Si algo nos enseñaron actitudes como las de André Malraux o Marcel Broodthaers es que los museos también pueden existir en la imaginación; conformarse a través de piezas cuya selección y exposición conjunta resultaría imposible en la realidad. Sólo quien posee una vasta cultura y va atesorando aprendizajes estéticos y literarios puede, en suma, reconstruir en su mente el edificio que nunca fue y habitarlo con presencias tan fascinantes. A ello habría que añadir la creatividad para poner en diálogo esas obras y reflexionar sobre ellas, a imagen de como procedería un auténtico comisario de arte.
El “museo” de López Lara lo constituyen cuatro partes aparentemente bien diferenciadas, pero que contendrán —debido a los conceptos que albergan— diversos vasos comunicantes. Son éstas “cine”, “pintura”, “literatura” y “mitologías”. Así, en ocasiones, la pintura trasciende a otras salas por tratar en su tema principal la mitología clásica, o bien una misma película se escinde en dos, saludando y despidiendo la parte cinematográfica.
Esto sucederá con el film que ilustra la portada del libro: Ikiru (“Vivir”, Akira Kurosawa, 1952), grandiosa fábula del maestro nipón que muestra una sociedad deshumanizada por la política y la burocracia pero, en la cual, aún es posible el despertar del individuo, insensibilizado hasta en su propia vida. En concreto, ambos poemas de inicio y cierre aluden a una escena fundamental de la película: ese doble milagro que ocurre durante el velatorio del protagonista, el señor Watanabe; un hombre que al final de su vida descubre que padece un cáncer mortal y decide recuperar el tiempo que ha perdido como funcionario aletargado, buscando ser feliz y hacer feliz a los demás: en concreto, luchando por construir un parque infantil paralizado por los constantes impedimentos kafkianos que desde los distintos despachos oficiales se imponen. Una película hermosa y clarividente que este mismo año ha sido revisitada en una nueva versión cinematográfica: Living (Oliver Hermanus, 2023). Como decíamos, el doble suceso milagroso tiene lugar en el acto donde se vela el cuerpo del difunto: “La larga escena espeluznante […] se condensa en dos momentos: / Un hombre que vislumbra la verdad / y acierta a formularla: / Si el empeño del señor Watanabe / ha sido incomprensible, este mundo / es un lugar oscuro. / Y la irrupción de un grupo de mujeres, / que acuden en silencio para honrar al muerto”. Para el poeta, se trata de dos hechos que acontecen “en el centro / de esa farsa perpleja, / de ese conjunto de personas que no entienden” y que buscan, con su ceguera e ineptitud, cronificar un tipo de mundo que ha dejado de lado los sentimientos.
Entre este Alfa y Omega cinematográficos, hay otros tantos textos que homenajean películas, intérpretes y personajes, estrategias narrativas fílmicas, leitmotiv argumentales o géneros: desde El tercer hombre —“la película es muchas cosas memorables, / pero la memoria retiene sobre todas / esos dos ruegos casi elípticos, / misteriosamente vinculados, / de diversa fortuna y desenlace justo”—, pasando por Marlene Dietrich —“aún le estaban reservados dos fulgores: / redactar el epitafio de un hombre, / diagnosticado sin futuro, pero muerto en él, / en una especie / de prórroga o lodo; / y ajusticiar a otro, / ejecutando una sentencia / que el juez pronunciará después” (como vemos, se funde la figura de la actriz con los papeles que encarnó)— flashbacks contrafácticos —“La analepsis (presente como veremos a lo largo de todo el poemario por su función narrativa) imaginaria, que recicla / póstumamente lo que pudo ser, / ha dado al cine escenas grandes”—, Muertos anónimos —el cine está repleto de muertos sin nombre, / no los protagonistas i secundarios muertos, / de los que alguna información tenemos, / sino los muertos a mansalva, los que comparecen unos instantes en pantalla, los justos / para morir y pasar a otra escena”—, o Mortalidades —(que no “moralidades”, ironizándose con la muerte real y la melodramática) “Cine de los años cuarenta, / cuando el tabaco aún no era mortal: / lo eran sólo el amor, la vida, a veces una bala”—. Como vemos, el autor exige al lector una formación en estas lides convertidas en bosque de celuloide, delante y detrás de la cámara —lo que se nos cuenta, quién lo cuenta y con qué intención, incluso lo que no se cuenta—. El halo misterioso en la descripción —donde se debe deducir haciendo uso de los conocimientos aprendidos (por aprehendidos) para no quedarse huérfano de significado (y, aún pudiendo saber buena parte de lo que se reclama, muchas veces no basta, conviniendo continuar la formación intelectual aunque solo sea por la curiosidad que deja lo leído y la necesidad de descifrar el enigma)—, la fina ironía o la reivindicación de lo que no es tan visible, constituyen los ingredientes de la fina masa poética.
