A las puertas del siglo nuevo, en el otoño de 1883, los académicos andaban preocupados, pues durante las vacaciones de verano había sido preciso hacer obra en uno de los almacenes de libros, porque amenazaba ruina. Así pues, el conde de Cheste, director entonces de la Corporación, creó una comisión con el fin de solicitar al gobierno la concesión de un terreno para una nueva sede.
Su arquitecto, Aguado de la Sierra, director de la Nueva Escuela de Arquitectura, concibió el edificio como una mole cuadrada y armónica, con la cultura clásica muy presente, de manera que de lejos podría asemejarse a una caja hecha de ladrillos que ocultase un templo griego en su interior. La fachada principal, con su característico pórtico de columnas sobre el que descansaban entablamento y frontón, nos mostraba con descaro que había un poquito del lejano Partenón en él.
El interior, sin embargo, se alejaba del Mediterráneo, recogiendo la tradición palaciega europea en una amalgama de piezas que, como un puzle, trataban de encajar diferentes elementos del viejo continente: la estructura de hierro del lucernario recordaba los invernaderos victorianos, acristalados y elegantes de la vieja Inglaterra; las vidrieras multicolor las iglesias góticas francesas; los relieves florales de los muros el brillante latón de los talleres Art Nouveau de Bruselas; los arcos interiores de la planta baja los claustros medievales de los monasterios de Castilla, y el imponente Salón de Actos se asemejaba a una casa pompeyana, con las paredes y techos cubiertos de finos dibujos sobre un brillante fondo bermellón. La grandiosa escalera al estilo de los palacios españoles de época isabelina presentaba una curiosidad: los girasoles articulados de latón dorado de la barandilla estaban pensados para abrirse y girar al paso de los reyes de la dinastía de los Borbones, descendientes del monarca francés conocido como Rey Sol.
Al exterior, una rejería potente con estilizadas margaritas de hierro forjado cerraba las dos fachadas principales; una para recibir los antiguos carruajes de los académicos y la otra reservada a los actos de representación, precedida de un jardincillo atestado de aligustres y laureles en macetones, arbustos podados en forma de bola, palmeras, una parra virgen, glicinas danzantes, plantas tapizantes y helechos. La distribución interior estaba pensada para dar cobijo a las impresionantes bibliotecas y distribuir las zonas de trabajo. En la planta baja se situaban el vestíbulo central, la sala de directores, adornada con los retratos de los distintos directores de la Corporación de los siglos XVIII y XIX, y la sala de pastas, llamada así porque aquí era donde los académicos leían la prensa y tomaban el café con pastas de la merienda antes de entrar al pleno. En sus paredes, los retratos de los directores de los siglos XX y XXI, y sobre la chimenea uno de los «falsos cervantes».
También se encontraban en esta planta el vestíbulo de los percheros y el recoleto salón de plenos, donde se reunían cada jueves por la tarde todos los académicos de número en sus sillones de letras en torno a una enorme mesa elíptica. El resto eran dependencias administrativas (despacho del director, sala de la Junta de Gobierno, gabinete de dirección, despacho de secretaría, despacho de gerencia y despacho de comunicación).
A la planta primera se accedía por la escalera isabelina, en cuyo primer tramo reinaba la espléndida escultura de Quevedo que Agustín de Querol diseñó en mayor tamaño para la madrileña Plaza de Santa Bárbara (hoy en la Glorieta de Quevedo). Pero al primer piso también se podía subir, cómodamente, en ascensor. Y es que este edificio era clásico en sus formas, pero estaba dotado de un moderno confort: ascensor, calefacción y agua caliente. Todo un lujo para la época.
En la primera planta respiraban los pulmones de la academia, es decir, sus bibliotecas: la enorme Biblioteca de Académicos y las de Dámaso Alonso y Antonio Moñino, construidas en años posteriores cuando fueron legadas a la RAE por cesión testamentaria a la muerte de los mismos. Aquí también se encontraba el monumental salón de actos; un majestuoso espacio con más de cuatrocientos sillones para invitados, presidido por el retrato de Cervantes (presuntamente pintado por Jáuregui) y por otro del rey Felipe V.
Unas enormes vidrieras adornaban el muro frontal del salón, de manera que cuando la luz las atravesaba se creaba un falso movimiento multicolor de las dos bellas musas dibujadas en el cristal: la Elocuencia y la Poesía. Ellas eran las encargadas de recordar (aunque algunos discursos académicos se mostrasen a veces olvidadizos) que la lengua sirve, principalmente, para convencer (con la elocuencia) y para seducir (con la poesía).
Un piso más arriba se encontraba la residencia del secretario que, a modo de guardés, vivía en el edificio. Las posteriores restructuraciones lograron dar nuevas utilidades al espacio con una serie de salas y despachos, además de una cocina y un elegante comedor para académicos. Estas renovaciones del edificio original también afectaron al sótano.
Actualmente, en dicha planta sótano se centralizan los servicios académicos de la sala de consulta y lectura, así como el inasequible e ignoto archivo histórico, una parte de la ampliación de la biblioteca y los servicios telemáticos. Pero además, hay dos lugares realmente fascinantes en el subsuelo académico; uno escondido, el otro a la vista de todos:
El primero es la cámara acorazada de la biblioteca, un diminuto espacio cuadrado de apenas diez pies de ancho que se abre al final de un corredor oculto y que, amueblado con estanterías, guarda tras una puerta acorazada los ejemplares más valiosos, los más raros, los más prohibidos de esta casa. El otro lugar es un pasillo ciego del sótano, donde ha encontrado cobijo, como un viejo familiar que estorbase, el mítico Fichero General: un muro de ebanistería plagado de cajones con sus correspondientes etiquetas que alberga unos diez millones de papeletas manuscritas por los académicos a través del tiempo. Una especie de computadora del pasado que registra la vida y la muerte, el olvido y el misterioso esplendor de las palabras desde hace trescientos años.
Los caballeros de uniforme o de etiqueta
El 1 de abril de 1894, a las tres en punto de la tarde, la familia real al completo, con la reina María Cristina, regente, y su hijo de ocho años, el futuro rey Alfonso XIII, acudían a la sonada inauguración, a la que también asistieron el gobierno en pleno, los presidentes del Congreso y del Senado, embajadores hispanoamericanos, obispos y cuerpos de la nobleza, acompañando a los académicos de La Española y a los representantes de las ocho Academias Correspondientes, todo ello enmarcado dentro de los actos de celebración del Centenario del Descubrimiento de América. En una de las vitrinas de la Academia aún se conserva la elegante tarjeta de invitación «a dicha solemnidad» que incluía una puntualización importante: «Los caballeros, de uniforme o de etiqueta». De las señoras no se decía nada.
————————
Primera entrega: Los haters de la Academia
Segunda entrega: La Española, comencemos por el principio
Próxima entrega: Un abuelo con mucha autoridad.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: