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Un nuevo remedia amoris

Recuerdo la decepción que sentí la primera vez que naufragué en el De la naturaleza de Lucrecio. Me habían dicho que era un evangelio del ateísmo, un remedio contra el miedo, un canto al conocimiento y un magnífico poema. Pero el inquieto adolescente que yo era se desinteresó inmediatamente por aquel canto a Venus con el que se abría el poema. Demasiados dioses, demasiado amor y, parafraseando lo que dijo el emperador José II tras escuchar El rapto del serrallo de Mozart: “Demasiadas palabras”.

Sólo muchos años más tarde, frente al pelotón de fusilamiento de los exámenes de filosofía, aquel joven, que en paz descanse, comprendió que la Venus de la que hablaba Lucrecio no era una diosa, sino el principio ontológico que rige toda la naturaleza; que el amor no era el amor romántico de los malos poetas, sino el coitum, el concilium, el clinamen y la voluptas, abuelos del conatus y el deseo de Spinoza; que el placer epicúreo sólo puede existir realmente cuando es compartido, lo cual le da una dimensión política esencial; y que todo el poema de Lucrecio, en tanto que producto y parte de la naturaleza, debía obedecer a la ley básica del placer, siendo bello, estimulante y verdadero.

"No hay ni una sola entrada de esta especie de enciclopedia del amor que no contenga alguna intuición brillante, alguna anécdota sabrosa"

En estas cosas pensaba mientras leía El libro de todos los amores, de Agustín Fernández Mallo, que es una novela en la que se trenzan numerosos microensayos que hablan sobre los diversos tipos de amor; una narración post-apocalíptica (¿con ecos de Stalker: Un picnic extraterrestre, de los hermanos Strugatski o El color que vino del espacio, de H. P. Lovecraft?); y un conjunto de breves diálogos que recuerdan, en su brevedad aforística, a los diálogos de Luciano o a las psicofonías de Juan Rulfo.

Cada uno de los microensayos de Fernández Mallo describe un tipo de amor, que acaba siendo enunciado entre paréntesis al final: “Amor geodésica”, “Amor pantone”, “Amor tubo de ensayo”, “Amor logotipo”, “Amor suficiente”, “Amor diferido”… De este modo, el autor nos muestra los 360 grados de una experiencia tan deseada como escurridiza. No hay ni una sola entrada de esta especie de enciclopedia del amor que no contenga alguna intuición brillante, alguna anécdota sabrosa (como la de aquel relato de infancia en el que un hombre tiene la propiedad de hacer envejecer velozmente a quien le escucha), alguna etimología deliciosa (leopardus es la conjunción de leo, león, y pardus, pantera) o algún concepto filosófico (las distinciones entre eros y ágape; Alejandro significa «el protector de hombres», noción científica (como que la pueraria lobata es la planta colonizadora más veloz del planeta, que el sentido del olfato de las serpientes reside en su lengua bífida, o que la capa de oxígeno que envuelve la tierra fue producida por las bacterias, que tuvieron que acabar mutando para adaptarse a esa sustancia nociva para ellas) o algún matiz, perplejidad o imagen que invite a pensar o, como diría Carlos Vaz Ferreira, a “psiquear”.

"En la primera entrada se nos dice que amar el mundo consiste en mirarlo en silencio"

En la primera entrada se nos dice que amar el mundo consiste en mirarlo en silencio. Es el “Amor silencio”. Pero ese silencio no es sólo una cuestión de decibelios, sino de pensamientos. Es la epokhé, o suspensión de juicio, característico de los escépticos y los fenomenólogos, esto es, la capacidad de retener nuestras pulsiones dogmáticas, que tienden a la definición, al juicio y a la sobreinterpretación, que son la antesala del dominio, para dejar que la realidad a la que atendemos se despliegue ante nosotros en libertad. Como el canto de Venus de Lucrecio, el “amor silencio” de Fernández Mallo nos sirve de clave musical para interpretar el resto de la obra, que debemos dejar que se desarrolle ante nosotros, con paciencia y confianza, sin interrumpirla.