El segundo piso del museo imaginado, dedicado a la pintura, parece marcar el ritmo ascendente hacia la cultura universal y humana: la que engloba la narración, tan necesaria siempre en este animal racional llamado ser humano. Así, de la narrativa cinematográfica llegamos a la pictórica, para después pasar a la literaria y culminar en la mitológica —origen de todo, la explicación del mundo a través de historias comprensibles—. Una vez subidos los escalones simbólicos, llegamos al segundo apartado o tratado, donde domina el espíritu clásico. Al igual que con Kurosawa en la parte previa cinematográfica, es en este caso otro autor quien da principio y final a la parte artística; se trata de un pintor flamenco por excelencia, de múltiples nombres y de uno solo conocido por todos: El Bosco. Su desbordante imaginario lo ocupan poemas como Las tentaciones de San Antonio o El jardín de las delicias. Criaturas fantásticas minúsculas y minuciosas que pueblan paisajes y constituyen, a modo coral, la temática tratada —continúa sorprendiendo, a día de hoy, que estas obras fuesen permitidas en su tiempo, por su atrevida modernidad—. En el primer poema, son los infinitos demonios quienes asaltan a un santo, que parece sentir mayor terror hacia esa decaída expectativa o fe —la cual debe preservar a salvo de tantos obstáculos tentadores—; en el segundo, se remite al famoso tríptico, donde sus “figurillas en grupo, pero aisladas, / que no se comunican entre sí, / inexpresivas hasta decir basta” evocan “lo obsceno en su esencia más pura”. Entre medias, otros autores con los que recorrer tantos siglos de historia pintada, como Rembrandt —“en su pintura solo existe lo inminente: / un escueto ir a ser sin haber sido, / sin poder ser ni haber podido / jamás llegar a ser” (todo un birlibirloque que expresa el carácter de tempus fugit de esta pintura tan viva y carnal)—, Ribera y su versión de Susana y los viejos —“nunca tan inminente como aquí / la mirada lasciva […] Nunca tan acuciante el desamparo / de la joven que intuye a sus espaldas la mirada / de ese ojo antiquísimo […] que cambia de forma y de color, de edades […] nuestros comunes ojos que ven todo e intuyen / a nuestra espalda la mirada de otros ojos” (no perdamos el tema de vista para más adelante)—, la grandiosidad de Velázquez ante la cual enmudece el poeta —“No hay nada que explicar. Ante sus cuadros solo cabe / la fe y, simultánea, la ceguera”—, la Anunciación pintada por Tiépolo en una de sus versiones —aquella en que el impresionante ángel parece un “insecto moribundo, con las fuerzas justas para arrastrar su extraño encargo hasta el final”—, el rompedor lienzo de Las tentaciones de Buda de Eduardo Chicharro —donde “es obvio” que su protagonista “ha cedido o ha pactado, / que ha negociado, aquiescente, la paz / con sus bellísimos demonios”—, Rubens y el “inmenso monstruo” barroco “que se inclina al pie de lo pequeño” en La Adoración de los Magos, así como la primera y segunda vanguardia del s. XX con la II Guerra Mundial mediante —que incluye a Picasso y su “técnica traviesa” de “niño”, Franz Marc y la “quietud absoluta” en El sueño, Edward Hopper con sus “mundos míticos y esenciales” o Lucio Fontana y sus “llagas” en los lienzo— y algunos temas inusuales aunque comunes, como los ilustres Decapitadores (“Todos los cortadores de cabezas —David, Judith o Salomé—, tras la decapitación, se quedan pensando, / como si no acabaran de entender / qué es lo que han hecho o por qué lo han hecho. / Algunos examinan la cabeza ya exenta / o desvían la vista, / en ambos casos, se diría, presintiendo/ que solo ella conocía la respuesta”).
