—¡Marna hai kya! ¡No quiero morir! —gritaba aquel hombre mastodóntico fuera de sí.
—¿Ghar nahi sambhalta, plane kya sambhalegi? —continuaba el individuo con su perorata, mientras miraba al cielo y les preguntaba a los dioses cómo permitían que una mujer pilotase un avión, cuando se mostraba incapaz de hacerse cargo de su propia casa.
El vuelo IndiGo 6E179 con destino a Mumbay tenía previsto el despegue a las 8.10 de la mañana del aeropuerto internacional Indira Gandhi de Delhi. La predicción del parte meteorológico anunciaba el levantamiento de aquella espesa niebla para una hora cercana a las 8.30, por lo que, todo parecía indicar que el vuelo no se demoraría más allá de algunos minutos, lo justo para que los pilotos ultimaran el chequeo de los instrumentos de vuelo y realizaran las últimas comprobaciones de los sistemas de navegación.
El sobrecargo abrió la puerta de la cabina para trasladar al comandante y al primer oficial el preceptivo informe que confirmaba el final del embarque, completado con éxito. El pasaje se encontraba en sus asientos y la tripulación en sus puestos para comenzar las maniobras propias del despegue. Dadas las circunstancias, durante breves instantes quedó expuesto y a la vista de los pasajeros de las primeras filas el interior del habitáculo de los pilotos, tiempo más que suficiente para comprobar que el oficial al mando que conduciría la aeronave hasta su destino no era un hombre, sino una mujer.
Aquel sujeto de mediana edad, alto y fuerte como un tigre de Bengala, cuyo larguísimo cabello salpicado de hebras plateadas se escondía dentro de un elaborado turbante de color burdeos, desabrochó su cinturón de seguridad en décimas de segundo y se abalanzó como accionado por un resorte sobre la azafata más cercana, blandiendo el ejemplar de su periódico enrollado y jurando en sánscrito con palabras amenazadoras.
Otros pasajeros se levantaron igualmente de sus asientos, intentando calmar al amotinado, que, con anterioridad, ya había dado muestras de inquietud, durante la alocución de bienvenida del comandante que todos los pasajeros habían escuchado por la megafonía del avión, y cuyo tono aflautado no se correspondía con el macho alfa que el viajero esperaba encontrar a los mandos de la nave. Pero aquello ya era demasiado. Comprobar con sus propios ojos que, efectivamente, se trataba de una fémina la que vestía el uniforme de la compañía aérea, luciendo en la bocamanga las cuatro franjas correspondientes al oficial de mayor graduación, fue la gota que colmó la paciencia de aquel individuo radical, machista y bravucón.
Empecinado en su actitud, el hombre intentó convencer a otros viajeros de que se unieran a su cruzada discriminatoria y se negaran a volar. Al no conseguirlo, su agresividad aumentó, por lo que la tripulación tomó la decisión de solicitar al personal de seguridad del aeropuerto que interviniera y desalojara de la nave al elemento perturbador, que, a duras penas, fue conducido hasta la terminal, a través del finger, entre pataleos y juramentos a Shiva.
Cuarenta y cinco minutos fueron necesarios para aplacar al sublevado, que no atendía a razones de índole alguna, motivo por el cual los agentes de seguridad optaron por las amenazas. Acto seguido, el hombre fue informado de que, si no desistía en su actitud, sería evacuado del pasaje definitivamente y sin contemplaciones y, en consecuencia, perdería el importe de su billete, además de su equipaje, al encontrarse, ya facturado, en la bodega del avión.
Ante tal tesitura, el hombre, finalmente, depuso su actitud y accedió a reembarcar pacíficamente, no fuera a ser que por culpa de aquella mujer indigna que se negaba a cumplir el papel social para el que había nacido, fuera a perder la maleta con sus preciadas pertenencias.
—Lo siento de veras, Migaru —dijo el copiloto posando su mano con delicadeza en el antebrazo de la joven—. Por mucho que el mundo evolucione, siempre habrá elementos que permanecerán en el inmovilismo más recalcitrante.
—Cierto. Y aún son muchos, Nandin. Pero no tengas pesar. Imaginarás que he sido blanco de este tipo de comportamientos en otras ocasiones. Y, si no, pregúntales a las chicas de la tripulación por las veces que, con los dientes apretados, han tenido que mostrarse amables y hasta consideradas con pasajeros ultra machistas que en absoluto lo merecían. Pero, a pesar de todo, sigo convencida de que, algún día, otra India resurgirá de sus tristes cenizas.