La exposición serializada de los diferentes tipos de amores me recuerda a aquel Lunario sentimental que Leopoldo Lugones publicó en 1909. Es cierto que, desde el título mismo, la obra de Lugones se presentaba como un intento irónico de superar el imaginario poético tradicional, avanzándose, sin saberlo, a la cruzada vanguardista contra el sentimentalismo y el confesionalismo (la famosa “anécdota”, que fue la bestia negra de futuristas, cubistas y creacionistas). Eso no quiere decir, claro está, que Lugones rechazase todos los sentimientos en general, sino sólo el sentimentalismo, que se entendía como una forma muy limitada, superficial, inauténtica, filistea o burguesa de concebirlos.

"Fernández Mallo alterna sus reflexiones filosóficas sobre el amor con toda una serie de breves diálogos líricos en los que una nueva Eva y un nuevo Adán se hablan con la ingenuidad de los comienzos"

Pero han pasado muchas cosas entre aquel amor-cisne cuyo cuello nos animaba a retorcer Enrique González Martínez, y el amor líquido, que, tal y como Zygmunt Bauman o Eva Illouz han estudiado, se ha visto subsumido por el tardocapital, en el seno nuestras sociedades posmodernas. No se trata, claro está, de caer en la nostalgia, que es la vaselina del reaccionarismo, sino de vencer con astucia al demonio que, como en los cuentos populares medievales, viene a cobrarse el precio de nuestra libertad. Véase, por ejemplo, el inicio de El jardín imperfecto de Todorov.

De ahí que Fernández Mallo haya decidido alternar sus reflexiones filosóficas sobre el amor con toda una serie de breves diálogos líricos en los que una nueva Eva y un nuevo Adán se hablan con la ingenuidad de los comienzos. Son como Dafnis y Cloe, en la novela de Longo, o Christopher Lambert y Andie McDowell en Greystoke. Su tarea es depurar el amor y reconstruir un nuevo modo de hablar de él como si nunca lo hubiésemos hecho (el hablar de él).

Él le dijo: Nunca nos llamamos por nuestros nombres.

Ella dijo: Los días, las semanas, los años, las moléculas de río, nuestros nombres incluso, todo fue una convención”.

Ella le dijo: El aire de este valle está lleno de llaves y cerraduras, pero no hay puertas.

Él le dijo: Nosotros somos las puertas”.

"Me parece, en fin, un libro valiente, original y lleno de momentos brillantes, tanto en lo que respecta a la forma, como en lo que respecta a las ideas"

André Breton propuso, frente a la desentimentalización vanguardista, L’amour fou (1937), que concebía como un amor subversivo y antiburgués; una especie de ascesis salvaje que nos llevaría a perder —o a liberarnos de— todo: el trabajo, la familia, el estatus, el nombre… El libro de todos los amores continúa ese proyecto, sólo que desde otras coordenadas. Porque, en el libro, el problema ya no es el amor romántico, capturado por la burguesía, sino la falta de amor: “la carencia de amor que no sólo afecta al mundo sino que lo está vaciando, como si lo borrara”.

Y luego está la historia, que hace referencia a una especie de apocalipsis, denominado “El Gran Apagón”, cuyo epicentro se halla en Venecia, símbolo de un pasado esplendoroso que se hunde en el turismo y en el agua, y que amenaza con desconectar, uno a uno, todos los sentidos de los hombres, en una especie de borrado ontológico en el que sólo sobrevivirán un profesor de latín y una escritora, cuya misión será repoblar la tierra de un nuevo tipo de amor.

Me parece, en fin, un libro valiente, original y lleno de momentos brillantes, tanto en lo que respecta a la forma, como en lo que respecta a las ideas. En él se tratan sin complejos algunos de los temas fundamentales de nuestra época, y de todas las épocas, como son el deseo de cambio, el miedo al colapso, la necesidad de amar o la necesidad de refundar el lenguaje.

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Autor: Agustín Fernández Mallo. Título: El libro de todos los amores. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros.

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