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Un paréntesis vital

El centinela decaído

Me cuenta Pablo en el coche, mientras vamos de camino, una absoluta obviedad en la que yo no había caído nunca: Torrelodones se llama así porque en el pueblo hay una torre rodeada de lodones. Se trata de una construcción del siglo IX y raigambre andalusí que se encarama sobre un cerro y formó parte de una red de fortificaciones defensivas con que los musulmanes trataban de frenar el avance de las tropas cristianas por la meseta. Intenta enseñármela por la ventanilla, pero los giros y los requiebros de la carretera imposibilitan dar con una perspectiva que favorezca el avistamiento. Lo que sí alcanzo a ver luego, desde la ventana del comedor de Aroa, es el fantasmagórico Canto del Pico, el palacio que mandó levantar el tercer conde de las Almenas para albergar su colección artística y cuya silueta se recorta en este día gris ―en Madrid ha llegado el crudo invierno justo cuando pensábamos que todo serían preludios de la primavera― contra los nubarrones negruzcos que acechan la sierra. El edificio se concibió como una especie de pastiche que, no sé con cuánto grado de fortuna, aglutinó en su fábrica elementos de aquí y allá que su promotor hizo traer para afianzar con tan suntuosos legados el peso de su estirpe. Hay en él columnas, capiteles y techos de carpintería que vinieron del castillo de Curiel del Duero, puertas del convento de las Salesas Reales de Madrid y algún que otro ornamento traído de la Colegiata de Logroño y la Seu d’Urgell. También estuvo aquí el claustro de Santa Maria de la Valldigna hasta que la Generalitat Valenciana consiguió recuperarlo, en el tránsito que fue del siglo pasado a éste. De todos modos, lo que confiere fama al palacio es su historia un tanto escabrosa: entre sus muros falleció repentinamente Antonio Maura, fue sede del mando militar republicano durante la Guerra Civil ―desde allí dirigieron maniobras Indalecio Prieto y el general Miaja― y su propietario original, que había perdido a su único hijo en las trincheras, terminó escriturándolo a nombre del mismísimo Franco en cuanto finalizó el conflicto. Residieron en él familiares suyos que lo abandonaron a la muerte del dictador. Nadie más volvió a vivir en él y el caserón comenzó a habitar un tiempo de olvido que arruinó sus hechuras y lo ha terminado convirtiendo en una suerte de vigía sombrío, un centinela descascarillado que inspira a ratos temor y a ratos ternura, un poco al modo y manera de los socorridos ogros de los cuentos infantiles. Como ocurre tantas veces, lo que infunde prevención desde la lejanía resulta mucho más inofensivo cuando se le aplica la lupa. Encuentro en Internet un vídeo en el que unos chavales acceden a la mansión y muestran sus interioridades desastradas, no quedan ya apenas muebles ni adornos y las paredes o bien están completamente desnudas, con el ladrillo a la vista, o bien aparecen garabateadas a varias manos y desprovistas de cualquier signo de nobleza. Unos andamios apuntalan las diferentes plantas para que no se vengan abajo y la basura y los escombros se hacinan en unas estancias que sin duda se concibieron para fines más vistosos. Tan desastrado anda el pobre Canto del Pico que uno se imagina a la torre que dio nombre al pueblo observándolo desde el otro lado de la autopista con esa vanidad mal disimulada con que atendemos a los estragos del tiempo en aquellos que van envejeciendo peor que nosotros. Ella sigue, al fin y al cabo, siendo la atalaya fundacional de un enclave abonado a la prosperidad. El otro no es más que un centinela decaído que intenta sobreponerse a la evidencia del derrumbe sin que nadie parezca dispuesto a prestarle auxilio, el fruto de unos tiempos abolidos que se ha visto desahuciado por la historia, una huella en el paisaje cuya memoria se seguirá diluyendo en una sombra cada vez más opaca que probablemente terminará confundiendo sus ruinas con el perfil arisco y rocoso del paisaje.

Abrir la ventana

"Constituyen una y otra pieza un solo retrato de una Carmen Martín Gaite inmersa en un paréntesis vital"

Me recomienda Andrea en la librería Celama un librito que acaba de salir con dos textos de Carmen Martín Gaite que no eran desconocidos, pero que por primera vez se publican juntos para conmemorar el centenario de la autora, a la que he venido leyendo con gusto desde que el plan de lecturas del primer curso del BUP me obligó a ponerme con la estupenda Caperucita en Manhattan. Se trata de dos composiciones breves de naturaleza híbrida, en el sentido de que no es sencillo atribuirles una adscripción genérica, y es justamente eso lo que les confiere interés. Tienen como objeto a la madre y a la hija de la autora y comparten la característica de asomarse a la intimidad desde un lugar desconocido, en ambos casos parajes estadounidenses que resultan extraños y, por lo tanto, propicios para revisar con el oportuno distanciamiento esos espacios de la memoria cuya exploración conlleva inevitablemente el riesgo de pisar suelos resbaladizos. Es la propia escritura la que en ambos casos propicia la reflexión, anudando fabulaciones y vivencias en un nudo gordiano que viene a sintetizar la poética a la que se mantuvo fiel la escritora durante toda su trayectoria y también a condensar lo esencial de sus libros anteriores y a anticipar en cierta medida los que estaban por venir. Constituyen una y otra pieza un solo retrato de una Carmen Martín Gaite inmersa en un paréntesis vital, aquél que separaba lo que quedaba atrás y la había confirmado como una de las voces importantes de la literatura española de su tiempo y lo que aún faltaba por venir, ese periodo que la consolidaría y del que le separaba la ventana que daba al exterior desde el cuarto oscuro en que la habían encerrado sus tristezas, ésa que en algún momento iba a tener que abrir.

De la indulgencia

"Uno tiende a ser indulgente no ya con lo que él mismo hizo en el pasado, sino con aquellas personas con las que, por una razón o por otra, se siente vinculado"

Uno tiende a ser indulgente no ya con lo que él mismo hizo en el pasado, sino con aquellas personas con las que, por una razón o por otra, se siente vinculado. Lo vemos siempre que despachamos nuestras trastadas juveniles atribuyéndolas a la edad inexperta que teníamos entonces o cada vez que disculpamos las excentricidades o las ofensas de algún amigo querido argumentando que es que él es así y hay que tomarlo o dejarlo. Ramón Mercader, un personaje bien peculiar que pasó a la historia por haber puesto fin con un piolet a los días de Trotski, fue durante un periodo de su vida amante de Sara Montiel. Y es maravillosa la explicación que dio la artista cuando, muchos años después de que se extinguiera la llama, le preguntaron cómo había podido mantener un romance con alguien que había sido capaz de arrebatarle la vida a un hombre: «A mí nadie me dijo que era un asesino; que había matado a Trotski, sí».

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  • El presentimiento

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    marzo 19, 2025
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