—Sí. Cuando nuestro pueblo abandone su incultura ancestral y destierre la religión como el poder fáctico más injusto y discriminatorio que haya existido jamás, aunque con tanto arraigo e influencia como para postergar a sus mujeres, nada menos que la mitad de la población, y mantener secularmente un sistema impermeable de castas que no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo.
—Es indigno, Nandin. Un país que podía ser próspero y desarrollado si hubiera sabido aprovechar esa herencia europea y británica que, aunque dominadora en su momento, sentó unas bases económicas y políticas avanzadas que, unidas a nuestra capacidad demográfica, podían haber convertido a la India en la locomotora del continente asiático. Sin embargo, la religión ha lastrado todo ese potencial y hoy, como si las décadas y los siglos no hubieran pasado, nos encontramos en el más absoluto de los atrasos —sentenció Migaru, con el ánimo decaído y el gesto grave.
—Pero no podemos detenernos. Los hombres y las mujeres que ansiamos una India diferente hemos de unir nuestros esfuerzos para legar un futuro esperanzador a las nuevas generaciones —concluyó el piloto con un brillo en los ojos de ternura y admiración hacia su compañera.
—Hablas con la sabiduría y la clarividencia de Vishnu. La mujer que conquiste tu corazón será afortunada, porque tendrá a su lado la mejor versión del género masculino.
—Bueno, bueno… que me vas a sonrojar —dijo el piloto revolviéndose incómodo en su asiento —. Tal vez ese día no esté tan lejano.
—¿Es que hay algo que yo deba saber y no me hayas contado? —interrogó Migaru con cierta picardía para relajar el ambiente.
—Creo que esta conversación se nos acabará yendo de las manos. En fin, es hora de trabajar. ¿Lista, comandante?
—Lista, primer oficial. Adelante.
Tras el preceptivo permiso de la torre de control y superado el lamentable incidente, la aeronave despegó sin más dilación. La ruta era de sobra conocida y las condiciones meteorológicas idóneas, por lo que se preveía un vuelo tranquilo y sin contratiempos.
Pero Migaru se mostró poco comunicativa durante el viaje y su compañero decidió respetar su silencio y permitir que aquella mujer, luchadora y perseverante y a quien su corazón idolatraba por su belleza, dulzura y fortaleza a partes iguales, permaneciera sumergida en el abismo de sus recuerdos tan reverenciados como lacerantes.
Ella desconocía los auténticos sentimientos de aquel hombre que la veneraba en silencio desde el día en que compartieron por primera vez la cabina de una aeronave. Su karma inmortal y su físico de varón se removieron sacudidos por una fuerza más poderosa que la del monzón cuando ella le dio las primeras órdenes, clavando en él sus ojos negros y brillantes como las noches del Rajasthan. Fueron necesarios un tiempo dilatado y una confianza férrea para que la camaradería mudara en complicidad y Migaru le confiara a su compañero su secreto mejor guardado: la historia de su vida.
Siendo aún poco más que un bebé, Migaru había viajado de Calcuta a Delhi con su madre, Usha, tras fallecer su padre de tifus. Al enviudar, y como dicta la costumbre, sus otros hijos varones la expulsaron de la casa familiar, una chabola insalubre que, pocos meses después, se deshizo arrastrada por una crecida en pleno monzón.
—¡Mejor! —pensó Usha, sin remordimientos—. Siempre odié esa choza inmunda en la que nunca fui feliz.
Cuantas veces aquella mujer, viuda, enferma e ignorante siquiera de la edad que tenía, le había relatado a su hija Migaru el infortunio que fueron su infancia y juventud, en un destino común a tantas mujeres indias, generación tras generación. Con la claridad con la que se manifiestan los recuerdos más crueles, esos que por el impacto que causan quedan grabados a sangre y fuego en la memoria y se aparecen machaconamente como las pesadillas más aterradoras, Usha evocaba el día en que sus padres la prometieron en matrimonio, recién cumplidos los nueve años, casándose, finalmente, a los catorce, con un hombre de 32.
