En mis tiempos jóvenes las películas de los denominados «países del este de Europa», singularmente las checoslovacas y las húngaras, con algunas incursiones polacas, singularmente las de Andrzej Wajda, o yugoslavas —Dušan Makavejev, muy celebrado por una película sobre las teorías sexuales de Wilhelm Reich—, mientras que las búlgaras quedaban reducidas a Cuerno de cabra, un impensable e intrigante éxito en las salas de arte y ensayo, todas eran contempladas con cierta veneración progre. En buena medida porque representaban algo así como la posibilidad cultural de un cierto eurocomunismo cinéfilo, y en otra porque su extremada impenetrabilidad para comprender qué demonios querían decir, muy particularmente las de los checoslovacos (Jan Němec —La fiesta y los invitados— o Věra Chytilová —Las margaritas—, causaban furor) o los húngaros (István Szabó o Miklós Jancsó, un récordman moviendo la cámara insaciablemente) las convertían en objetos de raro culto, propio de revistas especializadas —en España, Nuestro Cine— y de los festivales. Parece ser que esos artistas caminaban a menudo en el alambre de la censura comunista, algo así como el Saura más conceptual —El jardín de las delicias— de los 60 y 70 españoles. Algunos dieron el salto a Hollywood con éxito notable, como Miloš Forman o Roman Polanski, cuyas películas se entendían perfectamente, o con menos éxito en el caso de Ivan Passer, amigo y guionista de Forman y luego director interesante, al que debemos Cutter’s Way, una muy intrigante película. Algunos como Jiří Menzel —fabulosa su comedia Trenes rigurosamente vigilados, divertida en inteligente adaptación de un relato de ese gran novelista que es Bohumil Hrabal, y triunfadora en Hollywood con un Oscar— podrían haberlo hecho perfectamente .
Hace años, en 1997, Jan Svěrák, hijo de un conocido escritor checo, ganaba el Oscar a la mejor película extranjera merced a Kolja, emocionante melodrama infantil, sensible, inteligente y profundamente truffautiano. Al borde de la pandemia nos llegó Lejos de Praga: de nuevo el mundo visto por un chaval —la ha coescrito con su padre, que recuerda esos años atrapado en una guerra que no entiende y en una fuga a un mundo rural que desconoce, y que se le abre en canal con secretos de vida y de familia—. Dos películas extraordinarias que casi nadie ha visto, pero de esas que cuando las ves las recuerdas siempre.
Lo mismo sucede con Un mundo azul oscuro (2001), un muy hermoso melodrama bélico lleno de pathos, belleza visual, romanticismo del bueno y una devastadora melancolía. Svěrák enmarca su película en un austero flashback, escalofriante desde el punto de vista moral, en el que el protagonista, un héroe de la II Guerra Mundial, volando junto a otros polacos bajo la cobertura de la RAF, está internado por los comunistas en una prisión junto a antiguos criminales nazis. A nuestro protagonista le fluyen los recuerdos, tan evocadores como devastadores, desde su juventud como un joven aviador en el mundo rural checo, con los primeros amores prendidos en la sensualidad y la pasión, la brusca cesura de la invasión nazi y el comienzo de la Resistencia, hasta su regreso tras el armisticio para comprobar cómo la vida ha seguido curso de manera inapelable, rompiendo cualquier relación amorosa añorada, un momento que Svěrák filma con el pudor poético de un John Ford.
El centro de la narración es la historia de la amistad de dos camaradas, Franta y Karel, que junto a otros se preparan a luchar como aviadores, representando la exigua fuerza militar de Checoslovaquia en Inglaterra. Svěrák filma la guerra en el aire, ese dark blue world, con la limpieza y la precisión de un Hawks o un Wellman, pero también con la sensibilidad emocional de un Fleming. Cito a clásicos de la guerra en el aire, pero podría citar también a Frank Borzage, el gran poeta emocional de los amores y amistades partidos en dos —también Hawks, pero en él todo es más austero moralmente— por la guerra y una mujer o por un hombre, al que se aproxima Jan Svěrák al retratar la convivencia en tierra de esos hombres exiliados en todas partes, a los que un amor puede hacer revivir la vida que dejaron atrás.
Svěrák es un cineasta moral pero también un cineasta visual, poético y muy físico. Por eso sus secuencias de guerra destilan emoción, tensión, peligro, riesgo. Svěrák y el guion de su padre consiguen otro tanto en el entrecruzamiento sentimental y amoroso con una joven granjera inglesa. La guerra une y desune: si un amigo traiciona al otro, el otro le puede salvar la vida ofreciendo la suya. De esa manera uno vive no para sus recuerdos, eso paraliza y esteriliza la acción, sino con sus recuerdos, como Franta los atesora en sus días de torturas y prisión. Eso lo describió de manera inolvidable William Faulkner en relatos cortos como Ad Astra, Todos los pilotos muertos y Turn About, en los que se inspiró Hawks, con guion del propio escritor, para Today We Live (Vivamos hoy, 1933) y, magistralmente, en Banderas en el polvo, abreviada en Sartoris.
Faulkneriano, hawksiano y fordiano: todos los calificativos valen para esta inspiradora película de Jan Svěrák, hermosamente filmada desde la frontera de un corazón herido pero no rendido, una vida desgarrada pero nunca derrotada. La visita de Franta a la joven inglesa con la guerra ya acabada le permite a Svěrák dibujar moral y visualmente lo que acabo de intentar describir. Inútilmente: bastan las imágenes compuestas de colores, miradas, silencios, paisajes, rostros, apenas unas palabras de cortesía. Puro cine.
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Tmavomodrý svet (Un mundo azul oscuro, 2001). Producida y dirigida por Jan Svěrák. Guion de Zdeněk Sverák. Fotografía de Vladimír Smutný, en color. Música de Ondřej Soukup. Montaje de Alois Fisárek. Interpretada por Ondřej Vetchý, Tara Fitzgerald, Charles Dance, Kryštof Hádek, Oldřich Kaiser, Linda Rybová, Anna Massey, David Novotný. Duración: 112 minutos.
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