Llegamos a la literatura en el tercer piso del edificio lírico de López Lara. En él encontramos personajes ya legendarios como La Celestina, por cuya importancia ocupa los cuatro primeros poemas: “dueña de almas y cuerpos, hechicera / que muere en un alarde de soberbia, / omnivolente, ávida de vida eterna”. También están los universales personajes shakespearianos, que “mueren hablando hasta el último instante, / tal vez porque sus vidas, que ahora pierden, / han sido solo eso: / acrobacias verbales”. Principalmente Hamlet —en el que hay dos sombras: / la del padre, hipotética, y aquella / que proyecta a lo lejos Fortimbrás / y cobra cuerpo en la última escena, / cuando se lleva por delante todos […] los memoriosos espectros que erigió la otra”. También Cervantes y su Quijote —el cual “no puede saber, porque era el primero”, “lo que es: un antihéroe”—, Góngora y sus Soledades —“intrínseco aquelarre de palabras, / auto de fe liberador en que se prenden fuego”—, Sánchez Ferlosio (“No es solo que albergara todas las palabras, / sino que las palabras —todas— / habían nacido en él o de él”) y su Alfanhuí —“una novela palidónica y antípoda, perfecta, / los ya por él inventados realismos mágicos, / altos estudios eclesiásticos, / la reclusión y los tardíos galardones”—. En la celebración quedan igualmente convocados e invocados Juan Rulfo y su Pedro Páramo —“el lector lo comprende ya al final, / cuando es tan solo un habitante más: / nadie sale con vida de Comala”— o el cuento detectivesco del gran Jorge Luis Borges La muerte y la brújula —que recientemente inspiró el falso film La mirada del adiós dentro del Cerrar los ojos de Erice—: “Un cuento geométrico, / que acaba coherentemente, / con la propuesta por parte del muerto / del camino más corto hacia la muerte”. Incluso el recuerdo de una frase dicha por el arquero de una tragedia de Sófocles —“ahora que no soy nadie, / resulta que soy persona”—, el cual no le interesa al autor cotejar con la versión auténtica, evitando así “correr, tantos años después, el riesgo de entenderlo”.
Por fin el lector alcanza el cuarto y último piso del edificio libresco, perteneciente a las mitologías. Está, claro, la Odisea homérica y fundacional —donde parece que nace el poema y el relato—, pero el autor prefiere La Ilíada, donde está “lo fundamental”: “En ella nació todo: los héroes, los hombres, los dioses” o “la vida como una guerra cuyo origen / nadie recuerda y a nadie importa ya”. Están Hector, Aquiles, Príamo y ese Ulises que regresa, tras su periplo heroico, a una isla “familiar y remota, que habitan solo los mortales”. Está el verso final de La Eneida de Virgilio, e incluso —¡oh, sorpresa!—, la hipócrita e increíble por surrealista versión de los hechos contada por los viejos y no por Susana: “Pasábamos nuestra vejez tranquilos, / en paz con el Señor y con nosotros, / cuando esa joven sinuosa / se cruzó en nuestros ojos, atentos solo ya a postrimerías”. El lector igualmente se topará con la otra cara de la moneda en la historia del santo representativo de la tolerancia al sufrimiento: “También con Job tuvo Yahvé mucha paciencia. / Hubo de soportar sus continuas, monótonas quejas, / hasta que, harto ya, se avino a darle explicaciones” y, claro está —no podía faltar en nuestra propia “mitología” cristiana—, Dios y Jesucristo como el “remake perfecto” del Antiguo Testamento. La coda final cierra las puertas del museo, convirtiendo su sacra atmósfera en la de una auténtico lugar de culto: “Entro en la iglesia. Huele a incienso. / Y, aunque ya no consuele ni procure paz, / ha continuado siendo el olor de la infancia, el que —se estaba yendo— usaba Dios”.
Como vemos, la visita concluye para el visitante-lector con la sensación de reconocer aquello expuesto que, por su riqueza, nunca dejará de sorprenderle. Un hallazgo de algo que, aunque familiar, continúa resultando novedoso. El valor de quien nos guía consiste, precisamente, en hacer pasar por nuevo lo que, bajo su mirada, deja de ser antiguo.
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Autor: Pedro López Lara. Título: Museo. Editorial: Huerga y Fierro editores. Venta: Todostuslibros
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