Joven y fuerte, trajo al mundo cuatro hijos, tres varones y una niña, sana, despierta y risueña, cuyo destino, escrito como antes lo estuvo el suyo, ella se propuso truncar, aunque en el intento la vida se la llevara por delante.
Las demás mujeres del slum la insistían con vehemencia en que debía depositar a la niña en las cunas habilitadas por el gobierno indio para permitir el proceso de su adopción.
—Usha, no seas terca —le advertía su prima Ramya, dando muestras de escasa paciencia ante la testarudez de la joven—. Esa criatura solo te traerá problemas. Además, dadas las circunstancias, no sobrevivirá.
Pero la madre, desde el instante en que tuvo a su hija en los brazos, se juró a sí misma luchar con la furia del elefante blanco y sacar a la niña de aquel país en el que las mujeres no valen nada, ni jóvenes, ni viejas y, mucho menos viudas, siendo responsables de su propia situación precisamente por no haber sabido cuidar convenientemente a sus esposos.
En su memoria y en su corazón conservaba grabados cada uno de los golpes y latigazos que había recibido de su marido cuando a este se le antojaba, y, si el día se complicaba, también la azotaba su suegro, puesto que vivía en la casa familiar de su esposo. La joven Usha, además de ocuparse de las tareas domésticas en exclusiva, transportar el agua, cuidar del huerto y de los animales y atender las necesidades de niños y mayores, trabajaba duro para ganarse unas rupias descargando los carros de suministros en el mercado de Chakapara, adonde se desplazaba caminando descalza durante horas.
Finalmente, la muerte de su esposo, lejos de convertirse en una tragedia, supuso para la joven india la liberación de un yugo que cada día se le hacía más insoportable.
Como todas las mujeres indias, Usha acudía cada día al templo de Krishna para cumplir con los ritos y preceptos de aquella religión injusta que consagraba abismales diferencias entre clases sociales y entre mujeres y hombres. Analfabeta pero inteligente, la mujer se preguntaba cada día con obstinación por la razón de ese «respeto a lo sagrado» que se le inculcaba a una población alienada, cuya sumisión y conformismo parecían formar parte de su ADN.
En aquellas circunstancias, no menos difíciles que las de su vida anterior, Usha compartía con otras viudas los arcenes de las carreteras y las puertas de los templos, en una suerte de lecho común sobre un pavimento de piedra y cemento, tan duro e insensible como su propio corazón, convertido en roca a fuerza de tanto sufrimiento.
No tenía futuro ni esperanza y ya nada le quedaba, salvo su hija, a la que nadie maltrataría ni vejaría jamás, por mucha sumisión que los dioses le exigieran como mujer y como madre. Mientras a ella le quedara un hálito de vida, Migaru no sería apaleada, ni se vería obligada a pedir limosna con la mano extendida y los pies llagados, desdentada y casi ciega, como la legión de mujeres que vagaban por las ciudades de la India imperial vestidas de blanco, el color de las vacas y de las viudas, cantando ashrams por una rupia, hasta morir vencidas por la enfermedad y la miseria.
Por eso debía darse prisa. Usha era consciente de que no le quedaba mucho tiempo. Los frecuentes vómitos, las diarreas y las fiebres intermitentes le hacían presagiar un final cercano. Aquella delgadez extrema y la debilidad de sus miembros le advertían de que la infección se había adueñado de su cuerpo. Lo había visto muchas veces y sabía que, sin dinero ni medicinas, el cólera se evidenciaba como una condena a muerte.
Hora era de poner su plan en marcha. Desde hacía años, una prima de su difunto marido formaba parte del personal de servicio de la embajada de Canadá en Delhi. Haciendo alarde de sus exiguas energías, pero con la determinación de quien ha de cumplir una misión trascendental antes de encontrarse cara a cara con la muerte, Usha encaminó sus pasos hacia la Cancillería. Migaru, que entonces contaba trece años recién cumplidos, aparentaba más edad, debido a su altura y corpulencia, heredadas de la familia paterna. Aleccionada por Usha durante muchos meses, la jovencísima india se incorporaría de inmediato a la plantilla como doncella, lo que la incluiría en el séquito que habitualmente se desplazaba con la familia del embajador durante sus frecuentes viajes a Toronto. Una vez en la capital canadiense, debía contactar con un matrimonio indio que conocía sus circunstancias y ayudaría a Migaru a conseguir trabajo y alojamiento, tutelándola hasta su ingreso en la Universidad.
