No hay un solo Murakami. Hay dos. El primero es Haruki, el eterno aspirante al Nobel, que transita entre el realismo y la fantasía. El segundo es Ryū, bastante más oscuro y terrenal. Los dos son excelentes escritores. Muestran dos caras de su país y de la realidad, muy distintas, pero igualmente ciertas. Además, ambos coinciden en su interés por la alienación.
Los protagonistas son dos. Por un lado, aparece Kenji, un joven japonés, que trabaja como guía turístico en el barrio rojo de Tokio. Por otro Frank, un turista de medio pelo, que busca con ansiedad la sofisticación japonesa. Ambos arrastran considerables traumas familiares, pero sus maneras de afrontarlos son muy diferentes (“No creo que pudiese resistir el tipo de soledad que sufren los americanos”, piensa Kenji). El japonés le sirve con eficacia, pero el americano quiere más y más. La prepotencia del turista estadounidense, y el oculto desprecio que recibe por parte de los japoneses, evidencian tanto el recuerdo de la guerra como la profunda conciencia de superioridad nipona. Mientras tanto, un asesino en serie está actuando en Tokio. Kenji sospecha y teme que el hombre a quien guía por los burdeles de Tokio sea el asesino en serie. No sigo contando para evitar spoilers, pero lo que ocurre evidencia que a los paranoicos, a veces, también les persiguen.
No puede afirmarse que Ryū Murakami tenga una perspectiva optimista sobre el ser humano. Podría parecer que su mirada es similar a la que tiene el Martin Amis más descreído —la perplejidad ante lo abyecto del protagonista puede equipararse a la que tiene la detective en Tren nocturno— pero su componente moral es mucho más fuerte. En ningún momento Murakami juega con la masacre. La expone, con absoluta nitidez, tanta que me hizo cerrar el libro y abandonarlo durante unos días, pero no hay en él la complacencia que puede encontrarse, por ejemplo, en Bret Easton Ellis. Hay una tristeza cubierta de frialdad, que busca evidenciar la miseria moral. Murakami desprecia sin paliativos a su serial killer, clara metáfora del consumismo americano. De hecho la sopa de miso del título es una clara metáfora de la fragmentación del cerebro del serial killer. No sería descabellado situar a Ryū Murakami en la zona más conservadora de la literatura, en la periferia de Mishima, aunque sin caer en sus extremos.
En cuanto a la escritura, intuyo que la traducción de una lengua tan diferente como el japonés implica una considerable reescritura, pero debemos ceñirnos a lo que tenemos. En Sopa de miso hallamos un tono seco, similar al de la novela negra americana clásica, nítido en la superficie y complejo en el fondo. Desde la primera página Murakami amarra las cuestiones básicas. No quiere que el lector dude sobre ellas. Pretende que las tenga bien claras para que pueda centrarse en la psicología de los personajes. Muestra de ello es el inicio: “Me llamo Kenji”. Además, mueve a la perfección a los protagonistas en el espacio: “Frank sacó trescientos yenes del monedero y los metió en la máquina. Luego, en lugar de quedarse en el césped artificial desde el que bateaba, se dirigió al cemento y se detuvo sobre el pentágono pintado que representaba la base”. El mayor logro, donde alcanza lo magistral, es en la reproducción de los pensamientos del narrador, en cómo intenta mantener el equilibrio en unas circunstancias imposibles. Su supuesta frialdad es esencial para el buen fin de la novela: solo con templanza puede el narrador, al mismo tiempo, ser verosímil y soportar el peso de la trama.
Concluyendo, una novela con páginas de una crueldad insoportable y una profundidad psicológica fuera de lo habitual. Aunque hayan transcurrido 27 años desde su publicación, su rescate es un acierto indiscutible. Encaja bien con nuestros tiempos, aunque eso no diga nada bueno de los días que vivimos.
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Autor: Ryū Murakami. Título: Sopa de miso. Traducción: Jaime Montes. Editorial: Malas Tierras. Venta: Todos tus libros.
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