Escribe Ionesco en su Diario de migajas (Páginas de Espuma, 2007) que el principio rector de sus obras dramáticas residía en lo que él llamaba «densificación». Según ese proceso, durante la escritura obligaba a sus personajes a ser libres y comportarse como entidades dotadas de completa autonomía, y su labor se limitaba a inducirles a dialogar de manera que esa deriva natural bosquejara un sentido. Y solo entonces, cuando ese sentido se apuntaba en el texto, surgía el autor y, a través de sucesivos procesos de densificación, reducía el discurso a su sentido nuclear, logrando así la fluidez que caracteriza al autor de La cantante calva.
Así también parecen haber sido elaborados los relatos que componen el primer libro de Ángeles Lorenzo (Madrid, 1970), Las aguas ciegas, cuyo discurso verbal comparte la misma cualidad esencialista que raya en la frontera de lo poético, y donde cada frase y cada palabra parece medida para provocar un efecto: bien sea la construcción de tensión dramática, bien sea la composición de atmósferas —acaso la mayor virtud del libro— o la elaboración de un ritmo donde es fácil rastrear ecos y concomitancias musicales de la mejor literatura latinoamericana, en particular de Juan Rulfo, Onetti y Alejo Carpentier.
Las aguas ciegas, primer libro de ficción de la autora madrileña, está compuesto por cinco historias y un poema final, a modo de coda, que comparten la sugestión metafórica por el líquido elemento, unas veces en forma de presa que, tras su ruptura, sepulta un pueblo perdido en Sanabria, o como marco referencial para historias que transcurren a orilla del mar. En la historia que abre el libro, “Bajo el mar”, Lorenzo narra la historia de un tal André, que suplanta, o no, a otro André que se marchó hace años y que regresa hoy con motivo del entierro de Losada. A través de los testimonios de los habitantes de este pueblo, de Román, el tabernero, de Bran, el hermano de André, de Helena, su antigua novia, y sobre todo del librero, cuya relevancia protagónica destaca sobre el resto, la autora nos invita a resolver el interrogante de si André es quien dice ser o solo un impostor, así como los motivos que le inducen a tal actitud. Lo más interesante es que cada uno de los testimonios intervinientes parece lastrado por los intereses de los personajes, que dan versiones complementarias, pero no siempre coherentes, sobre el personaje central que vertebra sus discursos, obligando al lector a enfrascarse en un debate conjetural sobre la identidad del recién llegado.
“Pervers”, el más turbador y oscuro de los textos del volumen, describe el retorno de una pareja a la casa donde la mujer vivió hace años con su padre. Un viaje que se presume placentero en un principio pronto se torna pesadilla, al intuirse, siempre en forma de indicios, ciertos sucesos aborrecibles acaecidos en el sótano de la casa. Un sótano, por cierto, que opera como metáfora de las cárceles en las que encerramos a los monstruos que no queremos ver. Sea como fuere, y de manera genérica, todos los textos que componen Las aguas ciegas orbitan alrededor de un vacío o conjetura que el desarrollo del texto perfila, va matizando y orienta hacia un sentido que nunca es el esperado, sino que dinamita, en la mayor parte de los textos, las expectativas del lector.
Además del común denominador del agua, como símbolo de cambio o de muerte, los relatos exploran un amplio abanico de dilemas identitarios. La famosa cita de Rimbaud “yo es otro” parece latir en muchos párrafos y es casi explícita, no solo en “Bajo el mar”, donde André no es André, sino, sobre todo, en la protagonista de “La otra”, el cuarto relato del libro y en el cual la identidad cobra un mayor peso a través de la escisión o el desdoblamiento entre lo que la protagonista es y lo que querría ser. También el paso del tiempo es una constante en el texto, en especial en “Río Negro”, el mejor relato del conjunto, donde la autora consigue crear un sugerente mundo poético, mezcla de ruralismo y lírica, logrando una inquietante atmósfera anclada en un tiempo detenido y un lugar olvidado que, por momentos, recuerda los mejores pasajes de La lluvia amarilla. Los personajes del relato —no solo en “Río Negro”— esperan en muchos casos su propio acabamiento. El libro se cierra con un poema en el que, acertadamente, se compara la memoria con un cántaro roto que deja fluir y escapar el agua. Y es esa memoria, en su estado más disperso y fragmentario, el que origina las imágenes centrales de estos relatos, bien en forma evocatoria (“Río Negro”) o como redefinición del pasado (“Pervers” o “Bajo el Mar”).
En definitiva, un más que recomendable debut de esta autora madrileña que combina la mejor tradición latinoamericana con la técnica más intuitiva, al objeto de crear un discurso preciosista e insólito entre las novedades que saturan nuestras librerías.
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Autora: Ángeles Lorenzo Vime. Título: Las aguas ciegas. Editorial: Talentura Libros. Venta: Amazon
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