La despedida fue desgarradora. Usha le entregó a su hija una bolsita, que extrajo de entre sus ropas harapientas, en la que guardaba el dinero que había conseguido reunir durante años, rupia a rupia. Migaru no encontraba consuelo para su llanto, mientras su madre le hacía prometer una y otra vez que seguiría al pie de la letra todas las fases del plan, que jamás tiraría la toalla y que, finalmente, se convertiría en una mujer instruida y sabia como ella siempre había soñado, y que solo se casaría con un hombre justo y bueno que la amase como persona y la respetase como mujer.
Rota por el dolor, Migaru acariciaba el rostro de su madre, mientras juraba una y otra vez que haría cuanto le pedía y que no la defraudaría jamás, obligada a cumplir aquella promesa, por ella y por todas las mujeres indias que carecían de la oportunidad que la vida le ponía a ella al alcance de la mano. Y la joven se internó en el jardín de la embajada canadiense, dejando a Usha al otro lado de la calle, escorada como un junco azotado por el viento, debido al fuerte dolor de su costado, pero con la dignidad de quien ha cumplido con la misión más importante de su vida.
Alcanzado su propósito, ya nada le impedía dirigirse a la ciudad santa de Varanasi, donde, tras su muerte, sería incinerada y sus cenizas esparcidas en el Ganges, el río sagrado, en busca de la paz eterna.
Finalmente, Migaru, luchadora y perseverante por estirpe, logró su objetivo y se convirtió en piloto de aviación comercial, una mujer transgresora, culta, honesta y respetada por sus correligionarios. Y ni un solo día había perdido la conciencia de su privilegio, común a tan solo un puñado de compatriotas, así como del alto precio que su madre pagó por torcer el destino de su hija, contribuyendo con su ejemplo a paliar las injusticias de una sociedad anclada en el primitivismo y el subdesarrollo.
Por fin, Migaru salió de su ensimismamiento.
—Comencemos con la aproximación —habló con lentitud—. Creo que es mejor que seas tú quien informe al pasaje, de modo que el energúmeno de la segunda fila escuche una voz masculina.
—Tienes razón. Más vale no caldear el ambiente.
Y Nandin abrió el canal de su micrófono.
—Les habla el primer oficial Nandin Mahan. En breves momentos tomaremos tierra en el aeropuerto internacional de Chhatrapati Shivaji de Mumbay. La temperatura exterior es de 31 grados y la humedad del 70%. Les recordamos que han de mantener los respaldos de sus asientos en posición vertical y sus mesitas recogidas, y no deben desabrochar sus cinturones hasta que el avión no se encuentre detenido por completo. Deseamos que hayan tenido un buen vuelo y les esperamos de nuevo a bordo. Muchas gracias.
Mientras escuchaba las palabras de su compañero, Migaru recordaba las veces que él le había propuesto pasear juntos, ver una película o sencillamente disfrutar de una conversación distendida fuera del ámbito profesional. Ella se había negado sistemáticamente, hasta que Nandin desistió por puro aburrimiento.
—¿Te apetece tomar un té en el hotel? —propuso Migaru algo azorada, mientras Nandin la miraba estupefacto.
—Perdona que no reaccione. Es que no salgo de mi asombro. Por supuesto que sí —respondió el joven sin dejar de accionar palancas y manipular mecanismos, en una secuencia hasta la saciedad repetida—. ¿Sabes que es la primera vez que…?
—No sigas, por favor —le interrumpió ella bruscamente—. Para todo hay una primera vez. La mía ha tardado, pero por fin llegó.
—Pues que los dioses bendigan el día de hoy y los que están por venir —exclamó el piloto visiblemente entusiasmado.
—Esperemos a que el avión se vacíe para salir, ¿te parece? No quisiera por nada del mundo encontrarme de nuevo con el sij —explicó Migaru, visiblemente más relajada.
—De acuerdo. Esperaremos a que los pasajeros estén bien lejos.
—Estaba pensando que… ¿Sabes? Conozco un pequeño restaurante donde sirven el mejor pollo tikka de Mumbai, y estoy hambrienta.
Y Nandin tomó con suavidad la mano de Migaru entre las suyas, mirándola a los ojos con ternura.
—Sus deseos son órdenes, Mi comandante.
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