar algún relato o alguna narración en la que se recrearan los paisajes en que viví los veranos de la adolescencia. Un buen día, no recuerdo en qué librería (tal vez fuera en la madrileña Fuentetaja) ni en qué circunstancia, compré un libro titulado Fin de fiesta, en edición de bolsillo, que firmaba Juan Goytisolo. Lo componían cuatro nouvelles en las que se abordaba, desde distintos enfoques y puntos de vista, una relación amorosa. Comencé a leerla llevado por el interés que despertaban en mí las peripecias de los personajes, jóvenes urbanitas desplazados temporalmente a pueblos próximos al mar pero lejos de la ciudad de origen, Barcelona. Al leer la tercera nouvelle me di cuenta de que los parajes en que se desarrollaba, incluso el pueblo sin nombre en que se desenvolvían los protagonistas, estaba situado junto al Mar Menor. Incluso descubrí detalles que me hacían pensar que aquel era el pueblo de mis veranos adolescentes: el pequeño hotel junto al mar, la plaza con iglesia en el centro que se asomaba al horizonte de agua e islas, los embarcaderos y… sobre todo, la permanente alusión a un lugar que hoy se cita con mayúsculas pero que en el libro de Goytisolo aparece sin ellas: “la manga”, un territorio entonces deshabitado, casi mágico, en el que no pocas veces situé la trama de una novela de Caballero Bonald como Ágata ojo de gato pese a tener la certeza de que su telón de fondo era el Coto de Doñana: “Hay playas de arena de varios kilómetros de largo. Uno puede tomar el sol desnudo”, decía uno de los personajes de Fin de fiesta. Tales detalles se fueron enriqueciendo con términos que, aludiendo a pueblos y espacios naturales, me fueron succionando hasta hacer de mi lectura una suerte de retorno a un tiempo y a unos lugares fuertemente enraizados en mi memoria y ajenos a cuantos libros había leído hasta entonces. Los Urrutias, San Javier, San Ginés de la Jara, Torre del Negro, Cabo de Palos, La Unión, el Algar… Eran nombres y lugares que existían también en la literatura, y formaban parte del libro de un escritor de Barcelona, que empezaba a ser muy conocido, llamado Juan Goytisolo.
Durante décadas mantuve el rito de pasar algunos días de septiembre junto a ese mar, en la zona más norteña de “la manga”, septiembres familiares junto al “mismo mar de todos los veranos”, una mezcla de amor por la tierra del padre y devoción por mis recuerdos de adolescencia y por aquella lectura que me los dignificó del modo en que solo puede lograrlo la literatura. Eso hizo que, de un modo casi inconsciente pero no ajeno a aquella experiencia, mi primera novela, una narración con tintes del género negro y de indagación en la memoria, hoy descatalogada, que iba a ser inicialmente un cuento, o un complemento a mi primer libro de poemas, que publicaría una modesta editorial como Fundamentos, reflejara una búsqueda, el viaje de retorno de un joven narrador, al mar de los veranos de la infancia, al Mar Menor, a una Manga incipiente, de rascacielos iniciales y espartizales y dunas, varada en un otoño de los años ochenta. El título inicial del libro era para mí obvio, pero el editor, Juan Serraller, me convenció de un ligero, pero quizá trascendente, cambio: sustituir el adjetivo “Menor”, que limitaba su alcance y las expectativas del lector (era el tiempo de la condena del “costumbrismo”), por el de la estación del año. Así, la novela, huyendo de complejos provincianos, se tituló Mar de octubre. Siempre he pensado que aquel cambio tuvo algo de pequeña traición a aquel mar pequeño y tan próximo.
Su estado actual, muy lejos del cristalino y casi virgen de la memoria, invita a la desesperanza. Ojalá la autoridad competente lo vaya recuperando. Mientras tanto, como un testimonio vivo de lo que fue (y, en cierto modo, de lo que, al menos en parte, puede volver a ser) quedan aquel hermoso libro de Goytisolo y mi primera novela.
Mucho mejor tu título. Buena evocación de lo que un día fue paraíso, a cuya orilla nací.